viernes, 31 de julio de 2015
EL ESPIA: CAPITULO 23
Era estupendo llegar al portal de su casa y encontrar a un hombre guapo esperándola con una bolsa llena de comida.
Paula lo vio apretar el asa de la bolsa mientras se acercaba, catalogando sus zapatos, su traje, el color de su carmín.
Se preguntó si vería lo que veía ella: una mujer de estatura normal y aspecto mediocre. Una mujer que, a nivel personal y no profesional, la gente no solía mirar dos veces.
Cuanto más se acercaba, más guapo le parecía. Y el olor de la comida se mezclaba con su aroma mientras se ponía de puntillas para darle un beso en la cara.
Pedro miró sus labios antes de apartarse con una sonrisa.
—¿Qué tal?
—Bien. Ahora mejor.
Mientras subían en el ascensor Pedro no se acercó demasiado, solo la miraba.
—Entra —murmuró Paula cuando por fin abrió la puerta de su apartamento.
Pedro sentía curiosidad por ver cómo era su casa. Colores neutros en las paredes, suelos de madera clara, tonos caramelo y marfil para los muebles y pocos adornos, solo un par de fotografías familiares. El toque de color eran los cojines y dos mantas de textura suave. La vista desde la ventana no era nada especial.
No vivía en aquel sitio para mirar hacia afuera sino para mirar hacia dentro.
—No es mucho —dijo Paula— un dormitorio, un par de baños, un estudio y este salón. Yo nunca…
Pedro la siguió a la cocina, conectada con el salón, y dejó las bolsas en la encimera.
—¿Nunca qué?
Sabía que iba a revelar algún secreto.
—No suelo invitar a mucha gente.
—Es tu cueva —dijo él—. Lo entiendo y me siento halagado por la invitación. Sin presiones, ¿eh? Cuando quieras que me vaya, me lo dices.
—No quiero que te vayas —le dijo. Y no era solo por la comida que estaba sacando de la bolsa—. ¿Eso es cerdo con salsa de ciruelas?
—Sí.
—¿Lo has comprado en mi restaurante favorito?
Tal vez le había hablado de su plato favorito durante el fin de semana.
—¿Cuándo has comido por última vez?
Paula se tocó la frente.
—Tal vez alrededor de las once.
—¿Y cuándo empezaste a trabajar, a las seis?
Ella asintió con la cabeza.
—Trabajar, dormir, comer, jugar. Hay que equilibrar, Pau.
—Eso lo dice un hombre que hasta hace un par de semanas trabajaba veinticuatro horas al día. Y de incógnito.
—Y he aprendido la lección.
Paula sacó cubiertos y tomó un tenedor para probar la comida.
—¿Más patatas? —preguntó Pedro.
—Sí, siempre sí a esa pregunta. ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?
—Nos iremos mañana por la noche y nos llevaremos a Damian para pasar el fin de semana. A ti también, si quieres.
Paula vaciló. Aunque le encantaría, tenía mucho trabajo.
—Lo siento, no puedo. Además, tengo una cita con un octogenario.
—¿Tu abuelo?
—Deberías conocerlo. Creo que te caería bien.
Pedro se quedó inmóvil durante un segundo antes de seguir sirviendo.
—He notado esa vacilación —dijo Paula—. ¿Demasiado pronto para conocer a mi persona favorita en el mundo?
—No, no es eso. Has dicho que debería conocerlo y, de inmediato, yo he pensado: «sí». Y eso me ha hecho pensar porque normalmente hago una pausa mientras intento decir que no y dar las gracias.
—Seguramente quieres conocerlo porque es un general retirado que tiene una tortuga que se llama Verónica.
—Verónica, ¿eh?
—Y está muy orgulloso de ella.
—No sé si te estás riendo de mí, pero me gusta. ¿Dónde vamos a comer, aquí o en el salón?
—En el salón —Paula lo llevó a la mesa—. ¿Qué quieres beber?
—Relájate, ya voy yo.
Pedro volvió con agua mineral para los dos y Paula pareció avergonzada.
—La verdad es que no te esperaba esta noche. De ser así habría llenado la nevera.
Él sonrió, contento.
—No es tu nevera lo que me interesa.
Riendo, Paula se preguntó si sería apropiado olvidarse de la cena, tirarse sobre la mesa y comérselo a él.
Pero no, no sería apropiado.
—¿Qué has estado haciendo estos días?
—Jugar con lanchas motoras y pensar en mi futuro. Tengo que pensarlo muy en serio. La última vez solo pensé en cosas superficiales.
—¿En la emoción, el peligro?
—Exactamente —Pedro cortó un trozo de cerdo y se lo ofreció—. Ahora que soy mayor y más sabio quiero sentirme útil. No necesito dinero y me gusta la adrenalina, así que estoy buscando opciones.
—¿Qué clase de opciones?
—Tal vez el negocio familiar. Haría feliz a mi padre y puede que la Bolsa se me dé bien.
Paula lo estudió en silencio.
—¿Sin comentarios?
—Tal vez como una carrera a corto plazo, pero…
Pedro sonrió.
—¿Crees que me aburriría?
—Tú mismo lo has dicho. No te interesa el dinero, necesitas una causa.
—Una vez tuve una causa, pero estaba corrupta.
—No todo en ella.
—Lo suficiente como para hacerme pensar. No quiero ir al trabajo cada día y tener que averiguar quién va a traicionarme y quién no. No sé cómo lo haces tú.
—¿A qué te refieres?
—Los manejos políticos, la falta de lealtad.
—No es tan malo. Se me da bien la política y en cuanto a la lealtad… —Paula se encogió de hombros. Tal vez estaba acostumbrada a la traición—. Creo que sé lo que podrías hacer. ¿Qué tal algo así como lo que hace tu hermano? Elaborar planes informáticos, recabar información.
Pedro frunció el ceño.
—No es lo mío.
—¿Y recuperación de testigos?
—Tal vez.
—Pegaría con tu estilo de vida.
—¿Cuál es mi estilo de vida?
—Acción, viajes, nada de tiempo para aburrirte. Y cada trabajo sería diferente.
—¿Y si quisiera olvidarme de viajar y quedarme cerca de casa?
—¿Eso es lo que quieres?
Había vuelto a sorprenderla.
—El instinto me dice que es hora de sentar la cabeza, elegir un sitio y convertirlo en mi hogar.
—¿Y qué te dice el instinto sobre viajar en una avioneta para cenar con una mujer que no tiene nada en la nevera?
—La comida es buena y tú eres la compañía que buscaba —respondió Pedro, muy serio—. Quería verte, Pau. No sé, tocar base o algo así.
Ella seguía esperando un «pero».
—¿Tocar base o solo tocar? —bromeó—. ¿Otra vez tienes problemas para dormir?
Tal vez era por eso por lo que estaba allí, tal vez necesitaba la liberación que le había dado en el apartamento.
—Duermo bien —dijo Pedro, con voz ronca—. No necesito que me ates.
—No sería un problema si quisieras. Yo lo pasé bien.
Y a él le había encantado. Era una invitación.
—No, esta vez no —sus ojos se habían oscurecido—. Deja de intentar decirme por qué crees que he venido, Pau. Deja de intentar arreglarme como si estuviera roto. Tu labor no es empujarme hacia una solución. Voy a pensar que sigues trabajando.
—¿Por qué? —exclamó ella, indignada—. Esta noche no estoy dirigiendo nada.
—¿Entonces por qué el foco soy yo y mis problemas? Qué puedo necesitar o qué debería hacer con mi vida. Yo no he sacado esos temas, Paula, lo has hecho tú. Sigues mirándome como si fuera un problema que resolver.
—No… —empezó a decir ella. ¿Tendría razón?—. Yo, tal vez…
—¿Sí?
Paula se echó hacia atrás en la silla para mirarlo. ¿Seguía trabajando? ¿Intentando descubrir qué necesitaba para ayudarlo? ¿No podía estar allí sencillamente porque quería su compañía?
—Estoy interesada en ti y no pienso disculparme por hacer preguntas —dijo por fin—. ¿Cómo si no voy a saber qué pasa en tu vida? Pero tal vez debo relajarme un poco, es verdad. Debo dejar de ofrecer soluciones y tranquilizarme ahora que estoy en casa. Ocurrirá, te lo aseguro, en cualquier momento.
—Ya —Pedro sonrió—. Ahora cena. Luego veremos qué necesitas para relajarte.
Paula siguió comiendo.Tenía que relajarse.
Pedro le habló de Elena y Ruby y de su insistencia en cambiar los sofás de color mostaza del yate. La hacía reír, pero la miraba con una intensidad que hacía imposible relajarse.
—¿Quieres el helado ahora? —le preguntó cuando terminaron de cenar—. Voy a buscarlo…
—No, quédate —Pedro tomó los platos para llevarlos al lavavajillas—. ¿De verdad quieres helado ahora o solo lo tienes para tus invitados?
—A veces tomo helado después de cenar.
—¿Quieres?
—No, la verdad es que no me apetece.
Paula se levantó. No debería quedarse sentada como una tonta. Al fin y al cabo era su cocina y lo mínimo que podía hacer era ayudarlo.
Pero él se interpuso en su camino, con un brillo retador en los ojos.
—Ya está, Pau, no hay que hacer nada más.
—¿Crees que soy demasiado controladora?
—Creo que estamos a punto de descubrirlo. ¿Quieres que te diga qué tipo de sexo me gustaría esta noche?
—Ah, eso podría ser una prueba. Tú decides.
—Buena respuesta —Pedro dio un paso adelante, empujándola contra la pared—. Si quieres que me vaya, dímelo
La mejor respuesta era el silencio.
—Quiero hacerte olvidar hasta tu propio nombre esta noche —murmuró—. ¿Te parece bien?
—Puedes intentarlo. ¿Estás esperando que te dé permiso?
Cuando por fin empezó a besarla, Paula tenía los ojos cerrados y las manos en la pared por miedo a enterrarlas en su pelo y empujarlo hacia abajo. No iba a dirigirlo esa noche.
Pedro le quitó la camisa, deslizándola por sus hombros. No necesitaba indicaciones para desnudarla. Ninguna instrucción mientras la tomaba en brazos como si no pesara nada, apretando sus nalgas y deslizando los fuertes dedos en el interior de las braguitas.
Estaba tan húmeda por él… en cuanto la tocase lo sabría. Si no lo sabía ya. Solo tenía que tocarla y llegaría al orgasmo.
Pedro acarició sus húmedos pliegues, haciéndola suspirar de placer, antes de dejarla en el suelo, apoyándola en la pared con las piernas abiertas.
Paula las abrió más , empujando las caderas hacia él, haciéndole saber con toda claridad que quería más.
—Por favor —susurró, echándole los brazos al cuello.
Pedro se apretó contra ella y el roce de los vaqueros entre las piernas la hizo suspirar.
—Por favor, no me voy a romper. Haz lo que tú quieras.
Quería sentir su miembro dentro para no cerrarse sobre nada, quería la quemazón de intentar tragárselo entero.
Y entonces Pedro la sentó sobre la encimera, tiró de sus braguitas hacia abajo y se bajó pantalón y calzoncillo a la vez para liberar su miembro, erguido y duro. Sus ojos parecían casi negros mientras lo acercaba a su entrada; solo un poco, nada más que una promesa de que pronto… pronto la llenaría.
Luego abrió su boca con el pulgar y ella lo chupó, tirando de él antes de morder los nudillos.
Estaba jugando con ella, excitándola, haciendo que perdiese la cabeza. Sonriendo, bajó la mano para acariciar su centro con el pulgar, frotando el sitio adecuado.
Paula se mordió los labios para no gritar de placer, pero un gemido escapó de su garganta.
—¿Te gusta?
Él sabía que así era.
El siguiente beso fue sucio, exigente y apasionado.
Paula estaba desesperada y él sabía que quería más, pero la hizo esperar mientras la llevaba inexorablemente hacia el clímax.
Tuvo que apoyarse en la encimera para empujar las caderas hacia delante, avaricioso, presionando con el pulgar mientras introducía un centímetro más.
Era enorme, duro y tan bienvenido que Paula apenas podía tenerse en pie. Casi… allí, así.
—¿Qué es lo que quieres?
Su voz ronca era como una caricia.Pedro empujó un poco más y ella gritó, frustrada, cuando no le dio más.
Pero no iba a dirigirlo. En aquella ocasión, él tenía el mando.
Muchas veces había querido olvidarse de la responsabilidad y dejar que otro diese las órdenes.
—Lo que tú quieras —susurró—. Lo que tú digas.
—Muy bien —Pedro se hundió profundamente en ella con una poderosa embestida—. Córrete para mí.
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