sábado, 21 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 35

 


Paula se quedó parada en la puerta del piso de arriba jugueteando con la llave en la mano. Trató de calmar los latidos de su corazón y de recuperar el aliento. Con un movimiento de impaciencia, introdujo la llave en la cerradura, pero no la giró. Comenzó a retorcerse las manos.


Se había inventado todo tipo de excusas siempre que Pedro le había preguntado si quería echar un vistazo al piso. Y lo mismo había hecho cuando le pusieron la moqueta, las persianas y las lámparas. No podía seguir poniendo excusas. ¿Qué diría Guadalupe si seguía posponiendo la mudanza? «No quiero entrar en el lugar donde mi madre perdió la esperanza», pensó. Siguió sin moverse.


—Hola, Pau.


Se dio la vuelta de un salto mientras se llevaba la mano al corazón.


—¡Pedro! —tragó saliva—. No te he oído llegar.


Él estaba dos escalones más abajo del descansillo. Los escalones eran de madera y crujían, por lo que debería haberlo oído subir. Pedro miró la puerta cerrada y luego la miró a ella.


—¿Estás bien?


—Por supuesto.


—Entonces ¿qué haces?


—Iba a entrar.


Pedro llevaba un gran paquete en la mano. Ella se preguntó qué sería y qué hacía allí con él. Se sintió más animada al pensar que tal vez no hubiera terminado de trabajar todavía en el piso, lo cual le daría una excusa para volver corriendo a casa de Guadalupe.


—Es un regalo por la inauguración del piso —le explicó Pedro mientras señalaba el paquete.


—Eres muy amable, pero no era necesario que te molestaras.


—No es ninguna molestia. Además, quería hacerlo.


Sus ojos brillaron durante un instante y ella recordó con total claridad el tacto de su mano cuando se la había puesto en el abdomen el sábado por la noche, su aliento en el cuello.


—¿No abres?


—Desde luego —respondió ella, pero no lo hizo.


—Ya sabía que había un problema para que te negaras a ver el piso poniendo todo tipo de excusas —dijo él mientras subía los dos escalones que los separaban.


—No había ningún problema. Me fiaba de tu trabajo.


—Tu madre no murió ahí dentro, Pau.


—¡Ya lo sé! —había muerto más tarde, en el hospital—. Ya te he dicho que no pasa nada.


—Muy bien. Si te parece, puedo tomarte en brazos y llevarte dentro…


¡No, por Dios! No quería que la tocase. Pero una voz interior le susurró lo contrario. Bueno, pues no quería lo que eso podría producir. «¿Estás segura?», se preguntó.


—O puedo cubrirte las espaldas mientras entras.


Eso tampoco la entusiasmaba.


—O puedo entrar yo primero.


Ella lo miró a los ojos. No había dicho lo que era obvio: qué podía marcharse. Debería decírselo ella.


—Si entro primero, te puedo enseñar el piso y mostrarte lo que mis hombres y yo hemos hecho para que te quedes admirada ante las mejoras.


—Me parece bien.


—Pero quiero que seas tú quien abra la puerta, Paula.


Ella tragó saliva. Pedro la miró fija y pacientemente a los ojos. Ella no dirigió la vista a la puerta, sino que no dejó de mirarlo para absorber toda su fuerza y calidez. Con manos temblorosas, abrió la puerta. Él sonrió y ella deseó poder hacer lo mismo. Pedro se adelantó, la tomó de la mano y la introdujo en el piso.


—Ésta es la única puerta de entrada y salida. Así que, si se declara un incendio y estás en el otro extremo, tendrás que salir por la ventana para alcanzar el toldo de la tienda y saltar desde allí a la calle.


—Como si fuera Tarzán —masculló ella.


Él sonrió, y aunque ella no pudo hacer lo mismo, disminuyó parte de la opresión que sentía en el pecho. Pedro señaló a la izquierda.


—Hemos hecho el cuarto de baño nuevo.


—Muy bonito —aseguró ella mientras le echaba un vistazo.


—Ésta es la cocina, que también hemos tirado y construido de nuevo.


—Está muy bien —Pedro y sus hombres habían hecho un buen trabajo.


Él tiró de ella para subir los tres escalones que llevaban al enorme comedor y sala de estar, la condujo al centro y la soltó de la mano. Paula dio una vuelta completa sobre sí misma. A pesar de que todas sus cajas estaban allí, se hizo una idea de lo espacioso que era. Perfecto para cenar con amigos. Sintió que la tensión que experimentaba disminuía un poco más.


—¿Por qué no sigues viéndolo tú?


Ella asintió y se dirigió a un corto pasillo que daba a los dos dormitorios: uno pequeño a la izquierda y uno grande y luminoso donde estaban la cama, el armario y la cómoda.


La luz entraba a raudales por las dos ventanas. Miró por una de ellas: la vista era la calle principal de Clara Falls con las montañas al fondo.


Su madre había vivido en aquel piso sin calefacción y con la madera del suelo podrida en un extremo del cuarto de estar debido a una gotera del tejado, por no hablar del estado del suelo de la cocina y el cuarto de baño. Sin embargo, a su madre le habría parecido un precio pequeño por tener aquella vista. También le habrían encantado las paredes forradas de madera. Habría sido feliz allí.


Paula experimentó una enorme sensación de alivio. Se arrodilló ante la ventana, levantó la cara hacia el sol y murmuró una oración de agradecimiento. No había querido subir antes al piso porque temía que la desesperación que sintió su madre permaneciera en las habitaciones para acosarla, hacerle reproches y minar su fuerza y determinación. Incluso aquella mañana, después de llamar por teléfono a Ricardo para ponerle al corriente de las amenazas del señor Sears, había estado remoloneando por la librería hasta que el personal consiguió que se fuera prometiéndole que la avisarían si la necesitaban.


Pero no había nada en el ambiente que la ahogara, que la castigara por no haber vuelto antes a casa ni que le reprochara haber abandonado a su madre. Abrió los ojos. La luz del sol brillaba en la ventana y el piso olía a limpio y estaba lleno de promesas de futuro.


Se incorporó llena de energía. Tenía que desembalar las cajas. Pedro no la había seguido y el sonido de la puerta principal le indicó que se acababa de marchar. Él se había dado cuenta de los demonios que la perseguían y la había ayudado a hacerles frente. Y luego se había ido.


¡El regalo!


Corrió a la sala de estar y abrió el paquete. Se le hizo un nudo en la garganta. Le había regalado el botellero que tanto le había gustado al verlo en su garaje. Con mano temblorosa acarició la suave madera.


—Gracias —murmuró.



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