miércoles, 29 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 19




Paula se tomó el fin de semana libre. Había trabajado los últimos tres fines de semana seguidos y tenía derecho a unos días de descanso, aunque no solía aprovechar la oportunidad. Subió a un avión y tres horas más tarde aterrizaba en un aeropuerto regional al norte de Nueva Gales del Sur.


Y encontró a Pedro esperándola.


Ah, podría acostumbrarse a aquello.


Se le daba bien hacer que una mujer se sintiera especial. 


Con una sonrisa torcida y una de esas miradas lo tenía todo hecho.


—¿Dónde vamos? —le preguntó.


—Esta noche a la casa de la playa, mañana saldremos a navegar. Tomaremos una copa con Elena y Damian el sábado por la noche y el domingo volveremos a navegar un rato. ¿Qué te parece?


—Genial —respondió ella. De hecho, sonaba de maravilla.


—¿Tienes que estar en algún sitio el domingo?


—Suelo cenar en casa de mis padres, pero he cancelado la cena.


—¿Eso va a causar algún problema?


—Tengo la impresión de que mis padres lo esperaban. Se han retirado hace poco y se sienten invisibles. Están buscándole un nuevo sentido a sus vidas, pero yo no puedo estar a su lado como esperan. Salvo mi abuelo, no me interesa demasiado mi familia.


—¿Por qué no?


—Porque no es una familia de verdad.


Pedro se quedó callado y ella también mientras se dirigían a un todoterreno con sujeción en el techo para tablas de surf.


—Me alego de que hayas venido —dijo Pedro, mientras colocaba su bolsa de viaje en el asiento trasero.


—Yo también.


—Te besaría, pero antes quiero llegar a casa.


—¿Por qué? ¿Temes perder el control?


Pedro sonrió.


—No, es que una vez que empiece dudo que pueda parar.


Tal vez era algo natural para él, o tal vez tenía toda una vida de práctica, pero aquel hombre sabía instintivamente cómo hacer que se sintiera importante en su mundo.


Y a Paula le encantaba.


Pedro pensó que preguntarle cómo había ido la semana en la oficina no sería buena idea, de modo que hablaron de temas mundanos y de su familia mientras comían con apetito.


—¿Podrían llamarte en cualquier momento? —le preguntó.


—No.


—¿Vino blanco?


—Sí.


Había estado seduciendo a mujeres desde que era adolescente, con confianza, sin hacer el menor esfuerzo. 


Pero aquello era diferente.


—Los dormitorios están al final del pasillo. Hay varios, puedes elegir el que quieras.


—El tuyo —dijo Paula.


Bueno, entonces ningún problema.


Pero Pedro no se apresuró, quería tomarse su tiempo.


Salieron a la terraza después de cenar. Tal vez Paula había intuido que era uno de sus sitios favoritos o tal vez no, pero allí había una televisión y suficientes tumbonas y almohadones como para que durmiesen veinte.


Vieron una película por la noche, al aire libre. Era una de espías, pero iban cambiando el guion cuando no les gustaba. Paula reía mientras tomaba una copa de vino y a la una apoyó la cabeza en su torso y cerró los ojos, respirando profundamente.


Pedro apagó la televisión y dejó que las estrellas los iluminasen. Bajo una manta, apretados el uno contra el otro, cerró los ojos también, en su corazón renaciendo una nueva esperanza.







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