jueves, 29 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 10

 


Paula estaba de vuelta en su cabaña a las diez. Bueno, ahora sólo tenía diez horas más por delante.


Ojalá hubiera aprendido a coser o a pintar. O a hacer punto.


Un proyecto, eso era lo que necesitaba. Iría a una tienda de manualidades en Gloucester. Al día siguiente.


¿Y si iba aquel mismo día…?


Paula recordó el gesto desdeñoso de Pedro. ¡No! Se quedaría allí todo el día. Aguantaría como fuera.


Libros. Compraría un par de libros. Y una radio. Al día siguiente.


Suspirando, volvió a colocar en la cocina la comida que había llevado. Tardó diez minutos. Luego hizo una lista de la compra. Para el día siguiente. Tardó otros diez minutos, pero sólo porque se lo pensó mucho. Después miró alrededor, preguntándose qué podría hacer.


—¡Por favor! —exclamó, impaciente. Tras tomar papel y bolígrafo, se dejó caer sobre el sofá. Si se ponía a pensar qué podía hacer con el resto de su vida en lugar de esperar, seguramente podría vivir esa vida y dejar atrás aquel sitio horrible. Martin y Francisco le perdonarían que hubiese acortado sus vacaciones si se le ocurría un buen plan.


Al principio de la página escribió: ¿Qué quiero hacer con mi vida?


Se le quedó la mente en blanco, de modo que añadió un signo de exclamación. Y un paréntesis.


Nada, no se le ocurría nada. Pero intentó no asustarse. Estaba mirando aquello desde una perspectiva equivocada. Capacidades, tenía que anotar para qué cosas estaba capacitada.


Tenía un certificado como auxiliar de enfermería; sabía bañar enfermos; era capaz de medir y controlar la medicación; podía convencer a un paciente difícil para que comiese.


No. No. No.


Paula tiró el bolígrafo sobre la mesa. No quería volver a hacer ninguna de esas cosas. Tenía que haber algo nuevo, algo más emocionante. Debía de tener algún talento que la empujase hacia su nueva vocación. Como sus hermanos, por ejemplo. Francisco tenía cabeza para los números y por eso era contable. Martin tenía habilidades espaciales y por eso era arquitecto. ¿Y ella…?


Nada.


Paula dejó caer los hombros. No se le ocurría nada para lo que tuviese talento. Salvo para cuidar de gente enferma, gente moribunda. El miedo se agarró a su garganta. No podía hacer eso. Ya no. Había querido mucho a su padre y no lamentaba ni un solo día de los que había pasado cuidando de él, pero…


No podía cuidar de otro paciente con demencia senil. No podía ver morir a otra persona.


Angustiada, se levantó del sofá y empezó a pasearse por la habitación. La grisura de la cabaña la ahogaba por completo. El único color eran las etiquetas de los alimentos que había llevado. Entonces vio un paquete de mezcla para hacer tartas…


¿Qué? ¿Pensaba organizar una fiesta? Quizá no, pero podría hacer una tarta de chocolate… ¿para quién? Paula se mordió los labios. Pedro.


Como agradecimiento por la botella de vino. A lo mejor la invitaba a quedarse y compartirla con él. Además, quería conocerlo un poco mejor, saber cómo podía soportar la soledad de aquel sitio.


Paula dejó a un lado la lista y tomó un bol de la cocina.





miércoles, 28 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 9

 


Pedro se detuvo cuando un alarido que asustó hasta a los pájaros atravesó el bosque. Cuando miró su reloj sacudió la cabeza. Quince minutos. Había aguantado quince minutos. No la había seguido a propósito, claro. No era así. Sólo se había fijado en qué camino tomaba.


No estaba vigilándola ni nada parecido. Él tenía cosas que hacer.


«Sí, pero no hasta la tarde», le dijo una vocecita interior.


A la que él no hizo caso.


Seguramente se habría tropezado con una telaraña o algo así. Pero entonces Molly empezó a aullar y, murmurando una palabrota, Pedro se puso en marcha.


Casi soltó una carcajada cuando llegó a su lado. Paula estaba sobre la rama de un árbol y un varano, una mezcla entre lagarto e iguana típico de la zona, estaba agarrado al tronco del mismo árbol, impidiéndole escapar. Molly, sentada debajo, aullaba como una loca.


—Espero que esté disfrutando del paseo, señorita Chaves.


La rama crujió y él se preparó para sujetarla si fuera necesario.


—¿A usted qué le parece?


—Creo que le gusta asustar a la fauna de esta región.


—¿Asustar? ¿Yo? —Paula señaló acusadoramente al varano y luego volvió a agarrarse a la rama—. Quítelo de ahí.


—No, yo no pienso tocarlo.


—¿A usted también le da miedo?


—Digamos que trato a la fauna nativa con gran respeto.


—Ah, genial. Y de toda la fauna de Eagle's Reach yo he tenido que encontrarme con un dinosaurio en lugar de un koala, ¿no? ¿Hay algún cazador de fauna nativa por aquí?


—No hacen falta.


—¿Y cómo voy a bajar?


Pedro se dio cuenta de que estaba asustada. Y tenía la impresión de que no había dejado de estarlo desde que se había subido a su tendedero el día anterior.


—Salte, yo la agarraré.


—No puedo, me romperé una pierna.


La rama no era tan alta. De hecho, si se agarraba con las dos manos, estaría a un metro del suelo. Pero debía de parecer muy diferente desde su perspectiva.


Ojalá no fuera tan graciosa, pensó Pedro.


Esa idea apareció y desapareció de su cabeza en el tiempo que se tardaba en pestañear.


—Deja de hacer ruido, Molly —gruñó, irritado. La perra había seguido aullando todo el tiempo. Como a la mayoría de las féminas, le gustaba el sonido de su propia voz, pensó.


Paula señaló al varano.


—¿Eso también va a saltar? ¿O a correr detrás de mí?


—No. Éste es su árbol. Aquí es donde se siente seguro.


—¿Y de todos los árboles del bosque yo he tenido que elegir éste precisamente?


—Sí.


—Qué alegría.


Suspirando, Paula se sentó sobre la rama y Pedro la agarró por los muslos.


—No hace falta…


El resto de la frase se perdió cuando se le resbalaron las manos y cayó en sus brazos. Pedro tampoco pudo decir nada porque tenía la cara enterrada entre sus pechos. Los dos respiraban agitadamente hasta que, por fin, sus pies tocaron el suelo.


—Gracias —murmuró Paula, pasándose una mano por el pelo—. Seguramente no hacía falta que me rescatase, pero gracias de todas formas.


—¿Esto se va a convertir en una costumbre?


Esperaba que no. No podría soportarlo. Incluso ahora tenía que luchar contra el deseo de volver a abrazarla. Y eso no le hacía ninguna falta.


—No entra en mis planes, no.


Pedro la quería fuera de su montaña. Ya.


—¿No demuestra esto que Eagle's Reach no es sitio para ti?


—¿Porque me dan miedo los varanos?


—¡Porque te da miedo todo!


—Molly no me da miedo. Ya no. Es que no sabía qué hacer cuando esa cosa empezó a correr detrás de mí.


—Esa cosa es un varano. Y si te vuelve a pasar algo así, corre hacia el lado contrario.


—Muy bien, intentaré recordarlo.


Pedro no quería que recordase nada. Quería que se fuera.


—No sabes cómo protegerte a ti misma.


—Bueno, aún no estoy muerta, ¿no?


—¿Y qué harías si un hombre se lanzara sobre ti? —preguntó Pedro entonces, dándole un empujoncito.


Un segundo después, él estaba en el suelo mirando las hojas de los árboles. Y no tenía ni idea de cómo había llegado allí.


—¿Eso contesta a tu pregunta?


¿Ella lo había empujado?


Sí, se había ganado esa sonrisita de satisfacción. Pero, por alguna razón, a Pedro le entraron ganas de reír.


No, de eso nada. La quería fuera de su montaña.


—Puede que no sea muy fuerte, pero tampoco soy una floja. Sé defenderme de los hombres. Son los perros y los varanos los que me dan miedo.


Pedro giró la cabeza para ver cómo se alejaba, deseando no fijarse en lo bien que le quedaban los vaqueros. Molly le lamió la cara en un gesto de compasión y luego salió trotando tras su nueva amiga.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 8

 


Paula se puso una almohada sobre la cara para ahogar la cacofonía de ruidos. Molly gemía y arañaba la puerta para que la dejara salir. Había pasado la noche durmiendo a sus pies en el sofá-cama y ella había agradecido su compañía. La presencia de la perrita la había hecho sentirse menos sola. Y la noche anterior le había hecho mucha falta.


Pero ahora necesitaba dormir.


Molly seguía arañando la puerta y Paula miró su reloj. ¡Las seis de la mañana! Suspirando, saltó de la cama y la dejó salir. Las kookaburras rieron como si verla les produjese una terrible hilaridad y, sobre su cabeza, se agitaron unas cacatúas blancas y tres cuervos añadieron su ronco graznido. Y eso sin contar al resto de los pájaros que no reconocía en el caos general. ¿Qué era aquello, un santuario para aves?


Paula volvió a entrar en la cabaña y colocó la tetera al fuego para hacerse un café instantáneo. Luego se puso unos vaqueros y una camiseta y salió al porche con la taza para ver cómo empezaba a despertar la mañana.


Muy bien. Eagle's Reach estaba en el fin del mundo, pero no podía negar su belleza. A su izquierda había unos arbustos cubiertos de periquitos orientales libando sus flores y, rodeadas de banksias y eucaliptos, las cinco cabañas al pie de la colina. Directamente delante de ella había una pendiente de hierba de un verde tan brillante que casi parecía dorado bajo el primer sol de la mañana.


Y el aire olía a fresco. En la distancia, el río Gloucester flanqueado por cipreses se abría paso por la base de la colina hasta desaparecer haciendo una curva. Paula sabía que, si seguía el río, llegaría a Martin's Gully y luego, más adelante, a Gloucester, el pueblo más grande de la zona.


De repente, los periquitos levantaron el vuelo y Paula se quedó sola otra vez. Tenía que encontrar algo que hacer, pensó. Y se quedaría en Eagle's Reach el día entero aunque la matase. No iría a Martin's Gully ni a Gloucester. Pedro Alfonso esperaba que hiciera exactamente eso y, por alguna razón, quería demostrarle que estaba equivocado.


A las ocho, se preguntó si esa resolución tenía sentido. Después de desayunar había limpiado la cabaña y ahora…


Nada.


Se hizo otro café y se sentó en el porche. Luego miró su reloj. Las ocho y cinco. Aunque se fuera a la cama muy temprano, aún tenía al menos doce horas por delante.


No debería haber ido allí. Era demasiado pronto para tomarse unas vacaciones. Cualquier tipo de vacaciones. Había enterrado a su padre quince días antes y debería estar en casa, con sus amigos, con su familia. Quizá en aquel momento podría estar fortaleciendo el lazo familiar con Martín y Francisco. Eso tenía que ser más importante que…


—¡Buenos días!


Paula se sobresaltó y unas gotas de café cayeron sobre su camiseta.


Pedro Alfonso.


Su corazón palpitaba con fuerza, pero se dijo a sí misma que era por el susto, no porque él estuviera estupendo con unos vaqueros gastados y una camiseta azul marino que dejaba al descubierto sus bíceps.


—Lo siento. No quería asustarla.


No parecía sentirlo en absoluto. Y si no quería asustar a la gente, no debería ladrar los buenos días como un sargento.


—No pasa nada. Buenos días.


Él no se acercó, no fue a sentarse con ella en el porche. Y Paula intentó decirse a sí misma que le daba igual.


—¿Qué tal ha dormido?


—Bien —mintió ella. Había sido un poco grosera sobre el aspecto de la cabaña la noche anterior y no podía volver a serlo—. Lamento mi falta de entusiasmo anoche… pero había sido un viaje muy largo. Como usted dijo, la cabaña es perfectamente adecuada.


Él parpadeó. De cerca, podía ver que sus ojos eran de un azul precioso, casi azul marino. Pero eso no significaba que quisiera que la diseccionase con ellos.


—¿Qué tal el vino?


Paula sonrió. Podía querer hacerse el antipático, pero las acciones hablaban más alto que las palabras. La noche anterior, tomando una copa de vino, había decidido que Pedro Alfonso tenía un buen corazón. Pero se le había olvidado cómo usarlo.


—Estaba riquísimo.


Tanto que se había tomado la mitad de la botella sin darse cuenta. Y beber ingentes cantidades de alcohol cuando estaba en medio de ninguna parte no podía ser buena idea.


—Fue un detalle. Gracias, señor Alfonso.


Paula esperó que le dijera: «llámame Pedro», pero no tuvo esa suerte. Y cuando él se tocó el ala del sombrero en un gesto que parecía una despedida, se asustó. No quería quedarse sola otra vez.


—Molly es una perrita encantadora —empezó a decir—. También me había equivocado sobre ella. Ha dormido conmigo.


—Ya me he dado cuenta.


—¿Le molesta?


—No, es toda suya.


Le pareció que sus ojos se suavizaban, pero debía de ser su imaginación.


—¿Ha alquilado alguna de las otras cabañas?


—No.


El monosílabo fue el último clavo en el ataúd de su esperanza. Sola. Durante un mes entero.


—¿Y qué hace la gente por aquí?


—¿Hacer? Nada. Ése es el objetivo.


—¿Le apetece una taza de té?


—No.


Paula tragó saliva. ¿No podía haber añadido «gracias»?


—Algunos tenemos trabajo que hacer.


—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?


¿Podría ayudarlo?, se preguntó. Sabía que lo lamentaría después, pero al menos tendría algo que hacer.


—Tengo ganado, señorita Chaves.


—Paula —le recordó ella.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—Puede ir a dar un paseo.


—Ah.


Muy bien. A ella le gustaba pasear. Solía pasear por la playa en su casa, pero no conocía aquel sitio. ¿Y si se perdía? ¿Quién lo sabría? Estaba segura de que Pedro Alfonso no se daría cuenta.


—Hay buenos caminos por aquí. Llevan al río.


¿Caminos? Paula se animó. Podía seguir un camino sin perderse.


—Llévese a Molly.


—Muy bien, gracias… señor Alfonso.


Pero él ya estaba alejándose a grandes zancadas. Paula miró hacia el bosque de eucaliptos que tenía delante y le pareció ver un camino. ¿Un camino? Sonriendo, se levantó, alegrándose de tener un objetivo.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 7

 


Si no hubiera llorado mientras estaba subida al tendedero, Paula lo habría hecho en ese momento. Pero decidió que, por un día, era más que suficiente.


Un mes entero. Tendría que estar allí durante un mes entero. Completamente sola.


Intentó obligarse a sí misma a sonreír mientras miraba de nuevo el interior de la cabaña. Había leído en alguna parte que, si uno sonreía, se animaba de forma automática.


Pues no funcionaba.


Se pasó las manos por la cara. Muy bien, al menos tendría tiempo de pensar qué iba a hacer con el resto de su vida. Y ése era el objetivo de aquellas vacaciones.


Ella no sabía hacer nada más que cuidar de personas enfermas. Y no quería seguir haciéndolo.


Las dudas y las preocupaciones, tan familiares para ella, empezaron a angustiarla. Pero las apartó de su mente. Más tarde. Pensaría en ello más tarde.


Suspirando, se dejó caer en el sofá y dejó escapar un gemido. Era duro como una piedra… como Pedro Alfonso. Era evidente que él no la quería allí. No había ni un gramo de simpatía en aquel cuerpo tan grande. Aunque debía admitir que era un cuerpo bonito. Si se olvidaba de su gesto antipático, podía empezar a imaginar todo tipo de cosas…


¡No, no podía! Además, tampoco podía olvidarse de su gesto antipático. Pedro Alfonso no pensaba que aquel sitio fuera para ella y tenía razón.


Todo un mes.


—¡Para ya!


Su voz hizo eco en la cabaña, recordándole lo sola que estaba. Paula contuvo un escalofrío. Pero estaba cansada, nada más. Y quedarse allí compadeciéndose de sí misma no iba a servir de nada. Una ducha, eso era lo que necesitaba. Luego desharía las maletas y se haría una taza de té. Las cosas siempre se veían mejor con una taza de té.


Pero la ducha no la ayudó en absoluto. Salió del baño secándose el pelo vigorosamente con una toalla y, de repente, se detuvo.


Allí estaba otra vez, ese crujido en la puerta. No la había cerrado con llave…


Paula tragó saliva. No, por favor. Fuera lo que fuera, rezaba para que no tuviera dos manos y pudiese abrir la puerta.


Y que no tuviera la clase de peso corporal que podía tirar una puerta abajo.


«Da un par de palmaditas».


El consejo de Pedro casi la hizo reír. No reír a carcajadas, sino reír en plan histérico. En aquel momento no podría dar una sola palmadita.


—¿Pedro?


A lo mejor era él, pensó. Quizá hubiera vuelto para… no se le ocurría ninguna razón. Había salido prácticamente corriendo después de dejarla allí, el antipático.


Pero daría lo que fuera por que fuese él.


—¿Señor Alfonso?


Le contestó un gemido, seguido de unos arañazos en la puerta.


—¡Molly! —sonrió Paula, saliendo al porche y poniéndose en cuclillas para acariciar al animal—. Qué susto me has dado.


Afortunadamente, Pedro no estaba allí para verlo. Se habría reído de ella y ella se habría muerto de vergüenza.


Luego miró la oscuridad que la rodeaba y tragó saliva. La noche había caído sin que se diera cuenta y no había farolas que rompiesen la total oscuridad.


La puerta de su cabaña estaba de espaldas a la de Pedro, de modo que ni una sola luz penetraba la negra noche. No podía ver la luna, pero había multitud de estrellas en el cielo.


Debería haber sacado las cosas del coche mientras era de día, pensó. No le apetecía nada tropezar en la oscuridad.


Apartando los ojos del glorioso cielo estrellado, bajó la mirada y se encontró con sus maletas colocadas ordenadamente en el porche. ¿Pedro había hecho eso por ella?


Eso era un acto de amistad, de simpatía. De hecho, era un detalle encantador.


No, nadie podría describir a Pedro Alfonso como alguien «encantador».


Entonces vio la cubeta de hielo con la botella de vino blanco y parpadeó, atónita. Eso sí que era un detalle.


Encantador, definitivamente encantador.



martes, 27 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 6

 

Pedro salió a la puerta cuando estaba anocheciendo; tenía la espalda tensa, los labios apretados. Por una vez, no se fijó en el horizonte de color púrpura.


—Ven aquí, Molly.


La perra levantó las orejas, pero no se movió de la cabaña de Paula.


Genial.


—Me da lo mismo —murmuró Pedro.


El prefería estar solo, de modo que Paula Chaves podía quedarse con su perra. Aunque Molly no sería capaz de espantar a una mosca.


En el risco más cercano cantó una kookaburra1 y, un segundo después, otra le contestó.


Esas cabañas no eran para gente como Paula. Eran para hombres como él. Y para hombres que vivían en la ciudad y querían desaparecer ocasionalmente, aunque sólo fuera un fin de semana. Hombres que querían dejar atrás el humo de los coches, el tráfico y la gente. Hombres que querían ver el cielo lleno de estrellas por la noche, respirar aire fresco y sentir la hierba bajo sus pies en lugar del asfalto. Hombres que se contentaban con tomar café y tostadas o cerveza durante un par de días.


Paula no quería eso. Ella quería plantas y baños de espuma. Quería bandejas de marisco fresco y una copa de vino.


Aunque era comprensible. Si acababa de perder a su padre, probablemente necesitaba estar rodeada de gente que la animase, no aquella soledad. Sus hermanos debían de ser idiotas.


Pedro le dio una patada a una piedra. Él no podía ofrecerle baños de espuma y bandejas de marisco fresco.


Una imagen de Paula Chaves en un baño de espuma lo hizo suspirar. En esa fantasía resultaba más que apetecible.


Pedro se pasó una mano por el pelo. Mientras las kookaburras seguían llamándose con ese canto que parecía una risa histérica, miró la cabaña con las manos en las caderas. Pero ya no la imaginaba en la bañera sino en el sofá, llorando.


Y a él no le gustaban las mujeres lloronas.


Un mes. Todo un mes.


Entonces miró su coche. Él no era un portero, pero eso no evitó que sacara dos maletas y una bolsa con comida. Ni que volviera a entrar en su casa para sacar una botella de vino blanco de la nevera, que metió en una cubeta con hielo.


Después de dejarlo todo en la puerta de la cabaña, se inclinó para acariciarle las orejas a Molly.


—Cuida de ella, ¿eh?


La buena educación exigía que fuese a preguntarle cómo estaba… pero lo haría por la mañana. Y, a partir de entonces, sus deberes como buen vecino habrían terminado.


Dacelo es un género de aves coraciiformes de la familia Halcyonidae conocidas vulgarmente como cucaburras. Son aves terrestres pertenecientes al grupo de los martines pescadores propias de Australia y Nueva Guinea.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 5

 


Las palabras de Pedro Alfonso sonaban más bien como: «Vayase de aquí y déjeme en paz». No, no era un hombre simpático.


Pero tenía un cuerpazo. Alto, hombros anchos, atlético. Y no era un ogro. Le había dejado usar su teléfono y le había preguntado por la señora Pengilly.


Paula trotó para ponerse a su lado, mirándolo por el rabillo del ojo. Quizá no tuviera práctica hablando con la gente. Como vivía allí, apartado de todo… pero ella estaba decidida a concederle el beneficio de la duda porque la alternativa era demasiado horrible: no tener absolutamente a nadie con quien hablar.


No, no. Paula intentó contener el miedo. A pesar de su duro exterior, Pedro Alfonso no era mala persona.


«¿En qué pruebas basas esa afirmación?», le preguntó una vocecita interior.


Ella tragó saliva. Le había preguntado por su vecina. Y… y tenía un perro.


No era mucho, ¿verdad?


No, seguramente no.


—¿Usted cuidó de Molly cuando estaba herida?


—Sí.


Un monosílabo, pero levantó el peso que empezaba a instalarse sobre sus hombros.


«¿Lo ves? Tiene buen corazón». Con los perros.


Era algo, al menos.


Al llegar a la cabaña tuvo que disimular su decepción. Cuando Martin y Francisco le habían dicho que se alojaría en una cabaña en medio del bosque, pensó… en fin, no había esperado un hotel de cinco estrellas, pero sí alguna comodidad.


Aquella cabaña era muy básica. Y eso siendo generosa.


—Tiene todo lo que necesita. El sofá es un sofá-cama.


Paula miró alrededor. ¿Dónde estaban las flores? ¿El bol de frutas? ¿La botella de champán? No había alfombras ni cuadros en la pared. El sofá era de color gris y del techo colgaba una bombilla… sin lámpara.


Todo parecía muy limpio, incluso exageradamente limpio. Pero, aparte del sofá, sólo había una mesa y dos sillas de madera. ¿Habría sido tanto esfuerzo poner un mantel y algunos cojines?


—En la cocina tiene de todo.


Había un horno, un frigorífico, un tostador y una tetera. Pero no había té ni café. Ni lavavajillas. Ella no había esperado nada extraordinario, pero…


—¿Tiene cuarto de baño?


Sin decir una palabra, Pedro abrió una puerta en la que no se había fijado. Y Paula no supo si mirar.


Pero cuando asomó la cabeza dejó escapar un suspiro. Había un inodoro y una ducha.


Sin bañera.


Podía despedirse de la aromaterapia con velas y los baños con aceites perfumados.


—¿Qué le parece?


Ella lo miró, atónita. Que pidiese su opinión le parecía tan raro que contestó sin pensar: —Es horrible.


Pedro Alfonso se irguió como si le hubiera dado una bofetada.


—Lo siento, no quería ofenderlo, pero es que… es un servicio, no un baño —dijo Paula, nerviosa—. ¿Todas las cabañas están pintadas del mismo color?


—¿Qué le pasa al color de ésta?


—¡Es gris!


¿No lo veía? ¿De verdad pensaba que el gris le daba un aspecto acogedor? ¿Allí iba la gente a pasar unas vacaciones?


Pedro se cruzó de brazos, irritado.


—Todas las cabañas son idénticas.


De modo que no le quedaba más remedio que alojarse allí.


—Mire, seguramente esto no es lo que usted esperaba, pero en el anuncio sólo se promete lo que hay y…


—Da igual —lo interrumpió ella, cansada. ¿Eso era lo que Martin y Francisco pensaban que se merecía? Paula tuvo que tragar saliva—. Es verdad, tiene todo lo necesario.


El color gris volvió a ser un peso sobre sus hombros.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 4

 


Ella entró a toda velocidad, como si temiera que retirase la oferta, y Pedro se dejó caer sobre los escalones del porche, intentando no escuchar la conversación, intentando no oír cómo le decía a quien fuera que el valle de Gloucester era precioso, que la vista era fabulosa y que la cabaña era genial.


Irritado, se levantó y empezó a pasearse. El valle de Gloucester era precioso y la vista desde su cabaña, fabulosa, sí. Pero tenía la impresión de que no diría lo mismo sobre la cabaña.


Paula reapareció unos minutos después, aunque Pedro esperaba que hubiese estado hablando por teléfono durante una hora. Eso era lo que hacían todas las mujeres, ¿no?


—Gracias.


—¿Cómo está la señora Pengilly?


No podía creer que hubiera preguntado eso. Quizá fuera hora de tomarse unas vacaciones.


Ella sonrió.


—Su hijo Julio vive en Brisbane, pero ha ido a cuidar de ella. Es que tiene diabetes.


—Si han estabilizado sus niveles de azúcar y le han puesto medicación, se pondrá bien —Pedro dijo esas palabras con una facilidad que lo sorprendió a él mismo.


—Eso es —murmuró Paula, sorprendida—. Parece que sabe usted de lo que habla.


—Sí, lo sé.


Pero no pensaba darle más información. Ya le había dado más que suficiente.


—Vamos, la llevaré a la cabaña.