viernes, 20 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 32

 


Cuando Paula le abrió la puerta a Pedro el sábado por la tarde, éste se quedó boquiabierto ante el largo vestido de color púrpura que llevaba y juró que en su vida había visto nada más perfecto. La prenda cubría las líneas de su cuerpo con pliegues estilo griego y se ceñía bajo el pecho con un broche. Desprendía elegancia y atracción. Pedro sintió unos inmensos deseos de acariciar a Paula.


—Hola, Pedro.


Guadalupe lo saludó desde el pasillo, lo cual hizo que se diera cuenta de que Paula y él aún no habían dicho ni una palabra. Se percató del sonrojo de ella, de cómo le brillaban los ojos y se sintió invadido de deseo. Si estuvieran solos, la llevaría contra la pared, apoyaría su cuerpo en el de ella hasta ajustarse a sus deliciosas curvas y saciaría su deseo en el húmedo brillo de sus labios.


¡No, no haría semejante cosa! «Contrólate, hombre. Esto es un acuerdo de negocios», se dijo. Quería ayudar a Pau como ella lo había ayudado, demostrarle que Clara Falls era algo más que el señor Sears y su conservadurismo, que viera que tenía cosas buenas, como lo había visto Frida. Si después quería marcharse al cabo del año, que lo hiciera. Miró a Paula a los ojos y trató de resistirse a la dulce promesa de sus labios y de su cuerpo.


—¿Estás bien, Pedro? —Guadalupe se acercó.


Se dio cuenta de que aún no había pronunciado palabra. Carraspeó y se pasó el dedo por el cuello de la camisa.


—¡Uf! Esta cosa te parte la tráquea en dos. No puedo respirar.


—Pues te queda muy bien —apuntó Guadalupe.


—Tú también estás estupenda —dijo para no ser descortés. En realidad, con Paula allí, apenas se había fijado en Guadalupe.


Paula se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada. Pedro se preguntó qué había hecho.


—¿Con quién vas a la fiesta? —le preguntó a Guadalupe.


—Voy sola. No quiero atarme a ningún hombre cuando va a haber tantos en la fiesta que son un buen partido.


—¿Quieres que te llevemos?


—No, gracias. Voy a llegar tarde, para estar a la moda.


—¿Esperas que yo esté atada a ti toda la noche? —le espetó Paula.


—Llegamos juntos y nos vamos juntos. Cenamos juntos y bailamos el primer y el último baile —Pedro recitó la lista sin respirar. No eran aspectos negociables—. ¿Te parece bien? —tenían que aclararlo antes de salir.


—Me parece bien —contestó ella sin pestañear.


Pedro sintió que volvía a respirar sin dificultad. Pasase lo que pasase iba a conseguir bailar con ella más de dos veces, a abrazarla y a sentirla, sabiendo que nada podía suceder en un sitio público.


—¿Sabías que Pedro va a enfrentarse a Gastón Sears por el puesto de concejal? —preguntó Paula a Guadalupe.


—¿En serio, Pedro? ¡Pero si no estás hambriento de poder!


—No, no lo está —dijo Paula en tono satisfecho—, lo cual lo convierte en el candidato ideal, ¿no te parece?


—Al menos es mejor que Gastón Sears, pero vamos a dejarlo —dijo Guadalupe—. Alégrale el día a Paula y dile que habéis terminado la mudanza.


—Ya está hecha —sus hombres habían llevado las cosas de Pau al piso. Él no los había ayudado, porque cada vez que entraba o se acercaba al garaje y las veía allí, sentía la urgente necesidad de fisgar en ellas para tratar de hallar una pista sobre cómo había pasado Paula los ocho años anteriores. Así que para evitar la tentación, se había llevado a Mel a tomar un chocolate caliente—. Puedes trasladarte al piso mañana mismo si quieres.


Cuando, esa tarde, había metido la camioneta en el garaje sin ver las cosas de Pau, había sentido un enorme vacío en su interior. ¿Por qué? «Porque eres idiota. Porque la sigues deseando», se dijo. Apretó los dientes. Había cometido muchos errores en los últimos años, pero ése precisamente no lo iba a cometer. No volvería a besar a Paula ni le haría el amor. Tenía que pensar en Mel. Su hija la adoraba, lo cual no le parecía bien, ya que quería que Mel la considerara únicamente una amiga. Ya le resultaría difícil que se fuera al cabo de un año como para que encima… Como para que encima, nada.


—Me trasladaré el lunes. Espero que mañana vengan muchos clientes.


—¿Qué tal los nuevos empleados? —le preguntó Pedro.


Paula llevaba cuatro días enseñando a trabajar a las personas que la agencia de empleo de Katoomba le había enviado.


—Tan bien que voy a tomarme el lunes y el martes libres para desempaquetar las cosas y colocarlas. Además, si me necesitan sólo tienen que darme un grito.


—Eso está bien. Ya es hora de que dejes de trabajar tanto y te tomes un par de días de descanso. Como no tengas cuidado, vas a caer enferma.


Paula puso unos ojos como platos y él se metió las manos en los bolsillos con un bufido. Había sido un comentario demasiado personal.


Guadalupe arqueó una ceja mirando a Pau. Esta apretó los labios e hizo un movimiento negativo con la cabeza. Pedro se ajustó la corbata. Le apretaba mucho más que al salir de su casa.


—Sigue habiendo la misma atracción entre vosotros —dijo Guadalupe riéndose.


Pedro creyó que se iba a ahogar y a Paula se le salieron los ojos de las órbitas.


—Por cierto —dijo ella cambiando de tema—, ¿hay calefacción en el ayuntamiento? ¿O me pongo algo más abrigado, de manga larga?


—¡No te cambies! —se apresuró a exclamar Pedro. Carraspeó al ver la expresión de triunfo de Guadalupe—. Hace mucho calor en el ayuntamiento. Te alegrarás de llevar manga corta cuando comience el baile.


—De acuerdo. Voy a por el chal y el bolso y nos marchamos.





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