sábado, 21 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 34

 


Paula volvió y se sentó al lado de Pedro. El resto de las parejas bailaba. Paula tragó saliva: esperaba que él no volviera a sacarla a bailar. No sabía cuánto más podría resistir, sobre todo en aquellos momentos, cuando habían bajado las luces.


—¿Te diviertes?


—Sí —respondió ella con sinceridad—. Es estupendo volver a ver a la gente.


—No lleva alcohol —dijo él ofreciéndole una copa de ponche—. Sé que trabajas mañana.


—Gracias —no agarró la copa porque, de repente, se sintió sin fuerzas. Pedro parecía tan seguro y… masculino con aquel traje. Su cuerpo se había vuelto más musculoso, y sus hombros, más anchos. Y seguía provocando en ella un profundo deseo, como siempre había hecho.


Esperaba que no insistiera en que se quedara en Clara Falls para siempre. No funcionaría.


—Ya veo que has hablado con todo el mundo —dijo él sin sonreír.


—¿Es un cumplido? —preguntó ella con precaución ante el tono de sus palabras.


—Sí.


—Me estoy divirtiendo, pero esto no es lo mío.


—¿Qué es lo tuyo?


—Salir a tomar una cerveza y una pizza —suspiró con nostalgia.


—Pues no hay nadie en esta sala que crea que preferidas estar en otro sitio. Los has dejado encantados a todos.


—Un milagro, ¿verdad? —observó ella sonriendo—. La chica rebelde ha desarrollado habilidades sociales.


—Debes reconocer que es un gran cambio, Pau. ¿Dónde fuiste cuando decidiste no volver a Clara Falls? ¿Qué hiciste? ¿Cómo has conseguido que se produzca semejante transformación?


Paula se dio cuenta de que llevaba toda la noche esperando a que le hiciera esa pregunta.


—Después de despedirme de mi tía, me fui directamente al aeropuerto. Me marché a Estados Unidos.


—¿Por qué a Estados Unidos?


Había querido huir lo más lejos posible y empezar de nuevo donde no la conocieran. Y necesitaba hacer un gesto simbólico.


—¿Me creerías si te dijera que porque era joven y estúpida?


—Joven, sí —dijo él sonriendo—, pero no estúpida.


—Entré en el aeropuerto sin haber decidido si me iría a Europa o a Estados Unidos. Pedí un billete para el primer vuelo que saliera. Y así acabé en Los Ángeles, prácticamente sin dinero, sin trabajo y sin alojamiento. Así tienes que espabilarte, créeme.


—¿Qué hiciste?


—Tomé una habitación en un lúgubre hotel durante una semana, compré un bloc de dibujo y carboncillos y me pasé los siete días haciendo retratos a los turistas y cobrándoles cinco dólares. Así conocí a Carroll Carson que es el artista del tatuaje más conocido de la Costa Oeste. Se hizo cargo de mí y me propuso que aprendiera a tatuar. Tuve suerte.


Lo miró y experimentó una sensación extraña. Tal vez la señora Lavender tuviera razón al decirle que había hecho lo correcto marchándose de Clara Falls. Si no lo hubiera hecho, se habría pasado la vida viviendo a la sombra de Pedro, agradecida de que quisiera a una inadaptada como ella. Pero ya no lo era: había conquistado su sitio en el mundo y no necesitaba a ningún hombre.


—Fernanda fue una aventura de una noche —Pedro soltó las palabras como si fueran balas, y causaron el mismo impacto.


—¿Una aventura de una noche? —Pau lo miró fijamente y quiso decirle que no era asunto suyo.


—Fue ella quien me dijo lo de Samuel y tú. No estabas, te echábamos de menos, bebimos demasiado y… —se encogió de hombros—. Al día siguiente le dije que había sido un error y que no volvería a suceder.


—¿Cómo se lo tomó? —preguntó ella mientras trataba de comprender lo que Pedro le decía.


—No muy bien.


¿Había estado Fernanda enamorada de Pedro todo el tiempo? Pau se puso enferma al pensarlo.


—¿Por qué me cuentas todo esto? —se levantó temblando.


—Quería que supieras la verdad —Pedro también se puso de pie.


La preocupación que transmitían los ojos de Pedro la envolvió cálidamente, del mismo modo que sus brazos al bailar, cuando el pulso se le había desbocado. Pero no había futuro para los dos juntos. Carecía de sentido preguntarse qué sentiría al apoyar la cabeza en su hombro o al acariciarle el cuello con la cara, deslizar la mano bajo su camisa y trazar el contorno de sus músculos. Sin embargo, aunque no tuviera sentido, no podía dejar de pensar en ello.


—Hola, chicos. ¿Os divertís? —Guadalupe tenía las mejillas encendidas de bailar.


—Mucho —consiguió decir Pau.


—Desde luego —respondió Pedro—. ¿Y tú? Tienes un aspecto espléndido.


—¿Vas a bebértelo? —le preguntó Guadalupe señalando el ponche.


—Todo tuyo —Paula se lo dio.


—Gracias —se lo bebió de un trago—. Mira, allí está Tim Wilder. Nos vemos luego.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro a Paula—. Tienes cara de buscar pelea. ¿Qué he hecho esta vez?


—Es más bien lo que no has hecho; o lo que no has dicho. ¿No estoy atractiva esta noche?


—Sí. ¿Por qué?


—Porque a todas las mujeres que has saludado les has dicho lo guapas o maravillosas que estaban. ¡A todas excepto a mí!


—¿Tanto te importa mi opinión, Pau? —preguntó él con una sonrisa mientras se acercaba a ella.


—Claro que no —contestó ella con brusquedad—. Sólo ha sido un momento de inseguridad femenina.


Trató de pasar a su lado, pero, al hacerlo, él la tomó por la cintura y la apretó de espaldas contra sí. Con exasperante lentitud le acarició el estómago y fue bajando la mano. Ella reprimió un gemido. Si seguía moviendo la mano, si movía aunque sólo fuera el meñique, se derretiría en sus brazos.


—No tienes motivos para sentirte insegura, Paula.


Ella sintió su aliento en la oreja y cerró lo ojos. Sólo la llamaba Paula cuando hacían el amor. Y en los ocho largos años que habían transcurrido, ella no había tenido otro amante. Sintió escalofríos y se puso a temblar, revelando su deseo.


—Pero si empiezo a decirte lo sexy que estás con ese vestido, cómo el peinado te realza los ojos y cómo ante el brillo de tus labios se me hace la boca agua, acabaría diciéndote que quiero arrancarte el vestido y hacerte el amor toda la noche, deprisa y frenéticamente la primera vez, despacio y sensualmente la segunda, observando todos los detalles de tu rostro la tercera.


Ella fue incapaz de decir nada. Había comenzado a jadear suavemente.


—Pero, dadas las circunstancias —añadió él—, no sería sensato —la apretó con más fuerza para que ella no tuviera más remedio que percatarse de su masculinidad presionándole la espalda—. Ardo de deseo por ti, igual que antes, Paula.


Sus dientes le rozaron la oreja. Pau gimió.


—Y siento que el mismo deseo te consume. Siento cómo tiembla tu cuerpo. Quiero llevarte a casa y hacerte el amor. Dime que sí —murmuró— y nos vamos. ¡Dímelo! —le ordenó.


¡Sí! Pasar una noche gloriosa de placer y libertad en brazos de Pedro. ¡Sí! Acariciarlo como sus dedos y labios ardían en deseos de hacerlo, llegar a la cima con él y… No. Retiró los dedos de Pedro de su estómago uno a uno y se separó de él.


—¿Y mañana, Pedro? ¿Y pasado mañana? ¿Qué pasará la próxima vez que me encuentres con otro hombre en una situación que no te puedas explicar? ¿Vas a perder los estribos y a acusarme otra vez de engañarte? No confiabas en mí ni confías ahora —y lo más importante, ella no se fiaba de sí misma. ¿A quién haría sufrir la próxima vez que Pedro le partiera el corazón? Pero no habría próxima vez, ya que no tenía intención alguna de volver a entregárselo. Ningún hombre era digno de esa dase de sufrimiento—. Perdona, pero necesito una copa de ponche —y se dio la vuelta para dirigirse a la mesa de los refrescos. Se sirvió el ponche e iba a dar un sorbo cuando Gaston Sears apareció de repente a su lado.


—Te he buscado por todas partes, Pau.


—¿Y eso, señor Sears? ¿Quería sacarme a bailar?


—No, quería avisarte de que el lunes por la mañana llevaré unos papeles a tu abogado.


—¿Qué papeles? —Paula sintió un nudo en el estómago.


—Seguro que sabes que presté a tu madre cincuenta mil dólares. ¿No te lo dijo? —preguntó con la cara llena de satisfacción—. Sería un descuido de su parte.


—No me lo creo —murmuró Paula. ¿Por qué iba su madre a pedirle dinero prestado?


—Lo necesitaba para comprar la librería. Y ahora voy a reclamar la deuda. Si no me pagas dentro de una semana, la librería será mía.


¡Cincuenta mil dólares! No los tenía. El señor Sears debía de estar mintiendo.


—¿Pasa algo? —preguntó Pedro situándose entre ambos.


—Pronto estará resuelto —dijo el señor Sears echándose a reír mientras se alejaba.


—¿Qué pasa?


—Que el señor Sears quiere crear problemas, como siempre —pero la voz le temblaba.


—¿Y lo ha conseguido?


—Claro que no. Pero ¿por qué no ha sido ésta una noche de pizza y cerveza? —le vendrían bien en aquel preciso instante. La ayudarían a pensar. Y a dormir.


—¿Te encuentras bien, Pau? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Perfectamente.


—Pareces cansada. ¿Quieres que nos marchemos?




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