Paula subió al coche de Pedro exactamente a las cinco y cuarto.
—Hola.
—Hola.
Eso fue todo lo que se dijeron hasta que, aproximadamente tres minutos después, llegaron a Rose Cottage y Pedro apagó el motor.
Ella lo miró boquiabierta y luego miró la casa.
—¿La has comprado?
Cuando era una adolescente, Paula había deseado tener aquella casa de una sola planta, amplias terrazas, jardines… Le parecía el ideal de casa familiar. Y se lo seguía pareciendo. ¿Y Pedro era su dueño? Era evidente que debían de irle muy bien las cosas para haberla podido comprar.
—Así es —contestó él. Su cara carecía de expresión—. Tus cosas están allí —le señaló el garaje.
¿No iba a invitarla a entrar en la casa? Lo miró y se dio cuenta de que no tenía intención de hacerlo. Se tragó su desilusión y su dolor.
—¿Vamos a buscar lo que necesitas?
Entraron en el garaje. Sus cosas estaban a la izquierda y apenas ocupaban sitio.
—Lo único que necesito es… —se interrumpió bruscamente y se dirigió en dirección contraria.
—Pau, tus cosas están aquí.
Lo oyó, pero no se detuvo hasta llegar adonde había muebles de madera hechos a mano, escritorios, mesas de café, cómodas… Se quedó maravillada ante la destreza, la atención a los detalles y la perfección de cada pieza.
—¿Los has hecho tú?
—Sí.
A Paula no le hicieron falta explicaciones. Comprendió inmediatamente que se había dedicado a eso al dejar el dibujo y la pintura.
—No has abandonado el arte, Pedro, sino que has cambiado de dirección. Estos muebles son sorprendentes, muy hermosos —se arrodilló ante un botellero y acarició la madera—. Los vendes en Sidney, ¿verdad?
—Sí.
—Hace un par de años vi un mueble parecido —se incorporó. Si hubiera sabido que lo había fabricado Pedro, habría hecho lo imposible por comprarlo—. Estuve yendo a la tienda durante una semana, a la hora de comer, a mirarlo.
—¿Lo compraste?
—No. Por aquel entonces, no podía permitirme ese gasto —percibió su desilusión—. Ten en cuenta que tardé una semana entera en convencerme de que tenía que ser razonable. Si en vez de un botellero hubiera sido esta magnífica librería —añadió mientras se desplazaba hasta la siguiente pieza—, estaría llena de deudas. Por eso me voy a alejar de ella despacio y sin mirar atrás.
Por fin, él sonrió.
—¡Mis cosas! —recordó de repente el motivo de estar allí—. Las agarro y te dejo en paz.
Él no le dijo que se lo tomara con calma ni se ofreció a mostrarle las demás maravillas que había en el garaje. Paula pensó que había sido una tonta al haber esperado que lo hiciera.
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