miércoles, 28 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 7

 


Si no hubiera llorado mientras estaba subida al tendedero, Paula lo habría hecho en ese momento. Pero decidió que, por un día, era más que suficiente.


Un mes entero. Tendría que estar allí durante un mes entero. Completamente sola.


Intentó obligarse a sí misma a sonreír mientras miraba de nuevo el interior de la cabaña. Había leído en alguna parte que, si uno sonreía, se animaba de forma automática.


Pues no funcionaba.


Se pasó las manos por la cara. Muy bien, al menos tendría tiempo de pensar qué iba a hacer con el resto de su vida. Y ése era el objetivo de aquellas vacaciones.


Ella no sabía hacer nada más que cuidar de personas enfermas. Y no quería seguir haciéndolo.


Las dudas y las preocupaciones, tan familiares para ella, empezaron a angustiarla. Pero las apartó de su mente. Más tarde. Pensaría en ello más tarde.


Suspirando, se dejó caer en el sofá y dejó escapar un gemido. Era duro como una piedra… como Pedro Alfonso. Era evidente que él no la quería allí. No había ni un gramo de simpatía en aquel cuerpo tan grande. Aunque debía admitir que era un cuerpo bonito. Si se olvidaba de su gesto antipático, podía empezar a imaginar todo tipo de cosas…


¡No, no podía! Además, tampoco podía olvidarse de su gesto antipático. Pedro Alfonso no pensaba que aquel sitio fuera para ella y tenía razón.


Todo un mes.


—¡Para ya!


Su voz hizo eco en la cabaña, recordándole lo sola que estaba. Paula contuvo un escalofrío. Pero estaba cansada, nada más. Y quedarse allí compadeciéndose de sí misma no iba a servir de nada. Una ducha, eso era lo que necesitaba. Luego desharía las maletas y se haría una taza de té. Las cosas siempre se veían mejor con una taza de té.


Pero la ducha no la ayudó en absoluto. Salió del baño secándose el pelo vigorosamente con una toalla y, de repente, se detuvo.


Allí estaba otra vez, ese crujido en la puerta. No la había cerrado con llave…


Paula tragó saliva. No, por favor. Fuera lo que fuera, rezaba para que no tuviera dos manos y pudiese abrir la puerta.


Y que no tuviera la clase de peso corporal que podía tirar una puerta abajo.


«Da un par de palmaditas».


El consejo de Pedro casi la hizo reír. No reír a carcajadas, sino reír en plan histérico. En aquel momento no podría dar una sola palmadita.


—¿Pedro?


A lo mejor era él, pensó. Quizá hubiera vuelto para… no se le ocurría ninguna razón. Había salido prácticamente corriendo después de dejarla allí, el antipático.


Pero daría lo que fuera por que fuese él.


—¿Señor Alfonso?


Le contestó un gemido, seguido de unos arañazos en la puerta.


—¡Molly! —sonrió Paula, saliendo al porche y poniéndose en cuclillas para acariciar al animal—. Qué susto me has dado.


Afortunadamente, Pedro no estaba allí para verlo. Se habría reído de ella y ella se habría muerto de vergüenza.


Luego miró la oscuridad que la rodeaba y tragó saliva. La noche había caído sin que se diera cuenta y no había farolas que rompiesen la total oscuridad.


La puerta de su cabaña estaba de espaldas a la de Pedro, de modo que ni una sola luz penetraba la negra noche. No podía ver la luna, pero había multitud de estrellas en el cielo.


Debería haber sacado las cosas del coche mientras era de día, pensó. No le apetecía nada tropezar en la oscuridad.


Apartando los ojos del glorioso cielo estrellado, bajó la mirada y se encontró con sus maletas colocadas ordenadamente en el porche. ¿Pedro había hecho eso por ella?


Eso era un acto de amistad, de simpatía. De hecho, era un detalle encantador.


No, nadie podría describir a Pedro Alfonso como alguien «encantador».


Entonces vio la cubeta de hielo con la botella de vino blanco y parpadeó, atónita. Eso sí que era un detalle.


Encantador, definitivamente encantador.



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