Pedro salió a la puerta cuando estaba anocheciendo; tenía la espalda tensa, los labios apretados. Por una vez, no se fijó en el horizonte de color púrpura.
—Ven aquí, Molly.
La perra levantó las orejas, pero no se movió de la cabaña de Paula.
Genial.
—Me da lo mismo —murmuró Pedro.
El prefería estar solo, de modo que Paula Chaves podía quedarse con su perra. Aunque Molly no sería capaz de espantar a una mosca.
En el risco más cercano cantó una kookaburra1 y, un segundo después, otra le contestó.
Esas cabañas no eran para gente como Paula. Eran para hombres como él. Y para hombres que vivían en la ciudad y querían desaparecer ocasionalmente, aunque sólo fuera un fin de semana. Hombres que querían dejar atrás el humo de los coches, el tráfico y la gente. Hombres que querían ver el cielo lleno de estrellas por la noche, respirar aire fresco y sentir la hierba bajo sus pies en lugar del asfalto. Hombres que se contentaban con tomar café y tostadas o cerveza durante un par de días.
Paula no quería eso. Ella quería plantas y baños de espuma. Quería bandejas de marisco fresco y una copa de vino.
Aunque era comprensible. Si acababa de perder a su padre, probablemente necesitaba estar rodeada de gente que la animase, no aquella soledad. Sus hermanos debían de ser idiotas.
Pedro le dio una patada a una piedra. Él no podía ofrecerle baños de espuma y bandejas de marisco fresco.
Una imagen de Paula Chaves en un baño de espuma lo hizo suspirar. En esa fantasía resultaba más que apetecible.
Pedro se pasó una mano por el pelo. Mientras las kookaburras seguían llamándose con ese canto que parecía una risa histérica, miró la cabaña con las manos en las caderas. Pero ya no la imaginaba en la bañera sino en el sofá, llorando.
Y a él no le gustaban las mujeres lloronas.
Un mes. Todo un mes.
Entonces miró su coche. Él no era un portero, pero eso no evitó que sacara dos maletas y una bolsa con comida. Ni que volviera a entrar en su casa para sacar una botella de vino blanco de la nevera, que metió en una cubeta con hielo.
Después de dejarlo todo en la puerta de la cabaña, se inclinó para acariciarle las orejas a Molly.
—Cuida de ella, ¿eh?
La buena educación exigía que fuese a preguntarle cómo estaba… pero lo haría por la mañana. Y, a partir de entonces, sus deberes como buen vecino habrían terminado.
1 Dacelo es un género de aves coraciiformes de la familia Halcyonidae conocidas vulgarmente como cucaburras. Son aves terrestres pertenecientes al grupo de los martines pescadores propias de Australia y Nueva Guinea.
Pero qué arisco este Pedro. Está buena esta historia.
ResponderBorrarPobre Pau!!! Jajaja
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