sábado, 21 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 36

 


Paula no pensó en si ya había electricidad en el piso hasta que las sombras comenzaron a envolverla. Miró el interruptor de la pared de la cocina, pero no lo encendió.


Ricardo había llamado una hora antes: la reclamación del señor Sears era legítima. Paula tenía que conseguir cincuenta mil dólares en una semana o perder la librería.


Llamaron a la puerta, y Pau se apresuró a abrir.


—¡Señora Lavender! ¿Qué hace aquí? Entre.


—Vas a destrozarte la vista —la señora Lavender encendió inmediatamente la luz de la cocina—. Eso ya está mejor. No puedo quedarme. Te traigo provisiones.


—No tenía que haberse molestado —dijo Paula conmovida.


—No es ninguna molestia. Sólo es café, un cartón de leche y una barra de pan. Y unos huevos —dijo poniéndolos sobre la mesa—. No trabajes hasta muy tarde y no te olvides de comer.


—No lo haré —le prometió Paula abrazándola—. Gracias —la acompañó a la puerta y después fue a hacerse la cama. Buscó entre sus cosas el despertador, un par de novelas y una foto enmarcada de Frida. Ya parecía que alguien vivía allí.


Observó la habitación con los brazos en jarras y decidió que la cómoda estaría mejor en la pared de enfrente. Trató de moverla, pero sólo consiguió separarla de la pared. Miró el hueco que había quedado entre ambas. Había una tabla caída que debía de haberse desprendido de la pared. La apartó, colocó la cómoda donde quería y fue a examinar los daños.


Pedro le había dicho que la estructura de los dormitorios estaba en buenas condiciones, que lo único que necesitaban era una mano de pintura, moqueta, cortinas y persianas nuevas. Trató de colocar la tabla en su sitio, pero seguía cayéndose. Soltó una maldición. La dejó en el suelo con cuidado y se masajeó las sienes. Era cuestión de orgullo personal: tenía que averiguar cómo colocarla. Tardó cinco segundos en darse cuenta de que necesitaba una linterna y fue a por ella.


Volvió corriendo al dormitorio y examinó la tabla y la pared concienzudamente. Lo que tenía que hacer era… Algo brilló en el hueco. Pau miró con los ojos entrecerrados mientras lo enfocaba mejor con la linterna. ¿Sería una lata de galletas de Navidad? Vaciló antes de introducir la mano en el hueco. «¿Y si toco algo negro y peludo?», pensó.


Agarró la lata, la sacó y la dejó en el suelo mientras la miraba atentamente.


—Estaría bien que contuvieras cincuenta mil dólares —murmuró. Pasó la mano por la tapa, que no tenía polvo. Iluminó el hueco de la pared con la linterna y vio que estaba lleno de polvo. Se puso de pie, agarró la lata y fue a prepararse un café.


—¿Sabes que, si esto fuera una novela, encontraría cincuenta mil dólares en tu interior? Y como estamos encima de una librería… —dejó la taza y atrajo la lata hacia sí—. Con la suerte que tengo, será una bomba —rezongó. Levantó la tapa, miró en el interior y sonrió.


Había cartas dirigidas a Frida Harper, atadas con una cinta rosa y con olor a rosas.


—¡Ay, mamá! —suspiró—. ¿Quién se hubiera imaginado que en el fondo eras una romántica? —desató la cinta y tomó la primera carta. «Mi amada Frida», leyó. ¡Qué hermoso! Se llevó la mano al corazón. Dio la vuelta a la carta para ver quién la firmaba y… ¡No!


Dejó la carta y comprobó la firma de todas las demás, que era la misma. Se pellizcó y luego se echó a reír. Se puso en pie de un salto y comenzó a bailar.


—¡Hemos salvado la librería, mamá!


En la lata no había cincuenta mil dólares, sino cartas de amor dirigidas a su madre y escritas por Gaston Sears. Si su contenido se daba a conocer, la credibilidad del señor Sears quedaría destrozada para siempre en el pueblo.


Agarró la lata y las cartas y bajó corriendo a la librería para dirigirse a la pared donde estaba el retrato de su madre, que aún no había acabado. No podía.


—¡Mira! —le dijo mostrándole las cartas—. No sé si pretendías que las encontrara, pero como no las destruiste… No han podido aparecer en mejor momento. Puedo salvar la librería con ellas —por primera vez pudo sonreír al retrato. Comenzó a leer las cartas a su madre—. Yo debía de tener once años cuando recibiste ésta —pero a medida que continuó leyendo, su euforia comenzó a disminuir. Al acabar la tercera, se sentó en el suelo—. Debió de quererte mucho.


Su júbilo se transformó en compasión. Cerró la lata muy despacio, se la llevó al pecho y la abrazó. Así la encontró Pedro media hora después.


—¿Molesto?


—No —se puso la lata en el regazo.


—He visto que había luz y me he acordado de que no te había devuelto la llave.


Ella lo miró a la cara mientras se sentaba a su lado y soltó un bufido de incredulidad ante la excusa que había puesto.


—Ricardo ha hablado contigo, ¿verdad? ¿Es que no hay ética profesional en este pueblo?


—Lo único que me ha dicho es que podrías necesitar a un amigo, nada más.


—Ah.


—Aún no has terminado el retrato de Frida.


—He estado muy ocupada —no podía acabarlo y no sabía por qué. Tuvo la sensación de que él se había dado cuenta de que mentía.


—¿Quieres contarme lo que pasa?


—¿Por qué no? Muy pronto lo sabrá todo el pueblo. Mi madre pidió prestados cincuenta mil dólares a Gaston Sears. Y ahora, él reclama la deuda.


—¡Cincuenta mil dólares! ¿Lo dices en serio?


—Sí, y no tengo ese dinero. Pero tengo una cita con el director del banco mañana por la mañana —se pasó la mano por la cara. No quería pensar en lo que sucedería si el banco se negaba a concederle el crédito.


Pedro le dirigió una mirada compasiva y preocupada que la llenó de un calor inesperado. Era agradable tenerlo allí sentado a su lado. Tal vez Ricardo estuviera en lo cierto en lo de que necesitaba a un amigo. Quizá con el tiempo, y con un gran esfuerzo por su parte para no hacer caso de la atracción que experimentaba hacia él, Pedro y ella lograrían ser amigos.


—Gracias por pasarte a comprobar que estaba bien. Te lo agradezco de verdad.


—De nada —miró la lata en su regazo—. ¿Qué hay ahí?


Sin decir nada, Paula se la pasó y observó su expresión mientras leía la primera carta.


—¡Demonios, Pau! ¿Sabes lo que esto significa? Es tu baza para negociar. Si se las enseñas a Gastón Sears, es indudable que llegará a un acuerdo contigo sobre el préstamo. Son oro puro.


—Sí.


—No vas a usarlas, ¿verdad? —dijo él después de estudiar la expresión de su cara.


—No.


Pedro se recostó en la pared mientras la miraba como si no hubiera oído bien.


—No voy a usarlas para hacerle chantaje —no podía.


Trató de apartar de su mente la idea de ponerse a besar a Pedro en la boca hasta que ninguno de los dos fuera capaz de pensar con claridad.


—¿Por qué no?


—«Mi amada Frida» —leyó tras agarrar una carta—. «Con todo mi amor… Eternamente tuyo» —la volvió a dejar en la lata—. Utilizar eso para hacer chantaje sería profanar algo muy hermoso y no estoy dispuesta. Mi madre no querría que lo hiciera —hizo un gesto hacia el retrato. Quería que su madre se enorgulleciera de ella, no que se avergonzara.


Pedro la miró largo rato. Parecía que un gran peso le hubiera caído sobre los hombros. Apretó la boca y las arrugas en torno a ella y a los ojos se le acentuaron. Se puso pálido y sus ojos se oscurecieron.


—¿Qué te pasa? —le preguntó asustada.


—No me engañaste hace ocho años, ¿verdad? Me equivoqué. Fue una completa equivocación.


—No, no te engañé —acercó las rodillas al pecho y se las abrazó.


No creía que Pedro pudiera palidecer más, pero lo hizo. Quiso consolarlo de alguna manera, pero tuvo miedo. Siempre había sabido que sufriría una conmoción si averiguaba la verdad. Se percató del arrepentimiento, la culpa y el dolor que expresaban sus ojos. Tenía que haberse quedado ocho años antes y luchar por él. No podía cambiar el pasado, pero…


—¿Qué hora es?


—Sólo son las seis y media —dijo él tras mirar el reloj una eternidad.


—¿Tienes el coche ahí fuera? —al ver que asentía, Paula se puso de pie—. Vamos, quiero enseñarte algo.


—¿Adonde vamos? —le preguntó él mientras ponía el coche en marcha.


—A casa de Samuel Hancock.


Pedro volvió la cabeza y la miró, pero no dijo nada. ¿Creería que quería castigarlo? Pau observó la leve sonrisa en su boca y su expresión resuelta. Estaba dispuesto a soportar cualquier cosa.


«Pedro, no quiero hacerte sufrir más. Sólo deseo que lo entiendas y que halles un poco de paz», se dijo Pau.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 35

 


Paula se quedó parada en la puerta del piso de arriba jugueteando con la llave en la mano. Trató de calmar los latidos de su corazón y de recuperar el aliento. Con un movimiento de impaciencia, introdujo la llave en la cerradura, pero no la giró. Comenzó a retorcerse las manos.


Se había inventado todo tipo de excusas siempre que Pedro le había preguntado si quería echar un vistazo al piso. Y lo mismo había hecho cuando le pusieron la moqueta, las persianas y las lámparas. No podía seguir poniendo excusas. ¿Qué diría Guadalupe si seguía posponiendo la mudanza? «No quiero entrar en el lugar donde mi madre perdió la esperanza», pensó. Siguió sin moverse.


—Hola, Pau.


Se dio la vuelta de un salto mientras se llevaba la mano al corazón.


—¡Pedro! —tragó saliva—. No te he oído llegar.


Él estaba dos escalones más abajo del descansillo. Los escalones eran de madera y crujían, por lo que debería haberlo oído subir. Pedro miró la puerta cerrada y luego la miró a ella.


—¿Estás bien?


—Por supuesto.


—Entonces ¿qué haces?


—Iba a entrar.


Pedro llevaba un gran paquete en la mano. Ella se preguntó qué sería y qué hacía allí con él. Se sintió más animada al pensar que tal vez no hubiera terminado de trabajar todavía en el piso, lo cual le daría una excusa para volver corriendo a casa de Guadalupe.


—Es un regalo por la inauguración del piso —le explicó Pedro mientras señalaba el paquete.


—Eres muy amable, pero no era necesario que te molestaras.


—No es ninguna molestia. Además, quería hacerlo.


Sus ojos brillaron durante un instante y ella recordó con total claridad el tacto de su mano cuando se la había puesto en el abdomen el sábado por la noche, su aliento en el cuello.


—¿No abres?


—Desde luego —respondió ella, pero no lo hizo.


—Ya sabía que había un problema para que te negaras a ver el piso poniendo todo tipo de excusas —dijo él mientras subía los dos escalones que los separaban.


—No había ningún problema. Me fiaba de tu trabajo.


—Tu madre no murió ahí dentro, Pau.


—¡Ya lo sé! —había muerto más tarde, en el hospital—. Ya te he dicho que no pasa nada.


—Muy bien. Si te parece, puedo tomarte en brazos y llevarte dentro…


¡No, por Dios! No quería que la tocase. Pero una voz interior le susurró lo contrario. Bueno, pues no quería lo que eso podría producir. «¿Estás segura?», se preguntó.


—O puedo cubrirte las espaldas mientras entras.


Eso tampoco la entusiasmaba.


—O puedo entrar yo primero.


Ella lo miró a los ojos. No había dicho lo que era obvio: qué podía marcharse. Debería decírselo ella.


—Si entro primero, te puedo enseñar el piso y mostrarte lo que mis hombres y yo hemos hecho para que te quedes admirada ante las mejoras.


—Me parece bien.


—Pero quiero que seas tú quien abra la puerta, Paula.


Ella tragó saliva. Pedro la miró fija y pacientemente a los ojos. Ella no dirigió la vista a la puerta, sino que no dejó de mirarlo para absorber toda su fuerza y calidez. Con manos temblorosas, abrió la puerta. Él sonrió y ella deseó poder hacer lo mismo. Pedro se adelantó, la tomó de la mano y la introdujo en el piso.


—Ésta es la única puerta de entrada y salida. Así que, si se declara un incendio y estás en el otro extremo, tendrás que salir por la ventana para alcanzar el toldo de la tienda y saltar desde allí a la calle.


—Como si fuera Tarzán —masculló ella.


Él sonrió, y aunque ella no pudo hacer lo mismo, disminuyó parte de la opresión que sentía en el pecho. Pedro señaló a la izquierda.


—Hemos hecho el cuarto de baño nuevo.


—Muy bonito —aseguró ella mientras le echaba un vistazo.


—Ésta es la cocina, que también hemos tirado y construido de nuevo.


—Está muy bien —Pedro y sus hombres habían hecho un buen trabajo.


Él tiró de ella para subir los tres escalones que llevaban al enorme comedor y sala de estar, la condujo al centro y la soltó de la mano. Paula dio una vuelta completa sobre sí misma. A pesar de que todas sus cajas estaban allí, se hizo una idea de lo espacioso que era. Perfecto para cenar con amigos. Sintió que la tensión que experimentaba disminuía un poco más.


—¿Por qué no sigues viéndolo tú?


Ella asintió y se dirigió a un corto pasillo que daba a los dos dormitorios: uno pequeño a la izquierda y uno grande y luminoso donde estaban la cama, el armario y la cómoda.


La luz entraba a raudales por las dos ventanas. Miró por una de ellas: la vista era la calle principal de Clara Falls con las montañas al fondo.


Su madre había vivido en aquel piso sin calefacción y con la madera del suelo podrida en un extremo del cuarto de estar debido a una gotera del tejado, por no hablar del estado del suelo de la cocina y el cuarto de baño. Sin embargo, a su madre le habría parecido un precio pequeño por tener aquella vista. También le habrían encantado las paredes forradas de madera. Habría sido feliz allí.


Paula experimentó una enorme sensación de alivio. Se arrodilló ante la ventana, levantó la cara hacia el sol y murmuró una oración de agradecimiento. No había querido subir antes al piso porque temía que la desesperación que sintió su madre permaneciera en las habitaciones para acosarla, hacerle reproches y minar su fuerza y determinación. Incluso aquella mañana, después de llamar por teléfono a Ricardo para ponerle al corriente de las amenazas del señor Sears, había estado remoloneando por la librería hasta que el personal consiguió que se fuera prometiéndole que la avisarían si la necesitaban.


Pero no había nada en el ambiente que la ahogara, que la castigara por no haber vuelto antes a casa ni que le reprochara haber abandonado a su madre. Abrió los ojos. La luz del sol brillaba en la ventana y el piso olía a limpio y estaba lleno de promesas de futuro.


Se incorporó llena de energía. Tenía que desembalar las cajas. Pedro no la había seguido y el sonido de la puerta principal le indicó que se acababa de marchar. Él se había dado cuenta de los demonios que la perseguían y la había ayudado a hacerles frente. Y luego se había ido.


¡El regalo!


Corrió a la sala de estar y abrió el paquete. Se le hizo un nudo en la garganta. Le había regalado el botellero que tanto le había gustado al verlo en su garaje. Con mano temblorosa acarició la suave madera.


—Gracias —murmuró.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 34

 


Paula volvió y se sentó al lado de Pedro. El resto de las parejas bailaba. Paula tragó saliva: esperaba que él no volviera a sacarla a bailar. No sabía cuánto más podría resistir, sobre todo en aquellos momentos, cuando habían bajado las luces.


—¿Te diviertes?


—Sí —respondió ella con sinceridad—. Es estupendo volver a ver a la gente.


—No lleva alcohol —dijo él ofreciéndole una copa de ponche—. Sé que trabajas mañana.


—Gracias —no agarró la copa porque, de repente, se sintió sin fuerzas. Pedro parecía tan seguro y… masculino con aquel traje. Su cuerpo se había vuelto más musculoso, y sus hombros, más anchos. Y seguía provocando en ella un profundo deseo, como siempre había hecho.


Esperaba que no insistiera en que se quedara en Clara Falls para siempre. No funcionaría.


—Ya veo que has hablado con todo el mundo —dijo él sin sonreír.


—¿Es un cumplido? —preguntó ella con precaución ante el tono de sus palabras.


—Sí.


—Me estoy divirtiendo, pero esto no es lo mío.


—¿Qué es lo tuyo?


—Salir a tomar una cerveza y una pizza —suspiró con nostalgia.


—Pues no hay nadie en esta sala que crea que preferidas estar en otro sitio. Los has dejado encantados a todos.


—Un milagro, ¿verdad? —observó ella sonriendo—. La chica rebelde ha desarrollado habilidades sociales.


—Debes reconocer que es un gran cambio, Pau. ¿Dónde fuiste cuando decidiste no volver a Clara Falls? ¿Qué hiciste? ¿Cómo has conseguido que se produzca semejante transformación?


Paula se dio cuenta de que llevaba toda la noche esperando a que le hiciera esa pregunta.


—Después de despedirme de mi tía, me fui directamente al aeropuerto. Me marché a Estados Unidos.


—¿Por qué a Estados Unidos?


Había querido huir lo más lejos posible y empezar de nuevo donde no la conocieran. Y necesitaba hacer un gesto simbólico.


—¿Me creerías si te dijera que porque era joven y estúpida?


—Joven, sí —dijo él sonriendo—, pero no estúpida.


—Entré en el aeropuerto sin haber decidido si me iría a Europa o a Estados Unidos. Pedí un billete para el primer vuelo que saliera. Y así acabé en Los Ángeles, prácticamente sin dinero, sin trabajo y sin alojamiento. Así tienes que espabilarte, créeme.


—¿Qué hiciste?


—Tomé una habitación en un lúgubre hotel durante una semana, compré un bloc de dibujo y carboncillos y me pasé los siete días haciendo retratos a los turistas y cobrándoles cinco dólares. Así conocí a Carroll Carson que es el artista del tatuaje más conocido de la Costa Oeste. Se hizo cargo de mí y me propuso que aprendiera a tatuar. Tuve suerte.


Lo miró y experimentó una sensación extraña. Tal vez la señora Lavender tuviera razón al decirle que había hecho lo correcto marchándose de Clara Falls. Si no lo hubiera hecho, se habría pasado la vida viviendo a la sombra de Pedro, agradecida de que quisiera a una inadaptada como ella. Pero ya no lo era: había conquistado su sitio en el mundo y no necesitaba a ningún hombre.


—Fernanda fue una aventura de una noche —Pedro soltó las palabras como si fueran balas, y causaron el mismo impacto.


—¿Una aventura de una noche? —Pau lo miró fijamente y quiso decirle que no era asunto suyo.


—Fue ella quien me dijo lo de Samuel y tú. No estabas, te echábamos de menos, bebimos demasiado y… —se encogió de hombros—. Al día siguiente le dije que había sido un error y que no volvería a suceder.


—¿Cómo se lo tomó? —preguntó ella mientras trataba de comprender lo que Pedro le decía.


—No muy bien.


¿Había estado Fernanda enamorada de Pedro todo el tiempo? Pau se puso enferma al pensarlo.


—¿Por qué me cuentas todo esto? —se levantó temblando.


—Quería que supieras la verdad —Pedro también se puso de pie.


La preocupación que transmitían los ojos de Pedro la envolvió cálidamente, del mismo modo que sus brazos al bailar, cuando el pulso se le había desbocado. Pero no había futuro para los dos juntos. Carecía de sentido preguntarse qué sentiría al apoyar la cabeza en su hombro o al acariciarle el cuello con la cara, deslizar la mano bajo su camisa y trazar el contorno de sus músculos. Sin embargo, aunque no tuviera sentido, no podía dejar de pensar en ello.


—Hola, chicos. ¿Os divertís? —Guadalupe tenía las mejillas encendidas de bailar.


—Mucho —consiguió decir Pau.


—Desde luego —respondió Pedro—. ¿Y tú? Tienes un aspecto espléndido.


—¿Vas a bebértelo? —le preguntó Guadalupe señalando el ponche.


—Todo tuyo —Paula se lo dio.


—Gracias —se lo bebió de un trago—. Mira, allí está Tim Wilder. Nos vemos luego.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro a Paula—. Tienes cara de buscar pelea. ¿Qué he hecho esta vez?


—Es más bien lo que no has hecho; o lo que no has dicho. ¿No estoy atractiva esta noche?


—Sí. ¿Por qué?


—Porque a todas las mujeres que has saludado les has dicho lo guapas o maravillosas que estaban. ¡A todas excepto a mí!


—¿Tanto te importa mi opinión, Pau? —preguntó él con una sonrisa mientras se acercaba a ella.


—Claro que no —contestó ella con brusquedad—. Sólo ha sido un momento de inseguridad femenina.


Trató de pasar a su lado, pero, al hacerlo, él la tomó por la cintura y la apretó de espaldas contra sí. Con exasperante lentitud le acarició el estómago y fue bajando la mano. Ella reprimió un gemido. Si seguía moviendo la mano, si movía aunque sólo fuera el meñique, se derretiría en sus brazos.


—No tienes motivos para sentirte insegura, Paula.


Ella sintió su aliento en la oreja y cerró lo ojos. Sólo la llamaba Paula cuando hacían el amor. Y en los ocho largos años que habían transcurrido, ella no había tenido otro amante. Sintió escalofríos y se puso a temblar, revelando su deseo.


—Pero si empiezo a decirte lo sexy que estás con ese vestido, cómo el peinado te realza los ojos y cómo ante el brillo de tus labios se me hace la boca agua, acabaría diciéndote que quiero arrancarte el vestido y hacerte el amor toda la noche, deprisa y frenéticamente la primera vez, despacio y sensualmente la segunda, observando todos los detalles de tu rostro la tercera.


Ella fue incapaz de decir nada. Había comenzado a jadear suavemente.


—Pero, dadas las circunstancias —añadió él—, no sería sensato —la apretó con más fuerza para que ella no tuviera más remedio que percatarse de su masculinidad presionándole la espalda—. Ardo de deseo por ti, igual que antes, Paula.


Sus dientes le rozaron la oreja. Pau gimió.


—Y siento que el mismo deseo te consume. Siento cómo tiembla tu cuerpo. Quiero llevarte a casa y hacerte el amor. Dime que sí —murmuró— y nos vamos. ¡Dímelo! —le ordenó.


¡Sí! Pasar una noche gloriosa de placer y libertad en brazos de Pedro. ¡Sí! Acariciarlo como sus dedos y labios ardían en deseos de hacerlo, llegar a la cima con él y… No. Retiró los dedos de Pedro de su estómago uno a uno y se separó de él.


—¿Y mañana, Pedro? ¿Y pasado mañana? ¿Qué pasará la próxima vez que me encuentres con otro hombre en una situación que no te puedas explicar? ¿Vas a perder los estribos y a acusarme otra vez de engañarte? No confiabas en mí ni confías ahora —y lo más importante, ella no se fiaba de sí misma. ¿A quién haría sufrir la próxima vez que Pedro le partiera el corazón? Pero no habría próxima vez, ya que no tenía intención alguna de volver a entregárselo. Ningún hombre era digno de esa dase de sufrimiento—. Perdona, pero necesito una copa de ponche —y se dio la vuelta para dirigirse a la mesa de los refrescos. Se sirvió el ponche e iba a dar un sorbo cuando Gaston Sears apareció de repente a su lado.


—Te he buscado por todas partes, Pau.


—¿Y eso, señor Sears? ¿Quería sacarme a bailar?


—No, quería avisarte de que el lunes por la mañana llevaré unos papeles a tu abogado.


—¿Qué papeles? —Paula sintió un nudo en el estómago.


—Seguro que sabes que presté a tu madre cincuenta mil dólares. ¿No te lo dijo? —preguntó con la cara llena de satisfacción—. Sería un descuido de su parte.


—No me lo creo —murmuró Paula. ¿Por qué iba su madre a pedirle dinero prestado?


—Lo necesitaba para comprar la librería. Y ahora voy a reclamar la deuda. Si no me pagas dentro de una semana, la librería será mía.


¡Cincuenta mil dólares! No los tenía. El señor Sears debía de estar mintiendo.


—¿Pasa algo? —preguntó Pedro situándose entre ambos.


—Pronto estará resuelto —dijo el señor Sears echándose a reír mientras se alejaba.


—¿Qué pasa?


—Que el señor Sears quiere crear problemas, como siempre —pero la voz le temblaba.


—¿Y lo ha conseguido?


—Claro que no. Pero ¿por qué no ha sido ésta una noche de pizza y cerveza? —le vendrían bien en aquel preciso instante. La ayudarían a pensar. Y a dormir.


—¿Te encuentras bien, Pau? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Perfectamente.


—Pareces cansada. ¿Quieres que nos marchemos?




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 33

 


El ayuntamiento estaba decorado con guirnaldas y piñas. Paula y Pedro se detuvieron en la puerta de entrada y éste tuvo que reprimir una sonrisa al ver que parte de los asistentes, Gaston Sears y su grupo, interrumpían la conversación que mantenían en torno a una mesa llena de aperitivos, se daban la vuelta y se quedaban mirándolos boquiabiertos.


Paula se puso rígida y él le tomó la mano para que lo agarrara del brazo y transmitirle que no estaba sola. No la había llevado allí para echarla a los leones. La mano de ella tembló, pero alzó la barbilla, sonrió y se irguió todo lo que pudo. Esa demostración de valor hizo que él se sintiera orgulloso.


—Estoy segura de que ya tienen tema de conversación para toda la noche —bromeó ella.


Él se soltó de su mano para agarrar dos copas de champán de la bandeja que llevaba un camarero.


—Nosotros, en cambio, no volveremos a pensar en ellos en toda la noche.


—Brindemos por eso —dijo ella. El peinado le resaltaba los pómulos y los ojos. Él sintió ganas de acariciarle el pelo, de ponerle la mano en la nuca y atraerla hacia sí para… Detuvo sus pensamientos en seco.


—¿Con quién vamos a hablar en primer lugar? —preguntó ella.


—Ven conmigo —le puso la mano en la espalda para conducirla hacia un grupo que había al otro lado del salón. Tuvo que reprimir un gemido al sentir el calor de su piel a través de la tela del vestido y al ver lo seductoramente que se balanceaban sus caderas. Entonces vio a Samuel Hancock, que estaba sin pareja.


Samuel y su hermana no habían vendido la casa familiar al morir su padre, aunque ninguno de los dos vivía en Clara Falls. Usaban la casa los fines de semana.


—Acabo de ver a tu viejo amigo Samuel Hancock —dijo él en un tono menos despreocupado de lo que le hubiera gustado—. ¿Quieres acercarte a saludarlo? —se aferró a la promesa que ella le había hecho de marcharse con él al acabar la fiesta. Trató de relajarse. Ella no volvió la cabeza para mirar a Samuel ni dejó la copa para salir corriendo a abrazar a su antiguo amante. La opresión que sentía en el pecho cedió un poco. ¿Qué le pasaba? ¿No quería a Pau para él, pero tampoco para otro hombre? ¿O solo se trataba de Samuel Hancock? Trató de imaginarse a Paula con cualquier otro hombre de los que había en la sala. Apretó los dientes: no, no se trataba únicamente de Samuel. Estupendo. Era como el perro del hortelano. Pero… definitivamente, la quería para él.


—¡Pedro!


Volvió a la realidad bruscamente.


—Deja de mirar así a la gente. Si se supone que nos la tenemos que ganar, no vas por buen camino con esa mirada.


Él se echó a reír. Sus palabras, la regañina y la calidez de sus ojos consiguieron que se relajara.


—Ven, te voy a presentar a los Beto —disfrutaría de lo que le deparara la noche. Nada más.


Pau conversó con todos los conocidos de Pedro, por lo que éste disfrutó enormemente de la fiesta. La antigua Paula carecía de esa seguridad en sí misma y de esas habilidades sociales. La antigua Paula se habría retraído y escondido detrás de él. La antigua Paula era una niña; la nueva versión, una mujer fuerte y segura. Algo le decía que ella se había ganado esa serenidad.


Cenaron juntos y bailaron el primer baile… y el segundo. Pedro casi suspiró aliviado cuando Paula le dijo que iba a retocarse el maquillaje. Necesitaba oxígeno. Pero eso no le impidió mirarla mientras recorría la sala. La gente la paraba o era ella quien lo hacía. Se detuvo frente a Samuel Hancock, que estaba sentado solo. Pedro se agarró a la mesa. Samuel se puso en pie de un salto y dijo algo que hizo que ella se riera. Paula le contestó y él se rió. Luego siguió su camino.


Si no hubiera estado sentado, Pedro se habría desplomado. Se dio cuenta de repente de que Paula no había flirteado con ningún hombre en toda la noche. Frida lo habría hecho con todos, lo cual era una táctica de defensa, ya que al flirtear con todos los presentes, los mantenía a distancia. Paula no era como su madre. ¿Se había equivocado él ocho años antes? La volvió a ver en brazos de Samuel Hancock y recordó lo que ella le había dicho, lo cual seguía probando su culpa, su infidelidad.


Pero, de pronto, se dio cuenta de que ya no estaba seguro de nada.



viernes, 20 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 32

 


Cuando Paula le abrió la puerta a Pedro el sábado por la tarde, éste se quedó boquiabierto ante el largo vestido de color púrpura que llevaba y juró que en su vida había visto nada más perfecto. La prenda cubría las líneas de su cuerpo con pliegues estilo griego y se ceñía bajo el pecho con un broche. Desprendía elegancia y atracción. Pedro sintió unos inmensos deseos de acariciar a Paula.


—Hola, Pedro.


Guadalupe lo saludó desde el pasillo, lo cual hizo que se diera cuenta de que Paula y él aún no habían dicho ni una palabra. Se percató del sonrojo de ella, de cómo le brillaban los ojos y se sintió invadido de deseo. Si estuvieran solos, la llevaría contra la pared, apoyaría su cuerpo en el de ella hasta ajustarse a sus deliciosas curvas y saciaría su deseo en el húmedo brillo de sus labios.


¡No, no haría semejante cosa! «Contrólate, hombre. Esto es un acuerdo de negocios», se dijo. Quería ayudar a Pau como ella lo había ayudado, demostrarle que Clara Falls era algo más que el señor Sears y su conservadurismo, que viera que tenía cosas buenas, como lo había visto Frida. Si después quería marcharse al cabo del año, que lo hiciera. Miró a Paula a los ojos y trató de resistirse a la dulce promesa de sus labios y de su cuerpo.


—¿Estás bien, Pedro? —Guadalupe se acercó.


Se dio cuenta de que aún no había pronunciado palabra. Carraspeó y se pasó el dedo por el cuello de la camisa.


—¡Uf! Esta cosa te parte la tráquea en dos. No puedo respirar.


—Pues te queda muy bien —apuntó Guadalupe.


—Tú también estás estupenda —dijo para no ser descortés. En realidad, con Paula allí, apenas se había fijado en Guadalupe.


Paula se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada. Pedro se preguntó qué había hecho.


—¿Con quién vas a la fiesta? —le preguntó a Guadalupe.


—Voy sola. No quiero atarme a ningún hombre cuando va a haber tantos en la fiesta que son un buen partido.


—¿Quieres que te llevemos?


—No, gracias. Voy a llegar tarde, para estar a la moda.


—¿Esperas que yo esté atada a ti toda la noche? —le espetó Paula.


—Llegamos juntos y nos vamos juntos. Cenamos juntos y bailamos el primer y el último baile —Pedro recitó la lista sin respirar. No eran aspectos negociables—. ¿Te parece bien? —tenían que aclararlo antes de salir.


—Me parece bien —contestó ella sin pestañear.


Pedro sintió que volvía a respirar sin dificultad. Pasase lo que pasase iba a conseguir bailar con ella más de dos veces, a abrazarla y a sentirla, sabiendo que nada podía suceder en un sitio público.


—¿Sabías que Pedro va a enfrentarse a Gastón Sears por el puesto de concejal? —preguntó Paula a Guadalupe.


—¿En serio, Pedro? ¡Pero si no estás hambriento de poder!


—No, no lo está —dijo Paula en tono satisfecho—, lo cual lo convierte en el candidato ideal, ¿no te parece?


—Al menos es mejor que Gastón Sears, pero vamos a dejarlo —dijo Guadalupe—. Alégrale el día a Paula y dile que habéis terminado la mudanza.


—Ya está hecha —sus hombres habían llevado las cosas de Pau al piso. Él no los había ayudado, porque cada vez que entraba o se acercaba al garaje y las veía allí, sentía la urgente necesidad de fisgar en ellas para tratar de hallar una pista sobre cómo había pasado Paula los ocho años anteriores. Así que para evitar la tentación, se había llevado a Mel a tomar un chocolate caliente—. Puedes trasladarte al piso mañana mismo si quieres.


Cuando, esa tarde, había metido la camioneta en el garaje sin ver las cosas de Pau, había sentido un enorme vacío en su interior. ¿Por qué? «Porque eres idiota. Porque la sigues deseando», se dijo. Apretó los dientes. Había cometido muchos errores en los últimos años, pero ése precisamente no lo iba a cometer. No volvería a besar a Paula ni le haría el amor. Tenía que pensar en Mel. Su hija la adoraba, lo cual no le parecía bien, ya que quería que Mel la considerara únicamente una amiga. Ya le resultaría difícil que se fuera al cabo de un año como para que encima… Como para que encima, nada.


—Me trasladaré el lunes. Espero que mañana vengan muchos clientes.


—¿Qué tal los nuevos empleados? —le preguntó Pedro.


Paula llevaba cuatro días enseñando a trabajar a las personas que la agencia de empleo de Katoomba le había enviado.


—Tan bien que voy a tomarme el lunes y el martes libres para desempaquetar las cosas y colocarlas. Además, si me necesitan sólo tienen que darme un grito.


—Eso está bien. Ya es hora de que dejes de trabajar tanto y te tomes un par de días de descanso. Como no tengas cuidado, vas a caer enferma.


Paula puso unos ojos como platos y él se metió las manos en los bolsillos con un bufido. Había sido un comentario demasiado personal.


Guadalupe arqueó una ceja mirando a Pau. Esta apretó los labios e hizo un movimiento negativo con la cabeza. Pedro se ajustó la corbata. Le apretaba mucho más que al salir de su casa.


—Sigue habiendo la misma atracción entre vosotros —dijo Guadalupe riéndose.


Pedro creyó que se iba a ahogar y a Paula se le salieron los ojos de las órbitas.


—Por cierto —dijo ella cambiando de tema—, ¿hay calefacción en el ayuntamiento? ¿O me pongo algo más abrigado, de manga larga?


—¡No te cambies! —se apresuró a exclamar Pedro. Carraspeó al ver la expresión de triunfo de Guadalupe—. Hace mucho calor en el ayuntamiento. Te alegrarás de llevar manga corta cuando comience el baile.


—De acuerdo. Voy a por el chal y el bolso y nos marchamos.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 31

 


Paula subió al coche de Pedro exactamente a las cinco y cuarto.


—Hola.


—Hola.


Eso fue todo lo que se dijeron hasta que, aproximadamente tres minutos después, llegaron a Rose Cottage y Pedro apagó el motor.


Ella lo miró boquiabierta y luego miró la casa.


—¿La has comprado?


Cuando era una adolescente, Paula había deseado tener aquella casa de una sola planta, amplias terrazas, jardines… Le parecía el ideal de casa familiar. Y se lo seguía pareciendo. ¿Y Pedro era su dueño? Era evidente que debían de irle muy bien las cosas para haberla podido comprar.


—Así es —contestó él. Su cara carecía de expresión—. Tus cosas están allí —le señaló el garaje.


¿No iba a invitarla a entrar en la casa? Lo miró y se dio cuenta de que no tenía intención de hacerlo. Se tragó su desilusión y su dolor.


—¿Vamos a buscar lo que necesitas?


Entraron en el garaje. Sus cosas estaban a la izquierda y apenas ocupaban sitio.


—Lo único que necesito es… —se interrumpió bruscamente y se dirigió en dirección contraria.


—Pau, tus cosas están aquí.


Lo oyó, pero no se detuvo hasta llegar adonde había muebles de madera hechos a mano, escritorios, mesas de café, cómodas… Se quedó maravillada ante la destreza, la atención a los detalles y la perfección de cada pieza.


—¿Los has hecho tú?


—Sí.


A Paula no le hicieron falta explicaciones. Comprendió inmediatamente que se había dedicado a eso al dejar el dibujo y la pintura.


—No has abandonado el arte, Pedro, sino que has cambiado de dirección. Estos muebles son sorprendentes, muy hermosos —se arrodilló ante un botellero y acarició la madera—. Los vendes en Sidney, ¿verdad?


—Sí.


—Hace un par de años vi un mueble parecido —se incorporó. Si hubiera sabido que lo había fabricado Pedro, habría hecho lo imposible por comprarlo—. Estuve yendo a la tienda durante una semana, a la hora de comer, a mirarlo.


—¿Lo compraste?


—No. Por aquel entonces, no podía permitirme ese gasto —percibió su desilusión—. Ten en cuenta que tardé una semana entera en convencerme de que tenía que ser razonable. Si en vez de un botellero hubiera sido esta magnífica librería —añadió mientras se desplazaba hasta la siguiente pieza—, estaría llena de deudas. Por eso me voy a alejar de ella despacio y sin mirar atrás.


Por fin, él sonrió.


—¡Mis cosas! —recordó de repente el motivo de estar allí—. Las agarro y te dejo en paz.


Él no le dijo que se lo tomara con calma ni se ofreció a mostrarle las demás maravillas que había en el garaje. Paula pensó que había sido una tonta al haber esperado que lo hiciera.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 30

 


El lunes a las ocho de la mañana, al entrar en la librería, Paula encontró a Pedro sentado en el mostrador comiéndose una galleta.


—Hola, Paula.


¿Qué hacía allí? ¿No debería estar trabajando en el piso de arriba? De pronto se dio cuenta de que no había ruido de martillos ni de sierras.


—¿Ya está terminado el piso?


—Entre hoy y mañana le daremos los últimos toques, y luego podrán venir a pintar y a poner la moqueta.


Paula fue detrás del mostrador a dejar el bolso y trató de que el olor de Pedro no la aturdiera, pero era demasiado evocador, demasiado tentador. Le recordó el beso, aquel breve beso de agradecimiento que la había abrasado. «Olvídate del beso», se dijo.


—¿Querías algo?


Los ojos de Pedro se oscurecieron, y Paula sintió la boca seca. Él se bajó del mostrador y se dirigió hacia ella como el cazador que persigue a la presa. Su mirada era tan intensa… Por Dios, ¡no iría a besarla otra vez! Quiso salir corriendo, pero las piernas no le respondieron. Él le agarró la mano y… le puso una bolsa de papel en ella.


—Pensé que querrías una.


¿Una qué? Paula miró en el interior de la bolsa. Eran galletas. La bolsa estaba llena de ellas.


—Hay más de una docena —dijo ella.


—No recordaba cuáles te gustaban más.


Paula estuvo a punto de llamarle mentiroso. Pero ¿quién sabía cuántas cosas habría olvidado en ocho años?


—No quiero galletas —dijo ella. Lo que quería es que Pedro se marchara, su presencia la alteraba. Dejó la bolsa en el mostrador—. ¿Por qué estás aquí, Pedro? ¿Qué quieres?


—Darte las gracias por tus consejos sobre Melly y por hacerme volver a dibujar.


Paula pensó que ya se lo había agradecido con un beso, y no deseaba ese tipo de agradecimiento. Pero el corazón se le aceleró ante la idea de que se repitiera.


—Creo que he comenzado a recuperar la confianza de Mel.


—Si tenemos en cuenta cómo transcurrió el sábado, creo que estás en lo cierto —y se alegraba por él. Por Melly, se corrigió. Bueno, por los dos, pero más por Melly.


—Oye, Paula, he estado pensando…


Algo en su tono hizo que a Paula se le secara la boca.


—¿En qué?


—¿Y si no te marcharas de aquí dentro de un año? —al ver que ella lo miraba boquiabierta, alzó las manos—. Escúchame antes de empezar a discutir. ¿Y si abrieras la galería en la montaña? Tiene dos ventajas con respecto a la ciudad: un alquiler más bajo y que acudirían los turistas.


—Hay más turismo en Sidney —señaló ella.


—Pero sólo acudirán si la galería está situada en el puerto o en sus alrededores. Y no te lo puedes permitir desde el punto de vista económico. Además, si te instalas por aquí, estarás cerca de la librería, y llegar a Sidney es fácil los días en que tengas que ir al salón de tatuaje. Si lo piensas, es totalmente lógico.


—¡No lo es!


—Claro que sí. Además, Paula, Clara Falls necesita a gente como tú.


—Está claro que tienes el cerebro lleno de serrín —dijo ella después de volverlo a mirar boquiabierta. Cruzó la tienda para ir a la cocina—. ¿Gente como yo? —bufó—. ¿En qué mundo vives?


—Gente a quien no le importe trabajar mucho —dijo Pedro siguiéndola.


—Estás atribuyéndome cualidades que no tengo —comenzó a preparar café.


—Creo que no.


Ella no lo miró a los ojos. Tras unos instantes de vacilación, levantó una taza interrogándolo sin palabras. Los buenos modales exigían ofrecerle un café. Al fin y al cabo, él había traído las galletas.


—Sí, gracias —dijo él, y no añadió nada más mientras ella lo preparaba. Cuando se lo sirvió, continuó hablando—: Clara Falls te necesita, Paula.


—Pero yo no necesito este pueblo.


—Creo que te equivocas. Me parece que lo necesitas tanto como antes. Creo que sigues buscando la misma seguridad y la misma aceptación por parte de los demás que cuando eras una adolescente.


Ella dejó la taza con cuidado sobre la mesa porque lanzársela a Pedro sería de mala educación, además de peligroso.


—No sabes lo que dices.


—Puede que no quieras reconocerlo, pero sabes que tengo razón. Frida también lo sabía y por eso quería que volvieras.


Oír el nombre de su madre fue como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Quiso marcharse, pero, debido al poco espacio que había en la cocina, para hacerlo tendría que pasar al lado de Pedro, y si él trataba de impedir que se fuera, acabarían frente a frente con sus cuerpos tocándose. Y no se iba a arriesgar a que eso sucediera.


—¿Cómo sabes lo que pensaba mi madre? —al ver que él bajaba la vista, cayó en la cuenta—. ¿Estuvisteis hablando de mí a mis espaldas?


—Nos habría gustado decírtelo a la cara, Paula, si te hubieras molestado en volver.


Se sintió invadido por la culpa y el arrepentimiento. Dejó la taza y dio un paso hacia ella. Paula agarró la suya con fuerza y la puso delante de sí indicándole que se la echaría encima si daba un paso más.


—¡Ni se te ocurra! —si él la tocaba, se echaría a llorar. Y no estaba dispuesta a hacerlo. Al ver que Pedro retrocedía, añadió—: Sé que soy responsable de la muerte de mi madre. Restregármelo por las narices no me parece muy amable.


—¿Qué dices? ¡No tienes la culpa de que Frida se suicidara!


Ella se dio cuenta de que lo decía en serio. Alzó la barbilla. Le daba igual lo que Pedro creyera. Ella sabía la verdad.


—No quiero hablar de ello, Pedro. Y, sinceramente, y no te ofendas, todo lo que digas no va a servir para nada.


—¿Cuánto tiempo vas a seguir dejando que ese peso te hunda? Muy bien, no hablaremos de tu madre, pero sí de Clara Falls y de la posibilidad de que te quedes aquí.


—No hay ninguna posibilidad. No voy a quedarme, así que déjalo ya.


—No te estás dando ninguna oportunidad, ni al pueblo tampoco. ¿Es eso justo?


¿Justo? No tenía nada que ver con la justicia, sino con superar el pasado.


—¿Has venido a salvar la librería de tu madre o a arruinarla?


¿Cómo podía hacerle esa pregunta?


—Tienes que relacionarte con la gente de aquí, si quieres salvarla, aunque sólo te quedes un año. La feria es un buen comienzo. Y has hecho un buen trabajo con los carteles.


¿Quién le había hablado de la feria y de los carteles?


—Pero tienes que demostrar a la gente que ya no eres la rebelde de hace unos años.


Tenía razón. Aunque le costara admitirlo, Pedro tenía razón.


—Tienes que demostrar que has madurado, que eres digna de confianza y una eficiente mujer de negocios.


Ella se pasó las manos por el pelo para ayudarse a pensar. Pero al ver cómo la miraba Pedro, deseó no haberlo hecho. La asaltaron los recuerdos. Recordó cómo él le masajeaba la cabeza, lo relajante y seductor que le resultaba. Y ser una persona digna de confianza y una eficiente mujer de negocios no parecía servirle de defensa.


—El baile anual con motivo de la cosecha es el sábado que viene. Te reto a que vayas conmigo.


Pedro se cruzó de brazos y la miró con ojos brillantes. Paula pensó que estaba para comérselo. Trató de centrarse en lo que le acababa de decir. ¿Por qué quería llevarla al baile?


—¿Por qué?


—En primer lugar, porque volverá a introducirte en la comunidad, pero también porque se me ha ocurrido que, aunque esté muy bien que te sermonee para que te quedes en Clara Falls y lo conviertas en un sitio mejor, también yo debería hacerlo. Creo que ya es hora de que el señor Sears tenga un rival para el puesto de concejal, ¿no te parece?


—¿Vas a presentarte a concejal?


—Sí.


Que la vieran con él en el baile sería una declaración de lo que creía y de la clase de pueblo que deseaba que fuera Clara Falls. Ir al baile también contribuiría a acallar los rumores sobre tráfico de drogas y demás.


—Si fuéramos juntos al baile, sería por cuestión de negocios, ¿verdad? —aunque había dejado clara su postura el sábado anterior, que el pasado no se repetiría, quería insistir por si él no lo había entendido.


—Por supuesto —contestó él con el ceño fruncido—. ¿Por qué si no?


—Por nada —quería salvar la librería de su madre. Tenía que hacerlo—. Acepto el reto —dijo extendiendo la mano.


Él se la estrechó y la besó en la mejilla, inundándola con su aroma y su calor.


—Muy bien. Te recogeré el sábado a las siete.


—De acuerdo —dijo ella soltándose—. ¡Ah! Necesito algunas de mis cosas —ropa formal y zapatos de tacón, para empezar.


—¿Quieres que te lleve esta tarde a mi casa, después del trabajo, para que recojas lo que necesites?


—¿Estás seguro? ¿No estás ocupado?


—No, y ya he hablado con Carmen para que se quede con Mel un par de horas.


¿Tan seguro estaba de que le diría que sí?


—Gracias —se moría de curiosidad por ver dónde vivía Pedro. Aunque no tuviera nada que ver con ella, por supuesto.


—Te recogeré a la cinco y cuarto —y, sin añadir nada más, se marchó.


Paula se acarició la mejilla. Seguía sintiendo sus labios. Se dijo que sólo era un acuerdo de negocios. Sólo eso.