viernes, 31 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 23




Era estupendo llegar al portal de su casa y encontrar a un hombre guapo esperándola con una bolsa llena de comida.


Paula lo vio apretar el asa de la bolsa mientras se acercaba, catalogando sus zapatos, su traje, el color de su carmín.


Se preguntó si vería lo que veía ella: una mujer de estatura normal y aspecto mediocre. Una mujer que, a nivel personal y no profesional, la gente no solía mirar dos veces.


Cuanto más se acercaba, más guapo le parecía. Y el olor de la comida se mezclaba con su aroma mientras se ponía de puntillas para darle un beso en la cara.


Pedro miró sus labios antes de apartarse con una sonrisa.


—¿Qué tal?


—Bien. Ahora mejor.


Mientras subían en el ascensor Pedro no se acercó demasiado, solo la miraba.


—Entra —murmuró Paula cuando por fin abrió la puerta de su apartamento.


Pedro sentía curiosidad por ver cómo era su casa. Colores neutros en las paredes, suelos de madera clara, tonos caramelo y marfil para los muebles y pocos adornos, solo un par de fotografías familiares. El toque de color eran los cojines y dos mantas de textura suave. La vista desde la ventana no era nada especial.


No vivía en aquel sitio para mirar hacia afuera sino para mirar hacia dentro.


—No es mucho —dijo Paula— un dormitorio, un par de baños, un estudio y este salón. Yo nunca…


Pedro la siguió a la cocina, conectada con el salón, y dejó las bolsas en la encimera.


—¿Nunca qué?


Sabía que iba a revelar algún secreto.


—No suelo invitar a mucha gente.


—Es tu cueva —dijo él—. Lo entiendo y me siento halagado por la invitación. Sin presiones, ¿eh? Cuando quieras que me vaya, me lo dices.


—No quiero que te vayas —le dijo. Y no era solo por la comida que estaba sacando de la bolsa—. ¿Eso es cerdo con salsa de ciruelas?


—Sí.


—¿Lo has comprado en mi restaurante favorito?


Tal vez le había hablado de su plato favorito durante el fin de semana.


—¿Cuándo has comido por última vez?


Paula se tocó la frente.


—Tal vez alrededor de las once.


—¿Y cuándo empezaste a trabajar, a las seis?


Ella asintió con la cabeza.


—Trabajar, dormir, comer, jugar. Hay que equilibrar, Pau.


—Eso lo dice un hombre que hasta hace un par de semanas trabajaba veinticuatro horas al día. Y de incógnito.


—Y he aprendido la lección.


Paula sacó cubiertos y tomó un tenedor para probar la comida.


—¿Más patatas? —preguntó Pedro.


—Sí, siempre sí a esa pregunta. ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?


—Nos iremos mañana por la noche y nos llevaremos a Damian para pasar el fin de semana. A ti también, si quieres.


Paula vaciló. Aunque le encantaría, tenía mucho trabajo.


—Lo siento, no puedo. Además, tengo una cita con un octogenario.


—¿Tu abuelo?


—Deberías conocerlo. Creo que te caería bien.


Pedro se quedó inmóvil durante un segundo antes de seguir sirviendo.


—He notado esa vacilación —dijo Paula—. ¿Demasiado pronto para conocer a mi persona favorita en el mundo?


—No, no es eso. Has dicho que debería conocerlo y, de inmediato, yo he pensado: «sí». Y eso me ha hecho pensar porque normalmente hago una pausa mientras intento decir que no y dar las gracias.


—Seguramente quieres conocerlo porque es un general retirado que tiene una tortuga que se llama Verónica.


—Verónica, ¿eh?


—Y está muy orgulloso de ella.


—No sé si te estás riendo de mí, pero me gusta. ¿Dónde vamos a comer, aquí o en el salón?


—En el salón —Paula lo llevó a la mesa—. ¿Qué quieres beber?


—Relájate, ya voy yo.


Pedro volvió con agua mineral para los dos y Paula pareció avergonzada.


—La verdad es que no te esperaba esta noche. De ser así habría llenado la nevera.


Él sonrió, contento.


—No es tu nevera lo que me interesa.


Riendo, Paula se preguntó si sería apropiado olvidarse de la cena, tirarse sobre la mesa y comérselo a él.


Pero no, no sería apropiado.


—¿Qué has estado haciendo estos días?


—Jugar con lanchas motoras y pensar en mi futuro. Tengo que pensarlo muy en serio. La última vez solo pensé en cosas superficiales.


—¿En la emoción, el peligro?


—Exactamente —Pedro cortó un trozo de cerdo y se lo ofreció—. Ahora que soy mayor y más sabio quiero sentirme útil. No necesito dinero y me gusta la adrenalina, así que estoy buscando opciones.


—¿Qué clase de opciones?


—Tal vez el negocio familiar. Haría feliz a mi padre y puede que la Bolsa se me dé bien.


Paula lo estudió en silencio.


—¿Sin comentarios?


—Tal vez como una carrera a corto plazo, pero…


Pedro sonrió.


—¿Crees que me aburriría?


—Tú mismo lo has dicho. No te interesa el dinero, necesitas una causa.


—Una vez tuve una causa, pero estaba corrupta.


—No todo en ella.


—Lo suficiente como para hacerme pensar. No quiero ir al trabajo cada día y tener que averiguar quién va a traicionarme y quién no. No sé cómo lo haces tú.


—¿A qué te refieres?


—Los manejos políticos, la falta de lealtad.


—No es tan malo. Se me da bien la política y en cuanto a la lealtad… —Paula se encogió de hombros. Tal vez estaba acostumbrada a la traición—. Creo que sé lo que podrías hacer. ¿Qué tal algo así como lo que hace tu hermano? Elaborar planes informáticos, recabar información.


Pedro frunció el ceño.


—No es lo mío.


—¿Y recuperación de testigos?


—Tal vez.


—Pegaría con tu estilo de vida.


—¿Cuál es mi estilo de vida?


—Acción, viajes, nada de tiempo para aburrirte. Y cada trabajo sería diferente.


—¿Y si quisiera olvidarme de viajar y quedarme cerca de casa?


—¿Eso es lo que quieres?


Había vuelto a sorprenderla.


—El instinto me dice que es hora de sentar la cabeza, elegir un sitio y convertirlo en mi hogar.


—¿Y qué te dice el instinto sobre viajar en una avioneta para cenar con una mujer que no tiene nada en la nevera?


—La comida es buena y tú eres la compañía que buscaba —respondió Pedro, muy serio—. Quería verte, Pau. No sé, tocar base o algo así.


Ella seguía esperando un «pero».


—¿Tocar base o solo tocar? —bromeó—. ¿Otra vez tienes problemas para dormir?


Tal vez era por eso por lo que estaba allí, tal vez necesitaba la liberación que le había dado en el apartamento.


—Duermo bien —dijo Pedro, con voz ronca—. No necesito que me ates.


—No sería un problema si quisieras. Yo lo pasé bien.


Y a él le había encantado. Era una invitación.


—No, esta vez no —sus ojos se habían oscurecido—. Deja de intentar decirme por qué crees que he venido, Pau. Deja de intentar arreglarme como si estuviera roto. Tu labor no es empujarme hacia una solución. Voy a pensar que sigues trabajando.


—¿Por qué? —exclamó ella, indignada—. Esta noche no estoy dirigiendo nada.


—¿Entonces por qué el foco soy yo y mis problemas? Qué puedo necesitar o qué debería hacer con mi vida. Yo no he sacado esos temas, Paula, lo has hecho tú. Sigues mirándome como si fuera un problema que resolver.


—No… —empezó a decir ella. ¿Tendría razón?—. Yo, tal vez…


—¿Sí?


Paula se echó hacia atrás en la silla para mirarlo. ¿Seguía trabajando? ¿Intentando descubrir qué necesitaba para ayudarlo? ¿No podía estar allí sencillamente porque quería su compañía?


—Estoy interesada en ti y no pienso disculparme por hacer preguntas —dijo por fin—. ¿Cómo si no voy a saber qué pasa en tu vida? Pero tal vez debo relajarme un poco, es verdad. Debo dejar de ofrecer soluciones y tranquilizarme ahora que estoy en casa. Ocurrirá, te lo aseguro, en cualquier momento.


—Ya —Pedro sonrió—. Ahora cena. Luego veremos qué necesitas para relajarte.


Paula siguió comiendo.Tenía que relajarse.


Pedro le habló de Elena y Ruby y de su insistencia en cambiar los sofás de color mostaza del yate. La hacía reír, pero la miraba con una intensidad que hacía imposible relajarse.


—¿Quieres el helado ahora? —le preguntó cuando terminaron de cenar—. Voy a buscarlo…


—No, quédate —Pedro tomó los platos para llevarlos al lavavajillas—. ¿De verdad quieres helado ahora o solo lo tienes para tus invitados?


—A veces tomo helado después de cenar.


—¿Quieres?


—No, la verdad es que no me apetece.


Paula se levantó. No debería quedarse sentada como una tonta. Al fin y al cabo era su cocina y lo mínimo que podía hacer era ayudarlo.


Pero él se interpuso en su camino, con un brillo retador en los ojos.


—Ya está, Pau, no hay que hacer nada más.


—¿Crees que soy demasiado controladora?


—Creo que estamos a punto de descubrirlo. ¿Quieres que te diga qué tipo de sexo me gustaría esta noche?


—Ah, eso podría ser una prueba. Tú decides.


—Buena respuesta —Pedro dio un paso adelante, empujándola contra la pared—. Si quieres que me vaya, dímelo


La mejor respuesta era el silencio.


—Quiero hacerte olvidar hasta tu propio nombre esta noche —murmuró—. ¿Te parece bien?


—Puedes intentarlo. ¿Estás esperando que te dé permiso?


Cuando por fin empezó a besarla, Paula tenía los ojos cerrados y las manos en la pared por miedo a enterrarlas en su pelo y empujarlo hacia abajo. No iba a dirigirlo esa noche.


Pedro le quitó la camisa, deslizándola por sus hombros. No necesitaba indicaciones para desnudarla. Ninguna instrucción mientras la tomaba en brazos como si no pesara nada, apretando sus nalgas y deslizando los fuertes dedos en el interior de las braguitas.


Estaba tan húmeda por él… en cuanto la tocase lo sabría. Si no lo sabía ya. Solo tenía que tocarla y llegaría al orgasmo.


Pedro acarició sus húmedos pliegues, haciéndola suspirar de placer, antes de dejarla en el suelo, apoyándola en la pared con las piernas abiertas.


Paula las abrió más , empujando las caderas hacia él, haciéndole saber con toda claridad que quería más.


—Por favor —susurró, echándole los brazos al cuello.


Pedro se apretó contra ella y el roce de los vaqueros entre las piernas la hizo suspirar.


—Por favor, no me voy a romper. Haz lo que tú quieras.


Quería sentir su miembro dentro para no cerrarse sobre nada, quería la quemazón de intentar tragárselo entero.


Y entonces Pedro la sentó sobre la encimera, tiró de sus braguitas hacia abajo y se bajó pantalón y calzoncillo a la vez para liberar su miembro, erguido y duro. Sus ojos parecían casi negros mientras lo acercaba a su entrada; solo un poco, nada más que una promesa de que pronto… pronto la llenaría.


Luego abrió su boca con el pulgar y ella lo chupó, tirando de él antes de morder los nudillos.


Estaba jugando con ella, excitándola, haciendo que perdiese la cabeza. Sonriendo, bajó la mano para acariciar su centro con el pulgar, frotando el sitio adecuado.


Paula se mordió los labios para no gritar de placer, pero un gemido escapó de su garganta.


—¿Te gusta?


Él sabía que así era.


El siguiente beso fue sucio, exigente y apasionado.


Paula estaba desesperada y él sabía que quería más, pero la hizo esperar mientras la llevaba inexorablemente hacia el clímax.


Tuvo que apoyarse en la encimera para empujar las caderas hacia delante, avaricioso, presionando con el pulgar mientras introducía un centímetro más.


Era enorme, duro y tan bienvenido que Paula apenas podía tenerse en pie. Casi… allí, así.


—¿Qué es lo que quieres?


Su voz ronca era como una caricia.Pedro empujó un poco más y ella gritó, frustrada, cuando no le dio más.


Pero no iba a dirigirlo. En aquella ocasión, él tenía el mando.


 Muchas veces había querido olvidarse de la responsabilidad y dejar que otro diese las órdenes.


—Lo que tú quieras —susurró—. Lo que tú digas.


—Muy bien —Pedro se hundió profundamente en ella con una poderosa embestida—. Córrete para mí.









jueves, 30 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 22




Paula se marchó el domingo por la noche y Pedro no la llamó en tres días. No era el único que sentía la tiranía de la distancia en lo que se refería a las relaciones. Damian estaba en Canberra, a doce horas de la granja, y aunque su hermana era muy independiente estaba claro que Elena echaba de menos a su marido.


—Podríamos ir a visitarlos mañana —le dijo el miércoles, por teléfono—. ¿Sigues teniendo tu licencia de piloto?


—Hace años que no vuelo, tendría que pasar un examen.


—Menos mal que yo sí la tengo.


—¿La avioneta sigue funcionando?


Mantener la Cessna en buenas condiciones una vez había sido su tarea, antes de Antonov.


—Claro. ¿Para qué sirven los juguetes si no puedes usarlos? —Elena hizo una pausa—. ¿Entonces qué dices? ¿Quieres que vayamos a Canberra? Porque yo creo que una visita durante la semana a alguien que nos importa es algo serio.


—Creo que tienes razón.



*****


A Paula le gustaban los jueves y aquel jueves en particular un demonio de ojos azul oscuro la llamó a las seis y media para pedirle que cenase con él.


—¿Por qué no estás en el barco?


—Elena ha decidido cenar con su marido. Tiene una avioneta.


—Mira que sois…


—Me alegra que hayas llamado.


—¿Podemos cenar juntos esta noche? Sé que debería haberte avisado antes.


Así era. Paula miró el número de expedientes que tenía que estudiar y firmar esa misma tarde.


—No sé si puedo.


—¿Y si te llevo la cena a la oficina? ¿Tienes que trabajar hasta muy tarde?


—¿Puedes darme una hora y media? Después de eso creo que podré marcharme.


—¿Quieres que vaya a buscarte?


—Podríamos quedar en mi casa, si tú llevas la cena. Así ganarás puntos, muchos. Podría haber helado de vainilla con chocolate de postre.


—¿También tengo que llevar el helado?


—No hace falta, tengo helado en la nevera.


—Nos vemos allí entonces —dijo Pedro antes de cortar la comunicación.






EL ESPIA: CAPITULO 21




—Niños —dijo Paula por la tarde, mientras tomaban una perca de agua salada y una ensalada en la cubierta del barco—. ¿Qué piensas de los niños?


—Me gustan —respondió Pedro—. No tengo nada contra ellos, pero no sé si quiero tener hijos propios.


—Eres demasiado joven, es normal que pienses eso ahora. ¿Pero no los ves en tu futuro?


—¿Y si me equivoco? Si meto la pata, el niño sufriría. La paternidad requiere una seria consideración.


—Desde luego que sí.


—¿Y tú? ¿Quieres tener hijos?


—Mis padres no han sido un ejemplo a seguir. Mi abuelo, según su propia admisión, abandonó a mi madre porque estaba muy ocupado con su trabajo y ella hizo lo mismo conmigo. Imagino que si yo no tengo hijos, el ciclo terminará.


—Y yo estoy seguro de que eso no es verdad. ¿Si conocieras a alguien especial te gustaría tenerlos?


Su vacilación le dijo muchas cosas.


—De todas formas, tendría que cambiar de vida —murmuró Paula—. Y estoy empezando a ser mayor para tener hijos. Además, nunca he conocido a un hombre con el que haya querido tener hijos y no sé qué clase de madre sería. ¿Y mi trabajo? Tú sabes que estoy todo el día en la oficina. He tenido que pedir muchos favores para conseguir este fin de semana libre.


Pedro frunció el ceño.


—Dejé de pensar en ser madre cuando conseguí el puesto. Sé qué tú no crees que la diferencia de edad sea un problema, pero tal vez mi ambivalencia en el asunto de los hijos sí te importe.


—¿Te estás apartando de mí?


—No —respondió ella, pero parecía preocupada—. Estoy dejándote entrar, hablándote sobre las esperanzas y los sueños que aún tengo y los que he dejado escapar.


Pedro miró el mar, pensando que ser padre no tenía atractivo para él si la mujer que tenía a su lado no quería ser madre.


Fue una de las decisiones más sencillas que había tomado en su vida


—¿Qué te parece ser tía?


—Sería una buena tía —respondió Paula—. Claro que yo no tengo sobrinos.


—Yo tengo tres y una hermana embarazada. Si me porto bien, tal vez me deje al niño alguna vez. Así podrías practicar.


Ella sonrió.


—Eres casi perfecto, no dejes que nadie te diga lo contrario.


Tarde, mucho más tarde, se reunieron con Elena y Damian para tomar una copa.


Y no porque hubiesen tenido viento en contra.






EL ESPIA: CAPITULO 20




Paula despertó antes del amanecer, como era habitual, pero en aquella ocasión despertó en medio de un mar de almohadones y mantas, con el cielo sobre su cabeza y algo caliente a su lado, Pedro Alfonso.


Y era un canalla posesivo incluso en sueños porque tenía una mano sobre su corazón. No la había presionado para que hicieran el amor por la noche. De hecho, le había dado justo lo que necesitaba: un sitio en el que relajarse y olvidar las presiones de una semana terrible, permiso para respirar y cerrar los ojos sin hacer nada más.


Podría haber querido una relación sexual que le robase el alma, pero Pedro le había dado exactamente lo que necesitaba.


Paula sonrió cuando Pedro empezó a pasar los dedos por su espina dorsal.


—¿Has dormido bien?


—Mmm.


—¿Quieres seguir durmiendo?


—Mmmm.


Seguía pasando los dedos por su espina dorsal en una caricia suave, casi reverente, como una promesa. Y Paula arqueó la espalda, anhelando que la hiciese realidad.


—Quiero que estés dentro de mí.


Pedro la saboreó… no había otra palabra para describirlo, y ella se rindió al placer.


Cuando terminó de explorar su espalda con los dedos y la tomó entre sus fuertes brazos Paula pensó que podría ser un dios del sexo. Pero cuando se deslizó en ella, despacio, supo con toda seguridad que era un dios del sexo.


La montó despacio, atormentándola, haciendo crecer el deseo con cada embestida. Y a la luz de un nuevo día llegaron al final juntos.


Aquello no era el sexo que ella conocía.


Era algo completamente diferente.





miércoles, 29 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 19




Paula se tomó el fin de semana libre. Había trabajado los últimos tres fines de semana seguidos y tenía derecho a unos días de descanso, aunque no solía aprovechar la oportunidad. Subió a un avión y tres horas más tarde aterrizaba en un aeropuerto regional al norte de Nueva Gales del Sur.


Y encontró a Pedro esperándola.


Ah, podría acostumbrarse a aquello.


Se le daba bien hacer que una mujer se sintiera especial. 


Con una sonrisa torcida y una de esas miradas lo tenía todo hecho.


—¿Dónde vamos? —le preguntó.


—Esta noche a la casa de la playa, mañana saldremos a navegar. Tomaremos una copa con Elena y Damian el sábado por la noche y el domingo volveremos a navegar un rato. ¿Qué te parece?


—Genial —respondió ella. De hecho, sonaba de maravilla.


—¿Tienes que estar en algún sitio el domingo?


—Suelo cenar en casa de mis padres, pero he cancelado la cena.


—¿Eso va a causar algún problema?


—Tengo la impresión de que mis padres lo esperaban. Se han retirado hace poco y se sienten invisibles. Están buscándole un nuevo sentido a sus vidas, pero yo no puedo estar a su lado como esperan. Salvo mi abuelo, no me interesa demasiado mi familia.


—¿Por qué no?


—Porque no es una familia de verdad.


Pedro se quedó callado y ella también mientras se dirigían a un todoterreno con sujeción en el techo para tablas de surf.


—Me alego de que hayas venido —dijo Pedro, mientras colocaba su bolsa de viaje en el asiento trasero.


—Yo también.


—Te besaría, pero antes quiero llegar a casa.


—¿Por qué? ¿Temes perder el control?


Pedro sonrió.


—No, es que una vez que empiece dudo que pueda parar.


Tal vez era algo natural para él, o tal vez tenía toda una vida de práctica, pero aquel hombre sabía instintivamente cómo hacer que se sintiera importante en su mundo.


Y a Paula le encantaba.


Pedro pensó que preguntarle cómo había ido la semana en la oficina no sería buena idea, de modo que hablaron de temas mundanos y de su familia mientras comían con apetito.


—¿Podrían llamarte en cualquier momento? —le preguntó.


—No.


—¿Vino blanco?


—Sí.


Había estado seduciendo a mujeres desde que era adolescente, con confianza, sin hacer el menor esfuerzo. 


Pero aquello era diferente.


—Los dormitorios están al final del pasillo. Hay varios, puedes elegir el que quieras.


—El tuyo —dijo Paula.


Bueno, entonces ningún problema.


Pero Pedro no se apresuró, quería tomarse su tiempo.


Salieron a la terraza después de cenar. Tal vez Paula había intuido que era uno de sus sitios favoritos o tal vez no, pero allí había una televisión y suficientes tumbonas y almohadones como para que durmiesen veinte.


Vieron una película por la noche, al aire libre. Era una de espías, pero iban cambiando el guion cuando no les gustaba. Paula reía mientras tomaba una copa de vino y a la una apoyó la cabeza en su torso y cerró los ojos, respirando profundamente.


Pedro apagó la televisión y dejó que las estrellas los iluminasen. Bajo una manta, apretados el uno contra el otro, cerró los ojos también, en su corazón renaciendo una nueva esperanza.







EL ESPIA: CAPITULO 18





Pedro estuvo cinco días redescubriendo la belleza de la costa este australiana en su nuevo barco. Cinco días sintiendo el sol en la cara y disfrutando de la brisa del mar en su piel.


Había sufrido dos tormentas, pero las había disfrutado como nunca y dormía mejor sintiéndose mecido por las olas; mucho mejor que en una cama con la excepción de la cama en la que había dormido con Paula.


Había dormido como nunca después de hacer el amor con ella, apretados el uno contra el otro, piel con piel, con su nombre en los labios.


Ese nombre seguía haciendo eco en su cabeza, en su corazón, en su psique, alterando la percepción de las cosas, cambiando su forma de pensar.


Le había dejado un mensaje en el móvil para contarle lo que estaba haciendo y que volvería a ponerse en contacto con ella. La invitaría a la casa de la playa si no tenía nada que hacer el fin de semana.


Pero no quería recibir una negativa, de modo que no volvió a llamarla inmediatamente. De ese modo mantenía la esperanza.


Cuando llegó al muelle a media mañana del viernes llamó a Elena para preguntarle si quería quedar con él en el puerto para ver el barco que habían comprado a medias. Sabía que estaría allí en una hora, la curiosidad no podría con ella.


Y si tenía suerte llevaría el almuerzo.


Elena llegó en una lancha roja que Damian le había regalado y que él había robado una vez, con la consiguiente reprimenda de su hermana.


Pedro sonrió al recordarlo mientras Elena lo saludaba con un alegre:
—Tienes buen aspecto, hermanito.


—Tú también.


Elena estaba preciosa, bronceada y feliz.


—Espera, voy a echar la escalerilla.


—No necesito una escalerilla. Dame la mano.


—¿Con mis costillas rotas? De eso nada, pesas mucho.


—Estoy más delgada —protestó ella—. Mi marido puede llevarme en brazos, tú te estás haciendo viejo.


—Tenía que ocurrir alguna vez. También estoy cansado y desde hace tres días sin empleo.


—Menos mal que eres independiente económicamente.


Pedro colocó la escalerilla y cuando llegó arriba le ofreció su mano.


—Qué bonito —murmuró Elena, mirando alrededor—. ¿No habías dicho que era de segunda mano?


—Lo es. Aunque creo que los anteriores dueños no lo usaron mucho.


—Mejor para nosotros —Elena asomó la cabeza por la escotilla que llevaba al interior del barco—. Madre mía, todo es de color mostaza. Ruby, la mujer de Sergio, tiene un ojo fenomenal para el color, espero que haga algo.


—¿No está ocupada ahora mismo con el embarazo?


—Sí, es verdad. Tendré que hacerlo yo misma, pero le pediré ayuda. Sabrás que pienso ser la tía que haga locuras con ese niño, ¿no?


—¿El niño?


—O niña, da igual. Yo solo quiero que tengan un bebé precioso y sano.


—¿Tú no…? Quiero decir…


Pedro no sabía cómo hacer esa pregunta, pero Elena se compadeció de él.


—¿Si estoy celosa? Un poco. Aún no me he acostumbrado a la idea de que yo no podré tener hijos, pero hay otras opciones: adopción, acogida, inseminación artificial… bueno, ya sabes. Conocí a un niño de doce años en el hospital el año pasado y sé que sigue allí. Su familia murió en el accidente en el que se rompió la pelvis y las piernas.


—¿Quieres adoptarlo?


—Estoy pensando en ello. Es un niño estupendo, muy valiente.


—¿No tiene más familia?


—Una abuela que lo quiere mucho, pero sin recursos económicos.


—¿Y crees que te dejaría adoptarlo?


—No lo sé, aún no he hablado con ella. No sé, aún no lo tengo decidido.


—¿Dónde vive?


—En Byron, eso es lo bueno, porque ella podría seguir viéndolo —Elena se colocó las gafas de sol sobre la cabeza para mirarlo a los ojos—. ¿Qué te parece?


—Si alguien puede hacer que eso salga bien, eres tú.


Pedro había estado frente al jefe de los Servicios Secretos solo unos días antes y el hombre, al escuchar el nombre de Elena, había cuestionado qué podría aportar su hermana.
Corazón. Elena habría llevado corazón al equipo.


—En dirección me pidieron que organizase un grupo de operaciones el otro día. Si lo hubiera hecho, te habría incluido a ti.


Elena dejó de sonreír.


—Pero no he aceptado —se apresuró a decir Pedro—. ¿Tú habrías querido?


—No, hace tiempo sí, pero ya no.


—Entonces he hecho bien.


Elena lo estudió atentamente, como si no lo conociera mejor que nadie, y a Pedro le dolió lo cerrado que se había vuelto en los últimos años, incluso para su familia.


—¿Qué tal estar libre de todo?


Pedro pensó en su nueva vida… y en una mujer a la que nunca olvidaría.


—Bien.


—Bueno, voy a investigar ese color mostaza —Elena bajó por la escalerilla hasta el interior del barco—. ¿En serio? ¿Has comprado un yate con cortinas de flores?


Pedro soltó una carcajada.


—Los propietarios no tenían buen ojo para el diseño.


—Ya, pero tú llevas aquí varios días y aún no las has quitado.


—He estado pensando en otras cosas.


En realidad, ni siquiera se había dado cuenta. Cuando se reunió con su hermana encontró la mitad de las cortinas tiradas en el suelo.


—A mí me gustan.


—De eso nada.


Elena quitó todas las cortinas y miró alrededor. El interior tenía un aspecto mucho más luminoso.


—No está mal. Incluso empiezan a gustarme los sofás de color mostaza.


—Los dormitorios están por aquí.


—¡Por el amor de Dios, alguien ha despellejado una vaca y la ha metido en tu dormitorio!


—Querrás decir tu dormitorio. El mío es el otro.


—De eso nada. La que pagó su mitad antes elige habitación.


Elena abrió la otra puerta y lanzó un alarido.


—¡Es morado, con una alfombra de color lima! Alucinante, de verdad. Esto no es un yate, es una discoteca. No puedo creer que lo hayas comprado.


—Llevaba algún tiempo en el mercado —dijo Pedro—. ¿No te gusta? A mí sí.


—Esto me supera. Conozco mis límites y necesito a Ruby.


—Pero navega bien, como un ángel.


—Pues venga, vamos a probarlo.


Acabaron en la isla Green, nadando hasta la playa por la tarde.


Elena se tumbó en la arena, dejándose acariciar por las olas, y Pedro se sentó a su lado, sorprendido por la paz interior que había encontrado en los últimos días tras dejar su trabajo y acostarse con una mujer en la que no podía dejar de pensar.


—¿Qué te parece Paula Chaves?


Elena levantó la cabeza.


—¿En qué sentido?


—Para mí.


—Bueno, no es tonta.


—¿Pero?


—¿Es posible para alguien en su puesto tener una relación decente o salir con alguien que ya no esté en ese mundo?


—No lo sé.


—¿Esa es la clase de relación que quieres?


Pedro se encogió de hombros.


—La verdad es que no lo sé.


—Tienes que ponerte en contacto con tus sentimientos.


—Dice la mujer que ha pasado diez años ignorando los suyos en lo que se refiere al amor.


—Bueno, yo soy lenta. ¿Qué se le va a hacer?


—No eres lenta.


—Te he echado de menos y me alegro mucho de que hayas vuelto —murmuró Elena entonces—. Y también me alegro de que muestres interés por una mujer, aunque no esté segura de que ella pueda darte lo que necesitas.


—¿Y qué necesito?


—Alguien que pueda estar a tu lado, que te apoye de manera incondicional, pero eso es mucho pedir porque yo sé hasta dónde puedes llegar con la gente a la que quieres.


Pedro miró el cielo, pensativo.


—Me gusta. Hay algo especial en ella.


—Bueno, pues ya me contarás cómo va el asunto.


—Eso no sería muy caballeroso.


—No, pero me lo contarás de todos modos.


Pedro no tuvo que volverse para saber que estaba sonriendo.


—Sí, es verdad







EL ESPIA: CAPITULO 17




Según Sam, Paula estaba hablando por teléfono.


—¿Cuánto tardará?


—Acaba de empezar y es una conferencia con varios jefes de sector.


—Solo necesito un minuto.


—No, no es posible —Sam miró su mochila con gesto receloso—. ¿Va a algún sitio?


—A buscar un barco y luego a la playa. Ya no tengo nada que hacer aquí.


—¿Ah, no?


—He presentado mi renuncia y solo quiero hablar un momento con Paula. Tengo que dejar algo en su escritorio, ni siquiera tendría que dejar de hablar.


—Puede dejarlo aquí.


—No, prefiero dárselo personalmente. Vamos, Sam, un último favor y no tendrás que volver a verme.


—Espere, lo acompaño. No hable si tiene los cascos puestos.


—No lo haré.


Sam abrió la puerta del despacho y Pedro la vio sentada tras el escritorio, con los cascos puestos y el escritorio lleno de papeles. Su expresión era una cautivadora combinación de concentración y serenidad, como si aquel fuese el mundo que le gustaba, como si estuviese hecha para ello.


Paula le había dicho que había buscado aquel puesto desde los quince años.


Sonriendo al ver que enarcaba una ceja, sacó la segunda copia del informe y la dejó sobre su escritorio, anotando a bolígrafo que solo había dos y qué dirección tenía el otro.


Ella asintió con la cabeza y siguió escuchando.


¿Más tarde?, escribió en un papel amarillo. Pedro negó con la cabeza.


Me voy a la playa, escribió. Y quieren verte en dirección.


Paula frunció el ceño.


—Sí, Clayton, lo entiendo —murmuró, concentrándose en la llamada.


Pedro la miró durante unos segundos como si quisiera memorizar su rostro.


Y luego salió del despacho.