domingo, 12 de julio de 2015
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 21
Solo mirarlo hizo que Paula sonriera. Sintió un nudo en la garganta.
—Es precioso, Pedro —susurró.
—Me complace que te guste —respondió con sinceridad. La felicidad que veía en la cara de Paula lo satisfacía más de lo que habría imaginado.
Durante los últimos dos días, mientras ella se ocupaba en evitarlo, él había repasado todo lo sucedido recientemente, tratando de situar el punto exacto en el que había comenzado a equivocarse en su trato con ella. Reflexionó en la primera noche que había ido a la casa de Paula. Y de pronto recordó el jersey que había estado tejiendo.
En ese entonces no le había prestado atención, aunque en los dos últimos días había pensado mucho en él.
Había sido demasiado grande para una mujer. Quizá fuera para su nuevo amigo, Jay, pero no lo creía. El marrón oscuro era un color que Pedro lucía a menudo... el mismo color que la bufanda que le había tejído el año anterior. Con todo eso, había llegado a la conclusión de que se lo estaba tejiendo para él. Se había tomado muchas molestias para hacerle ese jersey y no quería privarla del placer de regalárselo.
Pero comprendió que quizá le resultara incómodo entregárselo con todo lo sucedido en los últimos tiempos, por lo que decidió facilitarle la tarea.
—¿Tú no tienes algo para mí? —preguntó con desparpajo.
—¡Oh! Sí, lo tengo —a regañadientes dejó el ángel y fue a una mesa junto a una silla, donde tenía varios regalos.
Con el ceño fruncido, Pedro notó que eran regalos pequeños. Demasiado pequeños e idénticos para un jersey.
Ella seleccionó uno al azar y se lo entregó. El lo abrió para encontrar en su interior una pluma de oro.
—¿Una pluma? —la miró.
—¿No te gusta?
—Sí, sí... es bonita, pero... —frunció el ceño—. ¿Aquel jersey que tejías no era para mí?
Ella movió los ojos, como si fuera a mentir. Pero luego admitió con voz tensa:
—Sí. Pero cambié de idea.
Pedro adoptó una expresión de triunfo. ¡Lo había tejido para él!
—Vamos, Paula —instó—. No es justo que cambies de idea y no me lo des. Me gustaría tenerlo.
Ella miró un momento los ojos divertidos de él, luego la expresión confiada de la boca.
—De acuerdo —concedió—. Entonces podrás tenerlo.
Fue hasta una cesta que había junto a la chimenea y sacó una gran bola marrón. Se la arrojó.
Pedro la recogió con gesto automático y miró la madeja sorprendido.
—¿Este es mi jersey?
—Cometí un error mientras lo tejía. Lo corregí.
—Debió de ser un error muy grande —comentó secamente Pedro—, y una corrección exhaustiva —por primera vez comprendió que conseguir que cambiara de parecer no iba a ser tan fácil como había pensado al principio. La miró—. Paula...
Sonó el timbre.
—Oh, los otros ya han llegado —fue a la puerta.
Hasta ese momento él no había creído la historia de Paula de que había invitado a unos amigos a decorar el árbol. Pero llegó a la conclusión de que también en eso se había equivocado al ver entrar en el apartamento a una mujer pequeña y de pelo oscuro acompañada de un hombre alto y rubio.
—Espero no habernos atrasado mucho —comenzó la mujer—. Samuel acaba de llegar de la tienda y... ¡Oh! —calló al ver a Pedro y miró de reojo a su amiga—. Tú debes ser...
—Pedro —dijo él, dejando la pluma y la madeja de lana para adelantarse con la mano extendida—. ¿Y tú eres...?
—Es Jay, Pedro. Jay Leonardo —intervino Paula sin mirarlo a los ojos—. Sé que me has oído mencionarla. Y te presento a su novio, Samuel McNally.
«Así que esta es la Jay que ha estado pasándome por las narices», pensó Pedro. Debería haberlo imaginado.
Estaba impaciente por provocarla por ese pequeño engaño.
—Encantado de conoceros —estrechó la mano de la pareja. De pronto todo adquiría otro matiz optimista. Volvió a sonar el timbre.
Cuando Paula fue a abrir, se encontró con un pino. Un árbol enorme y majestuoso de un verde resplandeciente.
Un hombre se asomó por detrás de una de sus ramas.
—¿Paula? —dijo.
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 20
Paula sintió que se le aceleraba el pulso cuando la mirada de él se posó en su boca.
—Iré a preparar té —salió de la habitación a toda velocidad.
Mientras sacaba una taza del armario, se preguntó por qué lo había dejado entrar. ¿Por qué le costaba tanto decirle que no?
Llenó la taza con agua y la metió en el microondas. Tendría que haberle dicho: «Es un gesto precioso, Pedro, pero no, gracias». Sacó la taza. ¿Pensaba que iba a caer rendida a sus pies porque hubiera hecho algo tan dulce y...?
Sacó el bote con té. Pues no pensaba ceder. No era tonta.
Subió y bajó una bolsita en el agua; repitió el proceso varias veces y luego la tiró al cubo de la basura. Tomó la taza y una bandeja de galletas que había preparado antes... y se detuvo.
Pedro estaba tendido boca abajo en el suelo de su salón con la cabeza oculta bajo las ramas del pino. Sin poder evitarlo, le recorrió las piernas largas, el trasero compacto y masculino, los hombros anchos. Los músculos de la espalda y los bíceps se tensaban mientras ajustaba la base.
Se mordió el labio y apartó la vista.
—Será mejor que saque los adornos —indicó ella después de dejar la taza y la bandeja sobre la mesita de centro.
—Oh, sí. Eso me recuerda... —Pedro salió de debajo del árbol y se levantó, limpiándose las manos—. Dejé una cosa en el coche.
Dio unas zancadas y atravesó la puerta. Si Paula supiera lo que era bueno para ella, tendría que ir a atrancarla. Pero lo observó bajar los escalones a la carrera, sacar algo del maletero y volver a subir de dos en dos. Cerró la puerta a sus espaldas y le entregó dos paquetes.
—¿Qué son? —los miró sorprendida.
—Tus regalos de Navidad.
Lo contempló con expresión suspicaz.
—Nunca antes me habías hecho regalos.
—Bien, esta es la primera vez —abrió los ojos en fingida inocencia—. Son solo un par de cosas que elegí mientras estaba de compras.
—¿De compras? —repitió—. ¿Tú?
—Puede que no realice compras tan creativas como tú —indicó con ironía—, pero me esfuerzo. Vamos, Paula, no es nada importante. Ábrelos.
Tal como había esperado, la curiosidad pudo con el recelo de ella. Entró en el salón y él la siguió. Apoyó el hombro en el marco, cruzó los brazos y la observó.
Ella se sentó en el sillón y dejó el regalo más pequeño al lado. Apoyó el más grande en el regazo y con cuidado lo desenvolvió y dobló el papel antes de apartarlo. Abrió la caja de madera plana.
—¡Un juego de ajedrez! —miró las piezas alineadas en el estuche. La mitad era de cristal transparente, la otra mitad de cristal ahumado—. Es precioso, Pedro... —lo miró—... pero no sé jugar.
—Yo te enseñaré.
La nota ronca en la voz profunda, la promesa de sus ojos, hicieron que Paula bajara los suyos. Con un incomprensible murmullo de agradecimiento, dejó el estuche a un lado.
Aliviada por tener algo que la distrajera de la mirada intensa de Pedro, abrió el segundo regalo. En esa ocasión se encontró con una caja de cartón. La abrió... y se quedó boquiabierta.
—Oh, Pedro...
Protegido por papel de regalo, había un ángel para coronar el árbol. Con cuidado lo sacó de la caja.
La túnica del ángel era exquisita. Como un copo de encaje blanco, envolvía el cuerpo pequeño, cayendo de los brazos extendidos en júbilo.
El rostro de porcelana estaba enmarcado por cabello dorado.
Los ojos eran azules y las mejillas pintadas de una delicada tonalidad rosa. Los labios se curvaban en una sonrisa gentil que parecía extraordinariamente humana para algo tan pequeño
sábado, 11 de julio de 2015
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 19
Pedro sabía que la paciencia era una virtud. Pero nunca había sido demasiado virtuoso, en particular cuando deseaba algo.
Y tenía claro que deseaba a Paula.
Pero durante varios días después del anuncio de que no iban a volver a besarse, mantuvo una relación estrictamente laboral con ella. Trabajaban juntos, discutían de contratos, fusiones y reuniones, y se comportaba como si nunca hubiera pasado nada. Dejó que Paula mantuviera una cuidadosa distancia entre ellos como si no lo afectara.
Pero lo molestaba.
El roce más inocente de sus dedos, el crujido de la seda cuando ella cruzaba las piernas, la fragancia sutil de su nuevo perfume... todo lo estaba volviendo loco.
Y ahí estaba cuatro noches después, de pie ante la puerta de ella, con intenciones que eran todo menos profesionales.
Llamó, se frotó las manos para protegerlas del frío y volvió a llamar. Unos segundos más tarde, Paula abrió.
En esa ocasión no llevaba un chándal viejo, sino una blusa azul de seda y pantalones negros que le daban a sus piernas una extensión y esbeltez imposibles. Y tampoco lucía una sonrisa de bienvenida.
—Dame la oportunidad de explicarme —intervino antes de que ella pudiera hablar—. No he venido a provocarte... y no quiero pelearme. Daba un paseo con mi árbol y al ver que estábamos delante de tu casa, pensé que no te importaría ofrecerme un vaso de agua.
Después de comer, él le había mencionado que al acabar la jornada iría a comprar un árbol y a llevárselo, pero Paula lo había rechazado con educación, diciéndole que ya había quedado con unos amigos.
Pedro no le había creído. Pero durante largo rato ella permaneció de pie en el umbral, estudiando su cara.
Luego desvió la vista al árbol que tenía al lado y él supo que había ganado. Abrió más la puerta en silenciosa invitación.
Era un árbol de apenas un metro cincuenta de altura, pero también tenía lo mismo de anchura. Las ramas se extendían con tenacidad mientras Pedro trataba de plegarlas un poco para hacerlo pasar por la puerta; cuando doblaba una, la otra se abría. El aroma a pino, el frío invernal y los juramentos apagados no tardaron en llenar el aire.
Cuando al fin logró hacer pasar el árbol, ella cerró con rapidez. Mientras Paula lo sostenía para que no se cayera, Pedro se quitaba el abrigo y la chaqueta y se remangaba la camisa. Entonces alzó el pino y lo sacudió para quitarle la nieve. Unas pocas agujas cayeron sobre el suelo de madera.
—¿Por qué no vas a buscar la base para sujetarlo? —indicó él—. Bastará con ponerlo en un poco de agua.
Ella fue a hurgar entre algunas cosas que tenía en un rincón.
Pedro notó con aprobación que aún guardaba la misma base que él le había regalado hacía dos años. Miró alrededor y vio que ya había comenzado a colocar adornos. En la repisa había unas velas blancas y rojas, junto a la chimenea un reno de madera. El olor a canela se mezclaba con... olió; se preguntó si serían galletas de chocolate.
La mantuvo ocupada ayudándolo a mantener el árbol erguido mientras él echaba algo de agua en la base. No quería darle tiempo para que recordara que en ese momento él no era su persona favorita.
—Ahora que hemos solucionado el problema del árbol, ¿qué te parece si nos ocupamos de que yo no me deshidrate? —la miró esperanzado después de haber dejado el árbol colocado.
—¿Quieres algo caliente o frío?
—Algo caliente estaría bien.
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 18
VOLVÍA a hacerlo.
Paula no necesitaba alzar la vista del análisis de costes que estudiaba para saber que los ojos de Pedro se hallaban sobre ella desde el otro lado del escritorio. Podía sentir que la recorría con la vista como una caricia que se demoraba, dejando una estela de calidez a su paso.
Luchó por mantener la expresión en blanco. Resistió el impulso de moverse en la silla o de tirar del bajo del vestido de lana de color verde esmeralda para cubrirse las rodillas.
Dominó la necesidad de llevarse la mano a los botones diminutos del pecho para cerciorarse de que seguían abrochados.
Mantuvo la vista clavada en la fila de números que marchaba por la página. Hasta que al final la atención de él regresó al contrato que tenía en la mano.
Paula suspiró aliviada para sus adentros. Siguió leyendo el informe que tenía sobre el regazo, pero la mente giraba en torno a Pedro y su nuevo juego.
Desde que la besó dos días antes, las cosas habían cambiado entre ellos. Ella le había dicho que no quería ser una de sus mujeres, y parecía que él lo había aceptado con elegancia. En la superficie, daba la impresión de acatar la decisión de ella de continuar su relación platónica.
El único problema radicaba en que las palabras «aceptar» y «acatar» no figuraban en el vocabulario de Pedro. En cuanto a la elegancia... ¡ja! No era típico de él no mencionar el beso... para provocarla un poco. Pero no había sacado el tema ni una sola vez.
Al principio había pensado que era una buena cosa. Lo había agradecido. Pero luego se había dado cuenta de que estaba concentrado en una campaña más soterrada. Los últimos días, siempre que estaban cerca, la tensión vibraba en el aire. Se sentía como aquella pobre cabra en la película de dinosaurios, atada a una estaca en un claro de la selva, con el convencimiento de que había peligro más allá de los árboles, pero incapaz de hacer algo, salvo esperar que apareciera el depredador.
Tenía que reconocer que una pequeña y secreta parte de ella se sentía halagada por ese súbito interés, pero otra más grande e inteligente estaba consternada y alarmada. Ya había sido bastante duro luchar contra su debilidad por Pedro cuando él no prestaba atención. Pero era el triple de duro hacerlo cuando él no dejaba de lanzarle miradas devoradoras.
Tenía que parar. Seguía sin ser el tipo de hombre que se enamoraba. Aún no creía en el matrimonio ni en la felicidad dentro de él. En todos los sentidos, seguía siendo el hombre equivocado con el que relacionarse.
Y como no hacerle caso no parecía que sirvera para que Pedro recibiera el mensaje de su falta de interés, iba a tener que decírselo sin rodeos.
La antigua Paula se encogería ante el pensamiento de tratar de hablar de un tema tan delicado. La nueva Paula irguió los hombros con determinación.
—¿Pedro?
—¿Hmmm?—no alzó la cabeza.
—Con respecto a ese beso... —no se movió. Luego, lentamente, levantó la cabeza hasta que clavó los ojos en los de ella. La observó con expresión inescrutable—. Ya sabes... el otro día —tartamudeó, nerviosa por el silencio poco característico de él, pero de inmediato se reprendió. Era como si se besaran constantemente. Respiró hondo y siguió con más firmeza—. Creo que deberíamos discutirlo.
Pedro enarcó las cejas y dejó el contrato sobre la mesa.
Sonrió con expresión fascinada que le puso a Paula los pelos de punta.
—¿Quieres discutir nuestro beso?
Asintió con gesto decisivo.
—Sí... sí, quiero.
—De acuerdo. Estoy dispuesto a hacerlo —se puso de pie y salió de detrás del escritorio. Permaneció junto a la mesa unos segundos, con las manos metidas en los bolsillos.
Luego se dedicó a rodear el sillón de ella. Paula se puso rígida y contuvo el impulso de protestar—. ¿Por dónde empezamos? —musitó, deteniéndose cerca para frotarse el mentón—. ¿Quizá por el delicioso sabor que tenías?
—¡No! —la invadió el rubor—. Me refería a...
—¿Hablamos del leve sonido que emitiste cuando te acaricié...
—¡No!
—... la espalda? —se enfrentó a la mirada asesina de Paula con una mirada inocente.
Ella se puso de pie para encararlo.
—Claro que no quiero hablar de... nada de eso. Solo quería decirte que así como fue... agradable... no significó nada.
—¿Agradable?
Paula asintió.
—Creo que deberíamos olvidarnos de todo.
—¿Has sacado el tema del beso para decirme que lo olvidemos?
—Sí —corroboró con firmeza—. Quería cerciorarme de que entendías que no puede repetirse.
—Comprendo —la estudió pensativo—. ¿No crees que estamos perdiendo una gran oportunidad para llegar a conocernos?
—Te conozco tanto como quiero hacerlo.
—¿En serio? —preguntó con tono escéptico—. ¿Me estás diciendo que no sentiste nada más que algo «agradable» cuando estuviste en mis brazos?
Quiso decir que sí. Sabía que no se atrevía. Pedro la descubriría.
—Tal vez. Un poco más —temporizó—. Pero solo porque me sorprendiste.
Avanzó un paso hacia ella.
—Quizá deberíamos probar otra vez.
—¡Desde luego que no! —se apresuró a retroceder—. Como te acabo de decir, nunca, jamás, va a volver a suceder.
La observó largo rato mientras Paula luchaba por mantener la expresión firme, evitar que se le aflojaran las rodillas, hasta que al final él regresó a su sillón.
Paula soltó el aliento contenido y también se sentó. Él recogió el contrato y ella empezó a relajarse.
Hasta que habló sin mirarla:
—No estés tan segura de eso, Paula. Nunca puede ser un tiempo muy, muy largo.
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 17
Pedro la observó desaparecer. Respiró hondo, luego soltó el aire. La retirada brusca de Paula lo había dejado aturdido... pero esa flojera exhibida al final le provocó una sonrisa. Le informaba de que había quedado tan aturdida como él... y eso lo alegraba. Porque con ese beso todo había encajado en su sitio, había adquirido una claridad nítida.
Deseaba a Paula. Probablemente desde hacía meses, sin siquiera saberlo.
Y ella había cambiado su imagen, todo su aspecto, porque deseaba a un hombre. Y ya había encontrado uno.
Él.
Era la situación perfecta en la que no se podía perder.
Sabía que ella no lo reconocería. Al menos no abiertamente.
El comentario final había dejado más que claro que no quería desearlo. Se hallaba en la búsqueda de un hombre soñado, onírico, que únicamente existía en sus sueños. Era su ingenuidad idealista lo que la impulsaba a desear el matrimonio. Poseía muy poca experiencia como para saber que la eternidad era imposible.
Pero él sí tenía experiencia... aunque no tanta como sin duda creía Paula, a juzgar por el comentario de que no quería convertirse en una de sus «mujeres». Salía con muchas... pero solo se iba a la cama con unas pocas. A esas pocas les era fiel mientras duraba la relación, y también le sería fiel a Paula el tiempo que estuvieran juntos.
Pero no duraría para siempre. Nada era así. A pesar de que nunca había sentido un anhelo tan pronunciado por una mujer, sabía que la necesidad se debilitaría. Estaba predestinado. Y entonces, si llevaba las cosas con sumo cuidado, podrían volver a ser amigos, tal como lo eran antes de que comenzara todo eso.
Sí, todo tenía sentido. Lo único que debía hacer era mitigar sus recelos, y también el aparente enfado que tenía hacia él, y podrían empezar a disfrutar de esa nueva dimensión en su relación.
No sería fácil... pero ya había llevado adquisiciones hostiles con anterioridad. Sabía lo que tenía que hacer. Empezaría por recuperar su confianza, por recordarle la intimidad de la que habían disfrutado con anterioridad. Los buenos tiempos compartidos en el pasado. Luego, cuando volviera a sentirse cómoda con él, atravesaría su guardia.
Y le haría el amor con una minuciosidad que Paula jamás habría imaginado posible en sus sueños más descabellados.
Iba a descubrir que cuando se trataba de adquisiciones, Pedro Alfonso era el maestro.
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 16
«¡Pedro me está besando!» El pensamiento no dejaba de rebotar en la mente de Paula mientras continuaba con la exhaustiva inspección de su boca. Se sentía mareada, ingrávida. Respiraba de forma entrecortada. El sabor de él era tan grato. Los brazos que la rodeaban tan fuertes en el deseo de tenerla aún más cerca.
Él alzó la boca y la cabeza de Paula cayó sobre su hombro.
Podía sentir los labios de Pedro por las mejillas, siguiendo la línea de la mandíbula hasta el cuello. Gimió cuando empezó a besarla con suavidad justo debajo de la oreja. Mantuvo los ojos cerrados.
No quería ver... solo deseaba sentir, saborear la sensación que crecía en su interior. El deseo que se tensó en su vientre como un muelle cuando la boca de él regresó a tomarla.
Pedro irradiaba un calor que atravesaba la ropa de los dos.
Pero Paula tiritó cuando la mano grande bajó por su espalda en una lenta caricia por encima del traje rojo.
Sin ver, levantó la mano para acariciarle la cara y con los dedos tocó la mandíbula áspera por la barba de un día. Le pasó los dedos por el pelo y disfrutó de los suaves mechones al escurrirse por entre ellos. Tenía los hombros tan anchos, el torso tan duro y musculoso. Había besado a unos pocos hombres en la vida, pero ninguno la había hecho sentir de esa manera, como si las piernas se hubieran vuelto de gelatina y lo único que la mantuviera erguida fuera la desesperación con que lo agarraba por el cuello y los brazos fuertes enlazados en torno a su cintura.
Volvió a besarla, pero en esa ocasión con tanta profundidad que le quitó el aliento, los pensamientos, hasta que solo fue consciente de él.
Pedro. Que la consumía... la encendía de deseo.
Pasó una mano curiosa e insistente por la cadera de Paula.
Con cada movimiento del cuerpo los pechos se frotaban contra su torso y la sutil fricción endurecía y contraía aún más los pezones de ella. La necesidad que tenía de tocarlos fue en aumento hasta que al fin con el dedo pulgar le acarició uno y ella estuvo a punto de convulsionarse en alivio urgente.
—No —gimió, apartándose.
Retrocedió insegura y la freno el escritorio. Se apoyó en él y levantó una mano para cubrirse los ojos cuando se abrieron.
La luz los hería. También el rostro de Pedro.
Parecía un extraño. Bajo los párpados pesados mostraba una mirada intensa y hambrienta. Estaba acalorado y con la piel tensa.
—Paula... —alargó las manos.
—¡No! —exclamó ella otra vez, esquivándolo. Él se detuvo con el ceño fruncido y la boca apretada—. No quiero esto —las palabras salieron entrecortadas, como si acabara de terminar una carrera. Aspiró aire en un intento por estabilizar la voz mientras se obligaba a mirarlo—. Para ti esto es un juego... uno en el que yo me niego a participar. No seré una de tus mujeres.
Pedro no se movió. No lo necesitaba. Permaneció allí, con la pasión hambrienta en los ojos como argumento más persuasivo que cualquiera expresado con palabras.
Pero no iba a destruir la resolución de Paula; había llegado demasiado lejos como para permitir que eso sucediera.
Recogió el bolso y el abrigo y comenzó a andar con piernas que parecían de goma, yendo hacia una puerta que de repente parecía estar situada a cien kilómetros.
Cuando al fin llegó al umbral, le flojearon las piernas un momento, recobró la estabilidad y salió.
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 15
Pedro NO había tenido intención de besarla. Fue un acto impulsivo, avivado por la tensión de su desacuerdo, de verla morderse el labio rosado. Lo había excitado hasta que, tal como le había dicho, ya no pudo más.
Pero nada más cerrar los labios sobre su boca, supo que besar a Paula era una de las cosas más inteligentes que había hecho en la vida.
Los labios trémulos que tenía bajo los suyos eran increíblemente suaves. El sabor de Paula era increíblemente dulce. Con los brazos le rodeó la cintura fina para acercarla aún más y sentir el cuerpo esbelto contra el suyo.
Gimió, mientras por su mente no paraba de reverberar un pensamiento asombroso: «¡Es Paula!»
Era tan natural y, al mismo tiempo, tan extraño abrazarla.
Conocía la sensación de tenerla cerca, pero jamás había sentido los pechos aplastados contra el torso. En ese momento se daba cuenta de lo pequeña que era la cintura en sus manos.
Alzó la cabeza para mirarla. Paula tenía los ojos cerrados. Los labios estaban húmedos y entreabiertos, invitando a más besos. Se movía contra él como en un sueño y el deseo ardió en Pedro aún con más fuerza.
Pasó una mano por su pelo sedoso para inmovilizarla mientras volvía a besarla. Le besó las comisuras de los labios, luego le mordisqueó el inferior con suavidad. Trazó la curva sutil con la lengua y ladeó la cabeza para besarla más profundamente y abrirle los labios.
Le exploró la boca con el deseo de descubrir todos sus tiernos secretos, de devorarla. Provocó su lengua tímida, instándola a jugar, y durante un segundo ella se resistió.
Después, con un pequeño gemido, se derritió contra él. Alzó los brazos finos y le rodeó el cuello para aferrarse a él, al tiempo que con delicadeza le devolvía la caricia íntima. Pedro podía sentir esos cuatro botones pequeños pegados al torso, y también los botones de los pezones.
La reacción fue que el cuerpo de Pedro se endureció.
Contuvo un gemido. Había besado a docenas de mujeres en la vida, pero a ninguna la había sentido tan idónea... tan perfecta en los brazos.
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