sábado, 26 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 42

 


Tras haberse vestido con el atuendo más adecuado para dar un paseo a caballo: camisa, vaqueros, botas y sombrero, Pedro se dirigió con Paula al establo.


Ella se había puesto también unas botas y un sombrero que Pedro tenía de reserva para posibles invitados y se había metido la camiseta por la estrecha cintura de sus vaqueros, mostrando sus tentadoras curvas de tal modo que Pedro casi tenía que agarrase la mano para no acariciarla.


Forzándose a desviar la mirada de aquel foco de tentación, preguntó distraídamente.


—¿Sabes montar?


—Pues la verdad es que no lo sé.


Pedro se habría abofeteado al advertir la tristeza de la mirada de Paula. Claro que no lo sabía. Le había dicho ya varias veces que no era capaz de recordar nada sobre su pasado.


—Puedes montarte conmigo —le dijo Pedro mientras se acercaban al establo—. O si lo prefieres, podemos ir a remar al lago. ¿Qué te apetece más?


—La verdad es que ambas cosas serán experiencias completamente nuevas para mí.


Pedro abrió la puerta del establo y la invitó a entrar en su interior. Los recibió una bocanada de olor a caballo y a heno y la primera reacción de Paula no fue precisamente prometedora. Se detuvo justo en la puerta del establo y se quedó mirando en silencio a los dos caballos.


—Esta es Wind Dancer —le explicó Pedro, palmeando el cuello de uno de ellos—. Y este Vikingo, el que montaremos hoy.


Paula no contestó, ni siquiera se movió y Pedro se preguntó si estaría asustada.


—Puedes sentarte en ese taburete mientras lo preparo —le aconsejó—. Como vamos a montar juntos, lo más cómodo será que lo hagamos sin silla.


Paula musitó algo que Pedro no llegó a entender y, cuando se volvió hacia ella, la descubrió al lado de Wind Dancer, acariciándole la cabeza.


—Eres una yegua preciosa —musitaba—. Y te encanta que te acaricien, ¿verdad?


La sorpresa y la alegría dejaron a Pedro sin habla. A Paula no le daban ningún miedo los caballos, y a juzgar por la expresión de la yegua, sabía cómo tratarlos.


La sorpresa siguiente llegó cuando sacó a Vikingo del establo.


—¿Estás preparada para intentarlo?


Los ojos de Paula brillaron con chispas de anticipación.


—De acuerdo.


Y antes de que Pedro tuviera tiempo de ayudarla a montar, Paula subió sobre su montura, apoyando el pie en la grupa del animal y alzándose con una facilidad pasmosa.


Pedro la miró admirado.


—¿Vienes o no? —le preguntó a Pedro mientras tomaba las riendas.


—Sí, señora —contestó el médico sintiendo cantar su corazón, y montó tras ella.


Paula y Pedro se inclinaban y se erguían sincrónicamente mientras cabalgaban, disfrutando del sol de la mañana y la brisa de la primavera. Paula reía complacida a cada momento, admirada por la belleza del paisaje.


Pero Pedro no estaba en condiciones de disfrutar de la naturaleza. Estaba demasiado distraído por la vívida e hipnótica belleza de la mujer que tenía entre sus brazos. Paula transmitía una calidez mágica a su corazón, provocándole al mismo tiempo un deseo casi doloroso.


Los movimientos de Paula mientras guiaba al caballo intensificaban la conciencia de Pedro de la íntima postura en la que se encontraban. Y justo cuando comenzaba a preguntarse si Paula sentiría su excitación contra su espalda, sintió que la joven se tensaba y gritaba:—So, Vikingo, so.


El caballo se detuvo al lado de un gran roble cercano al río y Pedro rápidamente desmontó, esperando una regañina de Paula por su indecente actitud.


Pero cuando se volvió para ayudarla a bajar del caballo, lo que descubrió en su rostro fue una jubilosa sonrisa.


—¡He recordado algo, Pedro! ¡He recordado algo!


Pedro no dijo una sola palabra mientras Paula lo abrazaba con fuerza.


—¡Yo tenía un caballo! —lo soltó y comenzó a saltar con expresión radiante—. Se llamaba Huracán.


—Eso es maravilloso, Paula.


—Solía montar por el campo y... Y... Oh, Pedro, me recuerdo montando en una playa.


—¿Una playa? ¿Y puedes recordar dónde?


Paula pareció sorprendida con la pregunta. Se quedó mirando fijamente el río.


—No lo sé. Pero había palmeras, mezcladas con pinos y robles.


—Palmeras. Eso podría ser California, o Florida... O, diablos, prácticamente cualquier otro lugar de la Costa del Golfo.


—Y también recuerdo un hombre...


—¿Un hombre? —Pedro se tensó.


No estaba seguro de que le apeteciera oír lo que podía llegar a continuación.


—Un hombre mayor, Tomas. Me ayudaba a cuidar a Huracán. Lo recuerdo muy claramente, Pedro, pero no soy capaz de acordarme de su nombre.


Pedro soltó lentamente la respiración que había estado conteniendo.


—¿Y recuerdas algo más?


Paula intentó concentrarse, pero pronto sacudió la cabeza.


—No.


Pedro la atrajo hacia él. Necesitaba abrazarla, sostenerla. Durante un instante terrible, se había temido lo peor: que Paula se acordara de un hombre del que hubiera estado enamorada. Y tomó inmediatamente una decisión: no iba a poder seguir soportando aquella sensación de inseguridad durante mucho tiempo.


—Paula, tenemos que hacer todo lo que podamos para averiguar algo sobre tu pasado.


—Lo sé —le sonrió feliz—. Pero por lo menos están empezando a volver los recuerdos —se separó de él y se sentó en una piedra—. Es curioso —comentó—, puedo recordar sentimientos y reacciones frente a personas y acontecimientos, pero no detalles concretos. Como esta mañana, cuando estaba pensando en mi... virginidad.


—¿Sí, Paula? —la animó Pedro, ansioso por escuchar sus sentimientos sobre lo ocurrido.


—No podía recordar momentos específicos, ni lugares o personas, pero sí que cuanto más consciente era del hecho de que a mi edad no era normal seguir siendo virgen, más vacilaba a la hora de dejar de serlo. Era como si tuviera mucha importancia para mí —lo miró a los ojos, como si pudiera encontrar en ellos una respuesta—. No quería acostarme con cualquiera la primera vez que hiciera el amor.


—¿Y... así ha sido?


—Oh, no —una inconfundible ternura iluminó su rostro—. Claro que no.


El amor que sentía hacia ella se extendió en el pecho de Pedro de manera casi dolorosa.


—¿Sabes? —le preguntó Pedro acercándose a ella y posando la mano en su cuello—. La próxima vez que hagas el amor te gustará mucho más. No sentirás ningún dolor.


—El dolor mereció la pena —susurró Paula—. Y no creo que sea posible que me guste más.




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