sábado, 26 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 45

 


—Paula, eras virgen. ¿Cómo ibas a estar casada?


Sentada al borde de la cama, Paula se mordía nerviosa el labio mientras observaba a Pedro vestirse para ir al trabajo.


—Ya sé que no parece muy normal, pero...


—Es prácticamente imposible. Lo del anillo de boda debe de ser un sueño.


—Pero me parece muy real. Recuerdo perfectamente a un hombre poniéndome un anillo.


—Yo diría que es un sueño. Pero, si no lo es, quizá se trataba de un vendedor —replicó mientras se abrochaba los botones de la camisa con movimientos enérgicos.


—¿Una alianza de matrimonio? ¿Por qué iba a tener que comprar yo mi alianza de matrimonio?


—Quizá un amigo te estuviera enseñando un anillo que le compró a otra persona.


—Sí, supongo que es posible.


—Paula, no estás casada. Es normal que tengas este tipo de confusiones. Vas recuperando poco a poco fragmentos de memoria, pero no conoces el contexto en el que se produjeron esos recuerdos.


—Pero recuerdo exactamente el aspecto que tenía la alianza...


—¿Y qué me dices del hombre que te la puso? —terminó de vestirse y se volvió hacia ella un tanto malhumorado—. ¿Recuerdas algo sobre él?


—Sólo sus manos. Me recuerdo mirando sus manos, unas manos grandes y pálidas mientras me ponía el anillo.


Pedro sintió que se le aceleraba el pulso. La miraba como si se estuviera debatiendo consigo mismo sobre la conveniencia o no de decirle algo.


—¿Y es posible que se llamara... Mauro?


—No lo sé. ¿He vuelto a decir su nombre en sueños? —preguntó dubitativa.


—No, por lo menos yo no me he dado cuenta.


Se miraron en un significativo silencio. Con la respiración entrecortada, Pedro la tomó por los hombros y la tumbó en la cama para besarla con pasión.


—No estás casada, Paula. Eras virgen. Así que caso cerrado.


La angustia y el dolor que se reflejaban en su rostro hicieron que Paula sintiera multiplicarse su amor con él. Deslizó los brazos por su esbelta cintura y lo abrazó con fuerza.


—No te preocupes tanto por mí —le dijo—. Estoy segura de que pronto encontraré sentido a todos estos recuerdos inconexos.


—Voy a contratar a un detective privado. Hoy mismo.


Paula lo miró con el ceño fruncido.


—Pero eso debe de costar un montón. Y yo ya te debo mucho dinero...


—Estoy más que dispuesto a pagarlo. Quiero aclarar todas tus dudas, resolver tus misterios. Todas estas incógnitas me están volviendo loco, Paula, y supongo que mucho más a ti.


—Sería insoportable —admitió la joven—, si no hubiera sido por un tal Pedro Alfonso, el hombre más dulce, amable y sexy que he conocido en toda mi vida.


Pedro sonrió con ironía.


—Sí, pero el problema es que de momento yo soy el único hombre al que has conocido en tu vida.


—Eso no tiene nada que ver —replicó Paula.


—Ése es precisamente el problema, es...


Pero Paula lo silenció con un tierno beso.


—Mmm —Pedro deslizó las manos bajo su bata y la estrechó contra él—. Mmmmm.


La pasión se encendió una vez más entre ellos. Paula sintió perfectamente la fuerza de su excitación bajo los pantalones, y se movió contra él en respuesta.


Pedro gimió, hundió la lengua en su boca y posó las manos sobre su trasero.


Pedro —susurró Paula—. Tienes que ir a trabajar.


Pedro alzó ligeramente las caderas y Paula sintió su mano entre ellos, ocupándose de la cremallera del pantalón.


—Llegaré tarde.


Un dulce y tortuoso deseo crecía en el mismísimo corazón de Paula mientras Pedro se desabrochaba el cinturón.


—Te deseo, Paula —le susurró al oído—. Necesito estar dentro de ti.


—Y yo quiero que estés dentro de mí.


Pedro le hizo desprenderse de la bata e invadió su boca con un exigente beso. Paula gimió, hundió los dedos en su pelo y lo besó con toda la pasión que Pedro reclamaba.


Paula cruzó las piernas alrededor de su cintura mientras él iba marcando el ritmo de sus movimientos. Descendió la urgencia de sus besos, pero no la pasión, que los arrastró una vez hasta fundir sus cuerpos.


Con un ronco gemido, Pedro se hundió en su interior, deseando en aquella ocasión llegar a tocar su alma.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 44

 


El viaje no fue un éxito total, pero tampoco una pérdida de tiempo. En el lugar del accidente, no había conseguido recordar nada nuevo, pero habían tenido oportunidad de hablar de todo tipo de cosas durante el viaje y algunas de las preguntas que Pedro había hecho le habían permitido a Paula recuperar algunos detalles sobre su pasado.


Paula le había hablado de aquella fiesta en la que la gente brindaba por ella. No podía recordar sus rostros, pero sí que había sido en su apartamento. Poco a poco, había ido recordando el mobiliario y las vistas que se divisaban desde su balcón. Pero no había nada significativo que pudiera ayudarlos a averiguar de qué ciudad se trataba.


Pedro le había preguntado también por su caballo y Paula había recordado que había tenido que venderlo porque se marchaba a vivir a otro estado, aunque no era capaz de decir cuál.


Pedro le había preguntado también por su virginidad y cómo había conseguido mantenerla durante tanto tiempo.


—Has debido volver locos a muchos hombres con tu actitud.


—Cuando estaba en el instituto, era muy tímida, y rara vez salía con chicos —contestó ella—. Después, comencé la carrera y pasaba la mayor parte del tiempo estudiando y trabajando en una clínica veterinaria para pagarme los estudios — nada más decirlo abrió los ojos de par en par—. ¡Iba a la universidad! ¡Y trabajaba para pagarme los estudios! —pero no conseguía recordar ni qué estudiaba exactamente ni dónde trabajaba.


Logró recordar también el rostro de algunos amigos, sus nombres de pila y algunas divertidas anécdotas.


Pero aunque aquellos recuerdos parecían haberla hecho muy feliz, durante la vuelta a casa se mantuvo en un pensativo silencio.


Llegaron a casa poco antes de la medianoche. Era tarde, y Pedro tenía que madrugar al día siguiente. La tensión que lo había asaltado durante todo el día hizo que aminorara sus pasos mientras se dirigía a su habitación.


Deseaba terriblemente dormir con Paula, aunque fuera sólo eso lo que le permitiera.


Paula también parecía querer retrasar el momento de despedirse de él. Cuando llegó a la puerta de su dormitorio, se detuvo y se volvió hacia Pedro.


Pedro, gracias por haberme acompañado. Ha sido un viaje muy largo y tú mañana tienes que madrugar.


—Gracias por haberme dejado llevarte. No me habría gustado que fueras sin mí —repuso Pedro, acercándose a ella.


—Siento que al final haya sido una pérdida de tiempo.


Pedro le acarició la barbilla mientras se consumía en ganas de besarla.


—Estar contigo jamás es una pérdida de tiempo.


La mirada de Paula cambió de repente; el calor de sus ojos dio lugar a algo más profundo, más intenso y ardiente.


—Paula—susurró Pedro—, duerme conmigo. Nos limitaremos a dormir juntos, no haremos nada más.


Paula deslizó el brazo por su cuello y hundió los dedos en su pelo. Y Pedro la besó.


El deseo, la pasión, el anhelo prendieron al instante. Para cuando llegaron a la cama, ya se habían desprendido ambos de sus ropas. Estaban desnudos y abrazados como si nadie pudiera separarlos.


Hicieron el amor durante gran parte de la noche. Con una voracidad insaciable al principio, con exquisita ternura después. Antes de dormirse, Paula ya había llegado a la conclusión de que sus temores se habían hecho realidad: se había enamorado de Pedro.


Y cuando a la mañana siguiente se despertó, encontrándose desnuda y acurrucada en sus brazos, otro de sus recuerdos del pasado regresó su mente con inusitada claridad. Recordó a un hombre deslizando un anillo en su dedo.


Un anillo de boda.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 43

 


Animado por aquella declaración, Pedro se inclinó para disfrutar de uno de sus besos. Paula alzó el rostro hacia él y entreabrió los labios, pero justo cuando estaban a punto de besarse, volvió la cabeza.


—Dijiste que no volverías a hacerlo —le recordó.


—Dije que no volvería a besarte como te había besado esta mañana. Pero puedo besarte de otras muchas formas.


Pedro —contestó Paula. Parecía un poco nerviosa—, no sé muchas cosas sobre ti.


—¿Como cuáles?


—¿Tienes familia?


—Tengo tíos y primos, pero no viven en este estado.


—¿Y no tienes padres, o hermanos?


Como cada vez que le hacían esa pregunta, Pedro se puso terriblemente nervioso.


—Mi padre murió cuando estaba empezando a estudiar Medicina, y mi madre poco después. Y no, no tengo verdaderos hermanos.


—¿Verdaderos?


—Crecí junto a otros niños a los que consideraba hermanas y hermanos, pero no lo eran.


—¿Viviste en una de esas comunas en las que la gente creía en el amor libre y en las parejas abiertas?


Pedro hizo una mueca al recordar su brusco estallido de aquella mañana.


—No debería haberte dicho eso, Paula. Supongo que estaba intentando sorprenderte.


—¿Pero era verdad?


—Hasta cierto punto. Algunos de nuestros vecinos decían creer en el amor libre, pero creo que era más de palabra que en la práctica.


—¿Y vivíais aquí, en Sugar Falls?


—No.


—Yo pensaba que habías crecido aquí.


—Cerca.


—Pero ibas aquí al colegio, ¿no?


—Al instituto, cuando era pequeño me enseñaban en casa —decidido a dar por finalizada cuanto antes la conversación, se levantó y se acercó a Vikingo, que pastaba pacíficamente al lado del roble—. Pero no es mi pasado el que importa, sino el tuyo desató al caballo y miró a Paula—. Creo que ha llegado el momento de que te lleve a Denver para ver si recuerdas algo más.


—¿Ahora?


—Sólo tardaremos un par de horas. Miró el reloj. Podemos estar allí a las tres —al advertir la tensión surgida en su mirada, añadió, intentando tranquilizarla—: Estaré a tu lado en todo momento, Paula, no tengas miedo.


Pero, y Pedro no encontraba ninguna razón para ello, Paula se sintió incluso más incómoda ante aquella declaración.


—¿Podemos parar antes a comprar un sombrero y unas gafas de sol? —le preguntó a Pedro.


—¿Entonces no quieres que te reconozcan?


—La persona que me estaba persiguiendo cuando salté a la calzada podría estar por allí, buscándome.


—De acuerdo. Haremos las cosas como tú quieras —habría hecho cualquier cosa por borrar el miedo de sus ojos—. Pero creo que tenemos que ir cuanto antes.


Paula tomó aire, lo expulsó lentamente y asintió.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 42

 


Tras haberse vestido con el atuendo más adecuado para dar un paseo a caballo: camisa, vaqueros, botas y sombrero, Pedro se dirigió con Paula al establo.


Ella se había puesto también unas botas y un sombrero que Pedro tenía de reserva para posibles invitados y se había metido la camiseta por la estrecha cintura de sus vaqueros, mostrando sus tentadoras curvas de tal modo que Pedro casi tenía que agarrase la mano para no acariciarla.


Forzándose a desviar la mirada de aquel foco de tentación, preguntó distraídamente.


—¿Sabes montar?


—Pues la verdad es que no lo sé.


Pedro se habría abofeteado al advertir la tristeza de la mirada de Paula. Claro que no lo sabía. Le había dicho ya varias veces que no era capaz de recordar nada sobre su pasado.


—Puedes montarte conmigo —le dijo Pedro mientras se acercaban al establo—. O si lo prefieres, podemos ir a remar al lago. ¿Qué te apetece más?


—La verdad es que ambas cosas serán experiencias completamente nuevas para mí.


Pedro abrió la puerta del establo y la invitó a entrar en su interior. Los recibió una bocanada de olor a caballo y a heno y la primera reacción de Paula no fue precisamente prometedora. Se detuvo justo en la puerta del establo y se quedó mirando en silencio a los dos caballos.


—Esta es Wind Dancer —le explicó Pedro, palmeando el cuello de uno de ellos—. Y este Vikingo, el que montaremos hoy.


Paula no contestó, ni siquiera se movió y Pedro se preguntó si estaría asustada.


—Puedes sentarte en ese taburete mientras lo preparo —le aconsejó—. Como vamos a montar juntos, lo más cómodo será que lo hagamos sin silla.


Paula musitó algo que Pedro no llegó a entender y, cuando se volvió hacia ella, la descubrió al lado de Wind Dancer, acariciándole la cabeza.


—Eres una yegua preciosa —musitaba—. Y te encanta que te acaricien, ¿verdad?


La sorpresa y la alegría dejaron a Pedro sin habla. A Paula no le daban ningún miedo los caballos, y a juzgar por la expresión de la yegua, sabía cómo tratarlos.


La sorpresa siguiente llegó cuando sacó a Vikingo del establo.


—¿Estás preparada para intentarlo?


Los ojos de Paula brillaron con chispas de anticipación.


—De acuerdo.


Y antes de que Pedro tuviera tiempo de ayudarla a montar, Paula subió sobre su montura, apoyando el pie en la grupa del animal y alzándose con una facilidad pasmosa.


Pedro la miró admirado.


—¿Vienes o no? —le preguntó a Pedro mientras tomaba las riendas.


—Sí, señora —contestó el médico sintiendo cantar su corazón, y montó tras ella.


Paula y Pedro se inclinaban y se erguían sincrónicamente mientras cabalgaban, disfrutando del sol de la mañana y la brisa de la primavera. Paula reía complacida a cada momento, admirada por la belleza del paisaje.


Pero Pedro no estaba en condiciones de disfrutar de la naturaleza. Estaba demasiado distraído por la vívida e hipnótica belleza de la mujer que tenía entre sus brazos. Paula transmitía una calidez mágica a su corazón, provocándole al mismo tiempo un deseo casi doloroso.


Los movimientos de Paula mientras guiaba al caballo intensificaban la conciencia de Pedro de la íntima postura en la que se encontraban. Y justo cuando comenzaba a preguntarse si Paula sentiría su excitación contra su espalda, sintió que la joven se tensaba y gritaba:—So, Vikingo, so.


El caballo se detuvo al lado de un gran roble cercano al río y Pedro rápidamente desmontó, esperando una regañina de Paula por su indecente actitud.


Pero cuando se volvió para ayudarla a bajar del caballo, lo que descubrió en su rostro fue una jubilosa sonrisa.


—¡He recordado algo, Pedro! ¡He recordado algo!


Pedro no dijo una sola palabra mientras Paula lo abrazaba con fuerza.


—¡Yo tenía un caballo! —lo soltó y comenzó a saltar con expresión radiante—. Se llamaba Huracán.


—Eso es maravilloso, Paula.


—Solía montar por el campo y... Y... Oh, Pedro, me recuerdo montando en una playa.


—¿Una playa? ¿Y puedes recordar dónde?


Paula pareció sorprendida con la pregunta. Se quedó mirando fijamente el río.


—No lo sé. Pero había palmeras, mezcladas con pinos y robles.


—Palmeras. Eso podría ser California, o Florida... O, diablos, prácticamente cualquier otro lugar de la Costa del Golfo.


—Y también recuerdo un hombre...


—¿Un hombre? —Pedro se tensó.


No estaba seguro de que le apeteciera oír lo que podía llegar a continuación.


—Un hombre mayor, Tomas. Me ayudaba a cuidar a Huracán. Lo recuerdo muy claramente, Pedro, pero no soy capaz de acordarme de su nombre.


Pedro soltó lentamente la respiración que había estado conteniendo.


—¿Y recuerdas algo más?


Paula intentó concentrarse, pero pronto sacudió la cabeza.


—No.


Pedro la atrajo hacia él. Necesitaba abrazarla, sostenerla. Durante un instante terrible, se había temido lo peor: que Paula se acordara de un hombre del que hubiera estado enamorada. Y tomó inmediatamente una decisión: no iba a poder seguir soportando aquella sensación de inseguridad durante mucho tiempo.


—Paula, tenemos que hacer todo lo que podamos para averiguar algo sobre tu pasado.


—Lo sé —le sonrió feliz—. Pero por lo menos están empezando a volver los recuerdos —se separó de él y se sentó en una piedra—. Es curioso —comentó—, puedo recordar sentimientos y reacciones frente a personas y acontecimientos, pero no detalles concretos. Como esta mañana, cuando estaba pensando en mi... virginidad.


—¿Sí, Paula? —la animó Pedro, ansioso por escuchar sus sentimientos sobre lo ocurrido.


—No podía recordar momentos específicos, ni lugares o personas, pero sí que cuanto más consciente era del hecho de que a mi edad no era normal seguir siendo virgen, más vacilaba a la hora de dejar de serlo. Era como si tuviera mucha importancia para mí —lo miró a los ojos, como si pudiera encontrar en ellos una respuesta—. No quería acostarme con cualquiera la primera vez que hiciera el amor.


—¿Y... así ha sido?


—Oh, no —una inconfundible ternura iluminó su rostro—. Claro que no.


El amor que sentía hacia ella se extendió en el pecho de Pedro de manera casi dolorosa.


—¿Sabes? —le preguntó Pedro acercándose a ella y posando la mano en su cuello—. La próxima vez que hagas el amor te gustará mucho más. No sentirás ningún dolor.


—El dolor mereció la pena —susurró Paula—. Y no creo que sea posible que me guste más.




viernes, 25 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 41

 



El calor de sus palabras encontró respuesta en el interior de Paula. Pero no podía sucumbir a aquel calor. No podía permitir que sus preocupaciones se disolvieran en ese fuego.


—Es como lo que me dijiste la otra noche —insistió—. Si siguiéramos la progresión natural que seguirían un hombre y una mujer, yo me habría ido a mi casa esta mañana y tú habrías seguido viviendo tu vida. Si te hubiera apetecido llamarme para salir otro día, lo habrías hecho. Pero resulta que estoy viviendo contigo. Me parece que esto se desvía bastante del ritmo habitual de este tipo de cosas.


Pedro la estrechó firmemente contra él.


—A mí me parece completamente normal.


Paula contuvo la respiración. Porque en su corazón, ella también estaba de acuerdo.


—Paula—deslizó la mano por su pelo y le hizo inclinar el rostro hacia él—. Sólo te deseo a ti —confesó con un fervoroso susurro—. Si no quieres acostarte conmigo, no tienes por qué hacerlo. Seré capaz de enfrentarme a ello. Pero, por favor —cerró los ojos y rozó sus labios entreabiertos—, por favor, no te alejes de mí.


Paula no podía ignorar aquella súplica. Y la respondió con un apasionado beso. Pedro sabía a café y a pasta de dientes. Olía a sándalo, y tocarlo era estar en la gloria.


Con un angustiado gemido, Paula se separó de él. Cuando estaba con Pedro, no podía confiar en sí misma. Le bastaba un beso para desear muchos más.


—Si no quieres que me aleje de ti —le advirtió alarmada—, no puedes besarme así.


—De acuerdo, Paula. No te besaré... —se interrumpió y apareció en su mirada un brillo perturbador— así.


Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Paula se volvió y metió la bandeja en el horno, decidida a ignorar las caóticas reacciones provocadas por Pedro.


—Iré a vestirme —musitó el médico, observándola mientras ajustaba la temperatura del horno—. Y después de desayunar, iremos de exploración.


—Exploración —Paula se volvió alarmada hacia él.


Aquella palabra bastaba para evocar el calor de la noche anterior.


—Sí, daremos un paseo por la falda de la montaña que llega hasta mi jardín —le aclaró suavemente, sonriendo como si le hubiera leído el pensamiento.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 40

 


Mientras Pedro recibía a su invitada en el cuarto de estar, Paula batía huevos en la cocina, para preparar unas galletas de mantequilla. Por el rápido vistazo que les había echado a Pedro y a su visitante, sabía que Monica había llevado el desayuno.


Lo cual quería decir que no tendría por qué hacer galletas. Pero tenía que mantenerse ocupada si no quería terminar haciendo el ridículo. Era muy posible que Mónica terminara quedándose a compartir la quiche que había llevado con Pedro.


Pero aquello no podía ser. No, no debía. No tenía ningún derecho a sentirse molesta por una aparición como aquélla.


Hacer el amor con Pedro había sido un error. Lo había sabido en cuanto había abierto los ojos aquella mañana y se había descubierto acurrucada contra su cuerpo desnudo. Había deseado entonces permanecer allí eternamente, refugiada entre sus brazos, piel contra piel, y maravillosamente saciada tras una noche de amor. Segundos después, había deseado mucho más que eso. Había deseado despertarlo con un beso y volver a hacer el amor una y otra vez.


Pero al contemplar su rostro dormido había sentido una ternura tan sobrecogedora, que apenas se había atrevido a respirar.


Había comprendido lo fácil que le resultaría enamorarse de él.


Y no podía permitírselo. El miedo que la amenazaba escondido tras la espesa niebla que ocultaba sus recuerdos era la más convincente de las advertencias. Sabía que podría hacer sufrir a Pedro, que su amor suponía para él un riesgo físico. No estaba segura de por qué, pero estaba segura de que ocurriría. Y tenía que marcharse antes de que así fuera.


Y ni siquiera podía hablarle de su miedo porque sabía que entonces Pedro jamás la dejaría marcharse. Su instinto protector lo conduciría a involucrarse todavía más en sus problemas.


¿Pero qué ocurriría si el peligro no era real?, le preguntaba una vocecilla interior. Quizá fuera realmente un síntoma del accidente. Pero cuanto más deseaba creer en aquella posibilidad, más dificultades tenía para hacerlo.


Tenía que dejar de pensar en ello, se dijo mientras sacaba una fuente del armario para meterla en el horno. Incluso sin contar con aquel miedo innombrable que la acechaba, hacer el amor con Pedro sólo le serviría para multiplicar sus complicaciones.


Al advertir que el murmullo de voces procedente del salón había cesado, se volvió hacia la puerta y estuvo a punto de dejar caer la bandeja.


Pedro estaba reclinado contra el mostrador de la cocina, con las manos en los bolsillos de la bata y mirándola fijamente con expresión muy seria.


—Estoy haciendo unas galletas para después de la quiche —consiguió decir la joven.


—No hay ninguna quiche. Se la ha llevado Monica.


Paula se obligó a concentrase de nuevo en la bandeja. El alivio que sintió sólo era un indicativo de lo profundos que eran ya sus sentimientos hacia Pedro.


—¿Te apetece que haga unas salchichas con...?


—Paula —la interrumpió Pedro—, ¿te arrepientes de lo que ocurrió anoche?


Paula sentía el corazón en la garganta. ¿Cómo podía contestar sinceramente una pregunta así? Atesoraría lo que había ocurrido aquella noche durante toda su vida, pero sí, al mismo tiempo se arrepentía profundamente de lo ocurrido.


—No, no, por supuesto que no —mintió, volviéndose hacia él con una sonrisa. Una sonrisa que se desvaneció ante la presión de su mirada.


—¿Debería haberme detenido?


—¡No seas tonto! Yo misma te pedí que continuaras. Prácticamente te lo supliqué. Aunque me arrepintiera, no podría culparte a ti de lo ocurrido.


Pedro cerró los ojos y volvió a abrirlos lentamente.


—Entonces tú crees que hay motivos para sentirse culpable.


—Oh, Pedro, no era eso lo que quería decir —dejó la cuchara sobre la bandeja y se aventuró a dar un paso hacia él, deseando poder aliviar las dudas que adivinaba en su rostro—. Lo de anoche fue maravilloso, increíblemente maravilloso. Supongo que tú ya sabes lo mucho que... que me gustó.


Los ojos de Pedro eran un océano de sentimientos insondables.


—¿Pero?


Paula forzó una sonrisa.


—Pero nada. Me diste una información extremadamente importante sobre mí misma, algo que siempre te agradeceré. Y, por supuesto, pasé un rato magnífico.


—Un rato magnífico —repitió Pedro—. Ven aquí. Y bésame.


La sonrisa de Paula fue desapareciendo lentamente de su rostro mientras continuaba mirándolo con doloroso desconcierto. Un beso podía representar un serio peligro para su corazón.


Pedro le tomó las manos y la empujó hacia él mientras se sentaba en el borde de uno de los taburetes que había al lado de la encimera.


—Dime lo que va mal, Paula—le pidió, mientras le rodeaba la cintura con el brazo para impedir que se escapara.


—Hacer el amor contigo ha complicado la situación —confesó Paula, incapaz de resistirse a su mirada.


—¿Qué cosas?


—Mi situación en la casa en primer lugar. Acepté trabajar para ti, y tú estuviste de acuerdo en darme alojamiento y comida a cambio —se interrumpió, intentando poner orden al caos de sus pensamientos—. No sería justo que ninguno de los dos esperáramos algo más que eso.


Pedro frunció el ceño.


—¿Estás preocupada porque temes que considere que parte de tu trabajo consiste en acostarte conmigo?


Paula se sonrojó, odiándolo por pensar que era capaz de acusarlo de algo tan bajo.


—¡No como parte de mi trabajo! Pero nuestra relación sexual complica nuestra relación laboral, teniendo en cuenta sobre todo que tendríamos que vivir juntos. Mira por ejemplo lo que ha pasado con Monica —señaló—. No tenías por qué pedirle que se fuera, pero entiendo la razón por la que lo has hecho. No se habría sentido cómoda estando yo aquí, especialmente si se hubiera enterado de que entre nosotros había algo más que una relación de trabajo.


—Yo no quería que Monica se quedara, y nuestra relación no es asunto suyo.


Paula no pudo evitar sentirse aliviada, lo cual servía únicamente para aumentar su propio desconcierto.


—Quizá ahora no te apetecía que se quedara —argumentó—, pero es posible que pudiera apetecerte alguna vez. ¿Y crees que te sentirías cómodo trayendo a alguien a casa estando yo aquí?


—¿A una mujer, quieres decir?


—Sí, a una mujer. Tienes derecho a traer a tu casa a quien te apetezca.


—¿Estás diciéndome que no te molestaría?


Le destrozaría el corazón, comprendió Paula con repentina claridad. Y se quedó completamente helada. No podía esperar de Pedro atención en exclusiva.


—Como ama de llaves —dijo, batallando consigo misma para no perder la firmeza de su voz—, no tendría ningún derecho a opinar sobre el tema. No tengo ningún derecho a inmiscuirme en tu vida privada.


—¿Y crees que te sentirías mejor si te dijera que pienso traer a una mujer a casa una vez por semana? O quizá dos. Diablos, ¿y por qué conformarse con una sola mujer? He crecido rodeado de personas que creían en el amor libre y en las relaciones abiertas. ¿Es eso lo que me estás diciendo que quieres?


—No —estaba estremecida, horrorizada y muy cerca de las lágrimas.


—Estupendo. Porque no quiero que estés de acuerdo en que traiga otras mujeres a casa. Y puedes estar segura de que no me haría ninguna gracia que trajeras a otros hombres. No soy un hombre que se tome este tipo de relaciones a la ligera, Paula, y teniendo en cuenta lo que descubrimos anoche, creo que tú tampoco.


—No —susurró Paula—. Y ése es el problema. Mientras esté viviendo aquí, tener relaciones sexuales contigo sólo servirá para difuminar las líneas de lo que razonablemente puedo esperar de nuestra relación. Complicaría las cosas.


—Las cosas se complicaron desde el momento en que te conocí.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 39

 


Ambos miraron sorprendidos hacia la puerta principal. Antes de que Pedro pudiera empezar a imaginarse quién podría haberse presentado en su casa a tan temprana hora del domingo, Paula pasó por delante de él y se metió en la cocina. Sin haber resuelto todavía la terrible duda de si Paula se habría arrepentido de hacer el amor con él, Pedro se acercó a abrir a puerta.


—¡Pedro, buenos días!


—Monica —afortunadamente, consiguió ahogar el gemido de disgusto que estuvo a punto de salir de su garganta.


No tenía tiempo en ese momento para tratar con Mónica. Ya le resultaba suficientemente difícil intentar esquivar en la oficina las atenciones personales que continuamente le prodigaba como para tener que soportarla en su casa.


—Traigo una quiche de queso y jamón —alzó la fuente que llevaba en las manos, por si Pedro todavía no había reparado en ella—. He pensado que te vendría bien un buen desayuno después de la dura noche que has debido de pasar —frunció los labios en un simpático puchero, le tendió la fuente de cristal y cruzó la puerta sin esperar invitación.


Pedro se la quedó mirando sin pestañear: ¿la dura noche que había pasado?


Monica dirigió una provocativa mirada hacia su pecho, parcialmente visible bajo la bata, y descendió hasta sus pies desnudos.


—Espero no haberte despertado, Pedro. Laura me ha dicho esta mañana que tuviste que atender un caso urgente anoche. Me preocupé tanto al no veros aparecer por el baile... Laura ha sufrido una gran desilusión, pero, por supuesto, yo comprendo perfectamente las exigencias del trabajo de un médico —pasó al cuarto de estar—. ¿Se trataba de uno de nuestros pacientes habituales?


—Bueno... no precisamente.


—Espero que no se tratara de nada serio —comentó, arqueando una ceja con curiosidad.


—Monica —le tendió de nuevo la fuente—, aprecio tu preocupación, pero ya he desayunado y no...


—La dejaremos para la comida entonces —se encogió graciosamente de hombros, alzando al hacerlo los prominentes senos que ocultaba tras un minúsculo top floreado—. Lo meteré en el frigorífico, para que nos lo comamos más tarde.


—Preferiría que te fueras, Monica. Tengo muchas cosas que hacer.


—Pero si hoy es domingo. Deberías tomarte al menos un día libre... —pero al mirar hacia la chimenea, se interrumpió bruscamente.


Pedro siguió el curso de su mirada y descubrió las dos copas de vino que habían dejado la noche pasada sobre la repisa. El bolso y las sandalias de Paula estaban a escasa distancia de ellas.


Un intenso rubor coloreó el bronceado perfecto de Monica. Lentamente, se volvió hacia Pedro con una falsa sonrisa.


—Bueno, ya que estás tan ocupado... supongo que será mejor que siga mi camino. Probablemente necesites descansar después de tu urgencia de anoche.


Pedro esbozó una tensa sonrisa mientras le tendía nuevamente la fuente.


En aquella ocasión, Mónica la aceptó.