miércoles, 29 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 18





Pedro estuvo cinco días redescubriendo la belleza de la costa este australiana en su nuevo barco. Cinco días sintiendo el sol en la cara y disfrutando de la brisa del mar en su piel.


Había sufrido dos tormentas, pero las había disfrutado como nunca y dormía mejor sintiéndose mecido por las olas; mucho mejor que en una cama con la excepción de la cama en la que había dormido con Paula.


Había dormido como nunca después de hacer el amor con ella, apretados el uno contra el otro, piel con piel, con su nombre en los labios.


Ese nombre seguía haciendo eco en su cabeza, en su corazón, en su psique, alterando la percepción de las cosas, cambiando su forma de pensar.


Le había dejado un mensaje en el móvil para contarle lo que estaba haciendo y que volvería a ponerse en contacto con ella. La invitaría a la casa de la playa si no tenía nada que hacer el fin de semana.


Pero no quería recibir una negativa, de modo que no volvió a llamarla inmediatamente. De ese modo mantenía la esperanza.


Cuando llegó al muelle a media mañana del viernes llamó a Elena para preguntarle si quería quedar con él en el puerto para ver el barco que habían comprado a medias. Sabía que estaría allí en una hora, la curiosidad no podría con ella.


Y si tenía suerte llevaría el almuerzo.


Elena llegó en una lancha roja que Damian le había regalado y que él había robado una vez, con la consiguiente reprimenda de su hermana.


Pedro sonrió al recordarlo mientras Elena lo saludaba con un alegre:
—Tienes buen aspecto, hermanito.


—Tú también.


Elena estaba preciosa, bronceada y feliz.


—Espera, voy a echar la escalerilla.


—No necesito una escalerilla. Dame la mano.


—¿Con mis costillas rotas? De eso nada, pesas mucho.


—Estoy más delgada —protestó ella—. Mi marido puede llevarme en brazos, tú te estás haciendo viejo.


—Tenía que ocurrir alguna vez. También estoy cansado y desde hace tres días sin empleo.


—Menos mal que eres independiente económicamente.


Pedro colocó la escalerilla y cuando llegó arriba le ofreció su mano.


—Qué bonito —murmuró Elena, mirando alrededor—. ¿No habías dicho que era de segunda mano?


—Lo es. Aunque creo que los anteriores dueños no lo usaron mucho.


—Mejor para nosotros —Elena asomó la cabeza por la escotilla que llevaba al interior del barco—. Madre mía, todo es de color mostaza. Ruby, la mujer de Sergio, tiene un ojo fenomenal para el color, espero que haga algo.


—¿No está ocupada ahora mismo con el embarazo?


—Sí, es verdad. Tendré que hacerlo yo misma, pero le pediré ayuda. Sabrás que pienso ser la tía que haga locuras con ese niño, ¿no?


—¿El niño?


—O niña, da igual. Yo solo quiero que tengan un bebé precioso y sano.


—¿Tú no…? Quiero decir…


Pedro no sabía cómo hacer esa pregunta, pero Elena se compadeció de él.


—¿Si estoy celosa? Un poco. Aún no me he acostumbrado a la idea de que yo no podré tener hijos, pero hay otras opciones: adopción, acogida, inseminación artificial… bueno, ya sabes. Conocí a un niño de doce años en el hospital el año pasado y sé que sigue allí. Su familia murió en el accidente en el que se rompió la pelvis y las piernas.


—¿Quieres adoptarlo?


—Estoy pensando en ello. Es un niño estupendo, muy valiente.


—¿No tiene más familia?


—Una abuela que lo quiere mucho, pero sin recursos económicos.


—¿Y crees que te dejaría adoptarlo?


—No lo sé, aún no he hablado con ella. No sé, aún no lo tengo decidido.


—¿Dónde vive?


—En Byron, eso es lo bueno, porque ella podría seguir viéndolo —Elena se colocó las gafas de sol sobre la cabeza para mirarlo a los ojos—. ¿Qué te parece?


—Si alguien puede hacer que eso salga bien, eres tú.


Pedro había estado frente al jefe de los Servicios Secretos solo unos días antes y el hombre, al escuchar el nombre de Elena, había cuestionado qué podría aportar su hermana.
Corazón. Elena habría llevado corazón al equipo.


—En dirección me pidieron que organizase un grupo de operaciones el otro día. Si lo hubiera hecho, te habría incluido a ti.


Elena dejó de sonreír.


—Pero no he aceptado —se apresuró a decir Pedro—. ¿Tú habrías querido?


—No, hace tiempo sí, pero ya no.


—Entonces he hecho bien.


Elena lo estudió atentamente, como si no lo conociera mejor que nadie, y a Pedro le dolió lo cerrado que se había vuelto en los últimos años, incluso para su familia.


—¿Qué tal estar libre de todo?


Pedro pensó en su nueva vida… y en una mujer a la que nunca olvidaría.


—Bien.


—Bueno, voy a investigar ese color mostaza —Elena bajó por la escalerilla hasta el interior del barco—. ¿En serio? ¿Has comprado un yate con cortinas de flores?


Pedro soltó una carcajada.


—Los propietarios no tenían buen ojo para el diseño.


—Ya, pero tú llevas aquí varios días y aún no las has quitado.


—He estado pensando en otras cosas.


En realidad, ni siquiera se había dado cuenta. Cuando se reunió con su hermana encontró la mitad de las cortinas tiradas en el suelo.


—A mí me gustan.


—De eso nada.


Elena quitó todas las cortinas y miró alrededor. El interior tenía un aspecto mucho más luminoso.


—No está mal. Incluso empiezan a gustarme los sofás de color mostaza.


—Los dormitorios están por aquí.


—¡Por el amor de Dios, alguien ha despellejado una vaca y la ha metido en tu dormitorio!


—Querrás decir tu dormitorio. El mío es el otro.


—De eso nada. La que pagó su mitad antes elige habitación.


Elena abrió la otra puerta y lanzó un alarido.


—¡Es morado, con una alfombra de color lima! Alucinante, de verdad. Esto no es un yate, es una discoteca. No puedo creer que lo hayas comprado.


—Llevaba algún tiempo en el mercado —dijo Pedro—. ¿No te gusta? A mí sí.


—Esto me supera. Conozco mis límites y necesito a Ruby.


—Pero navega bien, como un ángel.


—Pues venga, vamos a probarlo.


Acabaron en la isla Green, nadando hasta la playa por la tarde.


Elena se tumbó en la arena, dejándose acariciar por las olas, y Pedro se sentó a su lado, sorprendido por la paz interior que había encontrado en los últimos días tras dejar su trabajo y acostarse con una mujer en la que no podía dejar de pensar.


—¿Qué te parece Paula Chaves?


Elena levantó la cabeza.


—¿En qué sentido?


—Para mí.


—Bueno, no es tonta.


—¿Pero?


—¿Es posible para alguien en su puesto tener una relación decente o salir con alguien que ya no esté en ese mundo?


—No lo sé.


—¿Esa es la clase de relación que quieres?


Pedro se encogió de hombros.


—La verdad es que no lo sé.


—Tienes que ponerte en contacto con tus sentimientos.


—Dice la mujer que ha pasado diez años ignorando los suyos en lo que se refiere al amor.


—Bueno, yo soy lenta. ¿Qué se le va a hacer?


—No eres lenta.


—Te he echado de menos y me alegro mucho de que hayas vuelto —murmuró Elena entonces—. Y también me alegro de que muestres interés por una mujer, aunque no esté segura de que ella pueda darte lo que necesitas.


—¿Y qué necesito?


—Alguien que pueda estar a tu lado, que te apoye de manera incondicional, pero eso es mucho pedir porque yo sé hasta dónde puedes llegar con la gente a la que quieres.


Pedro miró el cielo, pensativo.


—Me gusta. Hay algo especial en ella.


—Bueno, pues ya me contarás cómo va el asunto.


—Eso no sería muy caballeroso.


—No, pero me lo contarás de todos modos.


Pedro no tuvo que volverse para saber que estaba sonriendo.


—Sí, es verdad







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