viernes, 25 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 40

 


Mientras Pedro recibía a su invitada en el cuarto de estar, Paula batía huevos en la cocina, para preparar unas galletas de mantequilla. Por el rápido vistazo que les había echado a Pedro y a su visitante, sabía que Monica había llevado el desayuno.


Lo cual quería decir que no tendría por qué hacer galletas. Pero tenía que mantenerse ocupada si no quería terminar haciendo el ridículo. Era muy posible que Mónica terminara quedándose a compartir la quiche que había llevado con Pedro.


Pero aquello no podía ser. No, no debía. No tenía ningún derecho a sentirse molesta por una aparición como aquélla.


Hacer el amor con Pedro había sido un error. Lo había sabido en cuanto había abierto los ojos aquella mañana y se había descubierto acurrucada contra su cuerpo desnudo. Había deseado entonces permanecer allí eternamente, refugiada entre sus brazos, piel contra piel, y maravillosamente saciada tras una noche de amor. Segundos después, había deseado mucho más que eso. Había deseado despertarlo con un beso y volver a hacer el amor una y otra vez.


Pero al contemplar su rostro dormido había sentido una ternura tan sobrecogedora, que apenas se había atrevido a respirar.


Había comprendido lo fácil que le resultaría enamorarse de él.


Y no podía permitírselo. El miedo que la amenazaba escondido tras la espesa niebla que ocultaba sus recuerdos era la más convincente de las advertencias. Sabía que podría hacer sufrir a Pedro, que su amor suponía para él un riesgo físico. No estaba segura de por qué, pero estaba segura de que ocurriría. Y tenía que marcharse antes de que así fuera.


Y ni siquiera podía hablarle de su miedo porque sabía que entonces Pedro jamás la dejaría marcharse. Su instinto protector lo conduciría a involucrarse todavía más en sus problemas.


¿Pero qué ocurriría si el peligro no era real?, le preguntaba una vocecilla interior. Quizá fuera realmente un síntoma del accidente. Pero cuanto más deseaba creer en aquella posibilidad, más dificultades tenía para hacerlo.


Tenía que dejar de pensar en ello, se dijo mientras sacaba una fuente del armario para meterla en el horno. Incluso sin contar con aquel miedo innombrable que la acechaba, hacer el amor con Pedro sólo le serviría para multiplicar sus complicaciones.


Al advertir que el murmullo de voces procedente del salón había cesado, se volvió hacia la puerta y estuvo a punto de dejar caer la bandeja.


Pedro estaba reclinado contra el mostrador de la cocina, con las manos en los bolsillos de la bata y mirándola fijamente con expresión muy seria.


—Estoy haciendo unas galletas para después de la quiche —consiguió decir la joven.


—No hay ninguna quiche. Se la ha llevado Monica.


Paula se obligó a concentrase de nuevo en la bandeja. El alivio que sintió sólo era un indicativo de lo profundos que eran ya sus sentimientos hacia Pedro.


—¿Te apetece que haga unas salchichas con...?


—Paula —la interrumpió Pedro—, ¿te arrepientes de lo que ocurrió anoche?


Paula sentía el corazón en la garganta. ¿Cómo podía contestar sinceramente una pregunta así? Atesoraría lo que había ocurrido aquella noche durante toda su vida, pero sí, al mismo tiempo se arrepentía profundamente de lo ocurrido.


—No, no, por supuesto que no —mintió, volviéndose hacia él con una sonrisa. Una sonrisa que se desvaneció ante la presión de su mirada.


—¿Debería haberme detenido?


—¡No seas tonto! Yo misma te pedí que continuaras. Prácticamente te lo supliqué. Aunque me arrepintiera, no podría culparte a ti de lo ocurrido.


Pedro cerró los ojos y volvió a abrirlos lentamente.


—Entonces tú crees que hay motivos para sentirse culpable.


—Oh, Pedro, no era eso lo que quería decir —dejó la cuchara sobre la bandeja y se aventuró a dar un paso hacia él, deseando poder aliviar las dudas que adivinaba en su rostro—. Lo de anoche fue maravilloso, increíblemente maravilloso. Supongo que tú ya sabes lo mucho que... que me gustó.


Los ojos de Pedro eran un océano de sentimientos insondables.


—¿Pero?


Paula forzó una sonrisa.


—Pero nada. Me diste una información extremadamente importante sobre mí misma, algo que siempre te agradeceré. Y, por supuesto, pasé un rato magnífico.


—Un rato magnífico —repitió Pedro—. Ven aquí. Y bésame.


La sonrisa de Paula fue desapareciendo lentamente de su rostro mientras continuaba mirándolo con doloroso desconcierto. Un beso podía representar un serio peligro para su corazón.


Pedro le tomó las manos y la empujó hacia él mientras se sentaba en el borde de uno de los taburetes que había al lado de la encimera.


—Dime lo que va mal, Paula—le pidió, mientras le rodeaba la cintura con el brazo para impedir que se escapara.


—Hacer el amor contigo ha complicado la situación —confesó Paula, incapaz de resistirse a su mirada.


—¿Qué cosas?


—Mi situación en la casa en primer lugar. Acepté trabajar para ti, y tú estuviste de acuerdo en darme alojamiento y comida a cambio —se interrumpió, intentando poner orden al caos de sus pensamientos—. No sería justo que ninguno de los dos esperáramos algo más que eso.


Pedro frunció el ceño.


—¿Estás preocupada porque temes que considere que parte de tu trabajo consiste en acostarte conmigo?


Paula se sonrojó, odiándolo por pensar que era capaz de acusarlo de algo tan bajo.


—¡No como parte de mi trabajo! Pero nuestra relación sexual complica nuestra relación laboral, teniendo en cuenta sobre todo que tendríamos que vivir juntos. Mira por ejemplo lo que ha pasado con Monica —señaló—. No tenías por qué pedirle que se fuera, pero entiendo la razón por la que lo has hecho. No se habría sentido cómoda estando yo aquí, especialmente si se hubiera enterado de que entre nosotros había algo más que una relación de trabajo.


—Yo no quería que Monica se quedara, y nuestra relación no es asunto suyo.


Paula no pudo evitar sentirse aliviada, lo cual servía únicamente para aumentar su propio desconcierto.


—Quizá ahora no te apetecía que se quedara —argumentó—, pero es posible que pudiera apetecerte alguna vez. ¿Y crees que te sentirías cómodo trayendo a alguien a casa estando yo aquí?


—¿A una mujer, quieres decir?


—Sí, a una mujer. Tienes derecho a traer a tu casa a quien te apetezca.


—¿Estás diciéndome que no te molestaría?


Le destrozaría el corazón, comprendió Paula con repentina claridad. Y se quedó completamente helada. No podía esperar de Pedro atención en exclusiva.


—Como ama de llaves —dijo, batallando consigo misma para no perder la firmeza de su voz—, no tendría ningún derecho a opinar sobre el tema. No tengo ningún derecho a inmiscuirme en tu vida privada.


—¿Y crees que te sentirías mejor si te dijera que pienso traer a una mujer a casa una vez por semana? O quizá dos. Diablos, ¿y por qué conformarse con una sola mujer? He crecido rodeado de personas que creían en el amor libre y en las relaciones abiertas. ¿Es eso lo que me estás diciendo que quieres?


—No —estaba estremecida, horrorizada y muy cerca de las lágrimas.


—Estupendo. Porque no quiero que estés de acuerdo en que traiga otras mujeres a casa. Y puedes estar segura de que no me haría ninguna gracia que trajeras a otros hombres. No soy un hombre que se tome este tipo de relaciones a la ligera, Paula, y teniendo en cuenta lo que descubrimos anoche, creo que tú tampoco.


—No —susurró Paula—. Y ése es el problema. Mientras esté viviendo aquí, tener relaciones sexuales contigo sólo servirá para difuminar las líneas de lo que razonablemente puedo esperar de nuestra relación. Complicaría las cosas.


—Las cosas se complicaron desde el momento en que te conocí.




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