Paula no pensó en si ya había electricidad en el piso hasta que las sombras comenzaron a envolverla. Miró el interruptor de la pared de la cocina, pero no lo encendió.
Ricardo había llamado una hora antes: la reclamación del señor Sears era legítima. Paula tenía que conseguir cincuenta mil dólares en una semana o perder la librería.
Llamaron a la puerta, y Pau se apresuró a abrir.
—¡Señora Lavender! ¿Qué hace aquí? Entre.
—Vas a destrozarte la vista —la señora Lavender encendió inmediatamente la luz de la cocina—. Eso ya está mejor. No puedo quedarme. Te traigo provisiones.
—No tenía que haberse molestado —dijo Paula conmovida.
—No es ninguna molestia. Sólo es café, un cartón de leche y una barra de pan. Y unos huevos —dijo poniéndolos sobre la mesa—. No trabajes hasta muy tarde y no te olvides de comer.
—No lo haré —le prometió Paula abrazándola—. Gracias —la acompañó a la puerta y después fue a hacerse la cama. Buscó entre sus cosas el despertador, un par de novelas y una foto enmarcada de Frida. Ya parecía que alguien vivía allí.
Observó la habitación con los brazos en jarras y decidió que la cómoda estaría mejor en la pared de enfrente. Trató de moverla, pero sólo consiguió separarla de la pared. Miró el hueco que había quedado entre ambas. Había una tabla caída que debía de haberse desprendido de la pared. La apartó, colocó la cómoda donde quería y fue a examinar los daños.
Pedro le había dicho que la estructura de los dormitorios estaba en buenas condiciones, que lo único que necesitaban era una mano de pintura, moqueta, cortinas y persianas nuevas. Trató de colocar la tabla en su sitio, pero seguía cayéndose. Soltó una maldición. La dejó en el suelo con cuidado y se masajeó las sienes. Era cuestión de orgullo personal: tenía que averiguar cómo colocarla. Tardó cinco segundos en darse cuenta de que necesitaba una linterna y fue a por ella.
Volvió corriendo al dormitorio y examinó la tabla y la pared concienzudamente. Lo que tenía que hacer era… Algo brilló en el hueco. Pau miró con los ojos entrecerrados mientras lo enfocaba mejor con la linterna. ¿Sería una lata de galletas de Navidad? Vaciló antes de introducir la mano en el hueco. «¿Y si toco algo negro y peludo?», pensó.
Agarró la lata, la sacó y la dejó en el suelo mientras la miraba atentamente.
—Estaría bien que contuvieras cincuenta mil dólares —murmuró. Pasó la mano por la tapa, que no tenía polvo. Iluminó el hueco de la pared con la linterna y vio que estaba lleno de polvo. Se puso de pie, agarró la lata y fue a prepararse un café.
—¿Sabes que, si esto fuera una novela, encontraría cincuenta mil dólares en tu interior? Y como estamos encima de una librería… —dejó la taza y atrajo la lata hacia sí—. Con la suerte que tengo, será una bomba —rezongó. Levantó la tapa, miró en el interior y sonrió.
Había cartas dirigidas a Frida Harper, atadas con una cinta rosa y con olor a rosas.
—¡Ay, mamá! —suspiró—. ¿Quién se hubiera imaginado que en el fondo eras una romántica? —desató la cinta y tomó la primera carta. «Mi amada Frida», leyó. ¡Qué hermoso! Se llevó la mano al corazón. Dio la vuelta a la carta para ver quién la firmaba y… ¡No!
Dejó la carta y comprobó la firma de todas las demás, que era la misma. Se pellizcó y luego se echó a reír. Se puso en pie de un salto y comenzó a bailar.
—¡Hemos salvado la librería, mamá!
En la lata no había cincuenta mil dólares, sino cartas de amor dirigidas a su madre y escritas por Gaston Sears. Si su contenido se daba a conocer, la credibilidad del señor Sears quedaría destrozada para siempre en el pueblo.
Agarró la lata y las cartas y bajó corriendo a la librería para dirigirse a la pared donde estaba el retrato de su madre, que aún no había acabado. No podía.
—¡Mira! —le dijo mostrándole las cartas—. No sé si pretendías que las encontrara, pero como no las destruiste… No han podido aparecer en mejor momento. Puedo salvar la librería con ellas —por primera vez pudo sonreír al retrato. Comenzó a leer las cartas a su madre—. Yo debía de tener once años cuando recibiste ésta —pero a medida que continuó leyendo, su euforia comenzó a disminuir. Al acabar la tercera, se sentó en el suelo—. Debió de quererte mucho.
Su júbilo se transformó en compasión. Cerró la lata muy despacio, se la llevó al pecho y la abrazó. Así la encontró Pedro media hora después.
—¿Molesto?
—No —se puso la lata en el regazo.
—He visto que había luz y me he acordado de que no te había devuelto la llave.
Ella lo miró a la cara mientras se sentaba a su lado y soltó un bufido de incredulidad ante la excusa que había puesto.
—Ricardo ha hablado contigo, ¿verdad? ¿Es que no hay ética profesional en este pueblo?
—Lo único que me ha dicho es que podrías necesitar a un amigo, nada más.
—Ah.
—Aún no has terminado el retrato de Frida.
—He estado muy ocupada —no podía acabarlo y no sabía por qué. Tuvo la sensación de que él se había dado cuenta de que mentía.
—¿Quieres contarme lo que pasa?
—¿Por qué no? Muy pronto lo sabrá todo el pueblo. Mi madre pidió prestados cincuenta mil dólares a Gaston Sears. Y ahora, él reclama la deuda.
—¡Cincuenta mil dólares! ¿Lo dices en serio?
—Sí, y no tengo ese dinero. Pero tengo una cita con el director del banco mañana por la mañana —se pasó la mano por la cara. No quería pensar en lo que sucedería si el banco se negaba a concederle el crédito.
Pedro le dirigió una mirada compasiva y preocupada que la llenó de un calor inesperado. Era agradable tenerlo allí sentado a su lado. Tal vez Ricardo estuviera en lo cierto en lo de que necesitaba a un amigo. Quizá con el tiempo, y con un gran esfuerzo por su parte para no hacer caso de la atracción que experimentaba hacia él, Pedro y ella lograrían ser amigos.
—Gracias por pasarte a comprobar que estaba bien. Te lo agradezco de verdad.
—De nada —miró la lata en su regazo—. ¿Qué hay ahí?
Sin decir nada, Paula se la pasó y observó su expresión mientras leía la primera carta.
—¡Demonios, Pau! ¿Sabes lo que esto significa? Es tu baza para negociar. Si se las enseñas a Gastón Sears, es indudable que llegará a un acuerdo contigo sobre el préstamo. Son oro puro.
—Sí.
—No vas a usarlas, ¿verdad? —dijo él después de estudiar la expresión de su cara.
—No.
Pedro se recostó en la pared mientras la miraba como si no hubiera oído bien.
—No voy a usarlas para hacerle chantaje —no podía.
Trató de apartar de su mente la idea de ponerse a besar a Pedro en la boca hasta que ninguno de los dos fuera capaz de pensar con claridad.
—¿Por qué no?
—«Mi amada Frida» —leyó tras agarrar una carta—. «Con todo mi amor… Eternamente tuyo» —la volvió a dejar en la lata—. Utilizar eso para hacer chantaje sería profanar algo muy hermoso y no estoy dispuesta. Mi madre no querría que lo hiciera —hizo un gesto hacia el retrato. Quería que su madre se enorgulleciera de ella, no que se avergonzara.
Pedro la miró largo rato. Parecía que un gran peso le hubiera caído sobre los hombros. Apretó la boca y las arrugas en torno a ella y a los ojos se le acentuaron. Se puso pálido y sus ojos se oscurecieron.
—¿Qué te pasa? —le preguntó asustada.
—No me engañaste hace ocho años, ¿verdad? Me equivoqué. Fue una completa equivocación.
—No, no te engañé —acercó las rodillas al pecho y se las abrazó.
No creía que Pedro pudiera palidecer más, pero lo hizo. Quiso consolarlo de alguna manera, pero tuvo miedo. Siempre había sabido que sufriría una conmoción si averiguaba la verdad. Se percató del arrepentimiento, la culpa y el dolor que expresaban sus ojos. Tenía que haberse quedado ocho años antes y luchar por él. No podía cambiar el pasado, pero…
—¿Qué hora es?
—Sólo son las seis y media —dijo él tras mirar el reloj una eternidad.
—¿Tienes el coche ahí fuera? —al ver que asentía, Paula se puso de pie—. Vamos, quiero enseñarte algo.
—¿Adonde vamos? —le preguntó él mientras ponía el coche en marcha.
—A casa de Samuel Hancock.
Pedro volvió la cabeza y la miró, pero no dijo nada. ¿Creería que quería castigarlo? Pau observó la leve sonrisa en su boca y su expresión resuelta. Estaba dispuesto a soportar cualquier cosa.
«Pedro, no quiero hacerte sufrir más. Sólo deseo que lo entiendas y que halles un poco de paz», se dijo Pau.
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