miércoles, 28 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 8

 


Paula se puso una almohada sobre la cara para ahogar la cacofonía de ruidos. Molly gemía y arañaba la puerta para que la dejara salir. Había pasado la noche durmiendo a sus pies en el sofá-cama y ella había agradecido su compañía. La presencia de la perrita la había hecho sentirse menos sola. Y la noche anterior le había hecho mucha falta.


Pero ahora necesitaba dormir.


Molly seguía arañando la puerta y Paula miró su reloj. ¡Las seis de la mañana! Suspirando, saltó de la cama y la dejó salir. Las kookaburras rieron como si verla les produjese una terrible hilaridad y, sobre su cabeza, se agitaron unas cacatúas blancas y tres cuervos añadieron su ronco graznido. Y eso sin contar al resto de los pájaros que no reconocía en el caos general. ¿Qué era aquello, un santuario para aves?


Paula volvió a entrar en la cabaña y colocó la tetera al fuego para hacerse un café instantáneo. Luego se puso unos vaqueros y una camiseta y salió al porche con la taza para ver cómo empezaba a despertar la mañana.


Muy bien. Eagle's Reach estaba en el fin del mundo, pero no podía negar su belleza. A su izquierda había unos arbustos cubiertos de periquitos orientales libando sus flores y, rodeadas de banksias y eucaliptos, las cinco cabañas al pie de la colina. Directamente delante de ella había una pendiente de hierba de un verde tan brillante que casi parecía dorado bajo el primer sol de la mañana.


Y el aire olía a fresco. En la distancia, el río Gloucester flanqueado por cipreses se abría paso por la base de la colina hasta desaparecer haciendo una curva. Paula sabía que, si seguía el río, llegaría a Martin's Gully y luego, más adelante, a Gloucester, el pueblo más grande de la zona.


De repente, los periquitos levantaron el vuelo y Paula se quedó sola otra vez. Tenía que encontrar algo que hacer, pensó. Y se quedaría en Eagle's Reach el día entero aunque la matase. No iría a Martin's Gully ni a Gloucester. Pedro Alfonso esperaba que hiciera exactamente eso y, por alguna razón, quería demostrarle que estaba equivocado.


A las ocho, se preguntó si esa resolución tenía sentido. Después de desayunar había limpiado la cabaña y ahora…


Nada.


Se hizo otro café y se sentó en el porche. Luego miró su reloj. Las ocho y cinco. Aunque se fuera a la cama muy temprano, aún tenía al menos doce horas por delante.


No debería haber ido allí. Era demasiado pronto para tomarse unas vacaciones. Cualquier tipo de vacaciones. Había enterrado a su padre quince días antes y debería estar en casa, con sus amigos, con su familia. Quizá en aquel momento podría estar fortaleciendo el lazo familiar con Martín y Francisco. Eso tenía que ser más importante que…


—¡Buenos días!


Paula se sobresaltó y unas gotas de café cayeron sobre su camiseta.


Pedro Alfonso.


Su corazón palpitaba con fuerza, pero se dijo a sí misma que era por el susto, no porque él estuviera estupendo con unos vaqueros gastados y una camiseta azul marino que dejaba al descubierto sus bíceps.


—Lo siento. No quería asustarla.


No parecía sentirlo en absoluto. Y si no quería asustar a la gente, no debería ladrar los buenos días como un sargento.


—No pasa nada. Buenos días.


Él no se acercó, no fue a sentarse con ella en el porche. Y Paula intentó decirse a sí misma que le daba igual.


—¿Qué tal ha dormido?


—Bien —mintió ella. Había sido un poco grosera sobre el aspecto de la cabaña la noche anterior y no podía volver a serlo—. Lamento mi falta de entusiasmo anoche… pero había sido un viaje muy largo. Como usted dijo, la cabaña es perfectamente adecuada.


Él parpadeó. De cerca, podía ver que sus ojos eran de un azul precioso, casi azul marino. Pero eso no significaba que quisiera que la diseccionase con ellos.


—¿Qué tal el vino?


Paula sonrió. Podía querer hacerse el antipático, pero las acciones hablaban más alto que las palabras. La noche anterior, tomando una copa de vino, había decidido que Pedro Alfonso tenía un buen corazón. Pero se le había olvidado cómo usarlo.


—Estaba riquísimo.


Tanto que se había tomado la mitad de la botella sin darse cuenta. Y beber ingentes cantidades de alcohol cuando estaba en medio de ninguna parte no podía ser buena idea.


—Fue un detalle. Gracias, señor Alfonso.


Paula esperó que le dijera: «llámame Pedro», pero no tuvo esa suerte. Y cuando él se tocó el ala del sombrero en un gesto que parecía una despedida, se asustó. No quería quedarse sola otra vez.


—Molly es una perrita encantadora —empezó a decir—. También me había equivocado sobre ella. Ha dormido conmigo.


—Ya me he dado cuenta.


—¿Le molesta?


—No, es toda suya.


Le pareció que sus ojos se suavizaban, pero debía de ser su imaginación.


—¿Ha alquilado alguna de las otras cabañas?


—No.


El monosílabo fue el último clavo en el ataúd de su esperanza. Sola. Durante un mes entero.


—¿Y qué hace la gente por aquí?


—¿Hacer? Nada. Ése es el objetivo.


—¿Le apetece una taza de té?


—No.


Paula tragó saliva. ¿No podía haber añadido «gracias»?


—Algunos tenemos trabajo que hacer.


—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?


¿Podría ayudarlo?, se preguntó. Sabía que lo lamentaría después, pero al menos tendría algo que hacer.


—Tengo ganado, señorita Chaves.


—Paula —le recordó ella.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—Puede ir a dar un paseo.


—Ah.


Muy bien. A ella le gustaba pasear. Solía pasear por la playa en su casa, pero no conocía aquel sitio. ¿Y si se perdía? ¿Quién lo sabría? Estaba segura de que Pedro Alfonso no se daría cuenta.


—Hay buenos caminos por aquí. Llevan al río.


¿Caminos? Paula se animó. Podía seguir un camino sin perderse.


—Llévese a Molly.


—Muy bien, gracias… señor Alfonso.


Pero él ya estaba alejándose a grandes zancadas. Paula miró hacia el bosque de eucaliptos que tenía delante y le pareció ver un camino. ¿Un camino? Sonriendo, se levantó, alegrándose de tener un objetivo.



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