Las palabras de Pedro Alfonso sonaban más bien como: «Vayase de aquí y déjeme en paz». No, no era un hombre simpático.
Pero tenía un cuerpazo. Alto, hombros anchos, atlético. Y no era un ogro. Le había dejado usar su teléfono y le había preguntado por la señora Pengilly.
Paula trotó para ponerse a su lado, mirándolo por el rabillo del ojo. Quizá no tuviera práctica hablando con la gente. Como vivía allí, apartado de todo… pero ella estaba decidida a concederle el beneficio de la duda porque la alternativa era demasiado horrible: no tener absolutamente a nadie con quien hablar.
No, no. Paula intentó contener el miedo. A pesar de su duro exterior, Pedro Alfonso no era mala persona.
«¿En qué pruebas basas esa afirmación?», le preguntó una vocecita interior.
Ella tragó saliva. Le había preguntado por su vecina. Y… y tenía un perro.
No era mucho, ¿verdad?
No, seguramente no.
—¿Usted cuidó de Molly cuando estaba herida?
—Sí.
Un monosílabo, pero levantó el peso que empezaba a instalarse sobre sus hombros.
«¿Lo ves? Tiene buen corazón». Con los perros.
Era algo, al menos.
Al llegar a la cabaña tuvo que disimular su decepción. Cuando Martin y Francisco le habían dicho que se alojaría en una cabaña en medio del bosque, pensó… en fin, no había esperado un hotel de cinco estrellas, pero sí alguna comodidad.
Aquella cabaña era muy básica. Y eso siendo generosa.
—Tiene todo lo que necesita. El sofá es un sofá-cama.
Paula miró alrededor. ¿Dónde estaban las flores? ¿El bol de frutas? ¿La botella de champán? No había alfombras ni cuadros en la pared. El sofá era de color gris y del techo colgaba una bombilla… sin lámpara.
Todo parecía muy limpio, incluso exageradamente limpio. Pero, aparte del sofá, sólo había una mesa y dos sillas de madera. ¿Habría sido tanto esfuerzo poner un mantel y algunos cojines?
—En la cocina tiene de todo.
Había un horno, un frigorífico, un tostador y una tetera. Pero no había té ni café. Ni lavavajillas. Ella no había esperado nada extraordinario, pero…
—¿Tiene cuarto de baño?
Sin decir una palabra, Pedro abrió una puerta en la que no se había fijado. Y Paula no supo si mirar.
Pero cuando asomó la cabeza dejó escapar un suspiro. Había un inodoro y una ducha.
Sin bañera.
Podía despedirse de la aromaterapia con velas y los baños con aceites perfumados.
—¿Qué le parece?
Ella lo miró, atónita. Que pidiese su opinión le parecía tan raro que contestó sin pensar: —Es horrible.
Pedro Alfonso se irguió como si le hubiera dado una bofetada.
—Lo siento, no quería ofenderlo, pero es que… es un servicio, no un baño —dijo Paula, nerviosa—. ¿Todas las cabañas están pintadas del mismo color?
—¿Qué le pasa al color de ésta?
—¡Es gris!
¿No lo veía? ¿De verdad pensaba que el gris le daba un aspecto acogedor? ¿Allí iba la gente a pasar unas vacaciones?
Pedro se cruzó de brazos, irritado.
—Todas las cabañas son idénticas.
De modo que no le quedaba más remedio que alojarse allí.
—Mire, seguramente esto no es lo que usted esperaba, pero en el anuncio sólo se promete lo que hay y…
—Da igual —lo interrumpió ella, cansada. ¿Eso era lo que Martin y Francisco pensaban que se merecía? Paula tuvo que tragar saliva—. Es verdad, tiene todo lo necesario.
El color gris volvió a ser un peso sobre sus hombros.
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