sábado, 11 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 16




«¡Pedro me está besando!» El pensamiento no dejaba de rebotar en la mente de Paula mientras continuaba con la exhaustiva inspección de su boca. Se sentía mareada, ingrávida. Respiraba de forma entrecortada. El sabor de él era tan grato. Los brazos que la rodeaban tan fuertes en el deseo de tenerla aún más cerca.


Él alzó la boca y la cabeza de Paula cayó sobre su hombro. 


Podía sentir los labios de Pedro por las mejillas, siguiendo la línea de la mandíbula hasta el cuello. Gimió cuando empezó a besarla con suavidad justo debajo de la oreja. Mantuvo los ojos cerrados.


No quería ver... solo deseaba sentir, saborear la sensación que crecía en su interior. El deseo que se tensó en su vientre como un muelle cuando la boca de él regresó a tomarla. 


Pedro irradiaba un calor que atravesaba la ropa de los dos. 


Pero Paula tiritó cuando la mano grande bajó por su espalda en una lenta caricia por encima del traje rojo.


Sin ver, levantó la mano para acariciarle la cara y con los dedos tocó la mandíbula áspera por la barba de un día. Le pasó los dedos por el pelo y disfrutó de los suaves mechones al escurrirse por entre ellos. Tenía los hombros tan anchos, el torso tan duro y musculoso. Había besado a unos pocos hombres en la vida, pero ninguno la había hecho sentir de esa manera, como si las piernas se hubieran vuelto de gelatina y lo único que la mantuviera erguida fuera la desesperación con que lo agarraba por el cuello y los brazos fuertes enlazados en torno a su cintura.


Volvió a besarla, pero en esa ocasión con tanta profundidad que le quitó el aliento, los pensamientos, hasta que solo fue consciente de él.


Pedro. Que la consumía... la encendía de deseo.


Pasó una mano curiosa e insistente por la cadera de Paula. 


Con cada movimiento del cuerpo los pechos se frotaban contra su torso y la sutil fricción endurecía y contraía aún más los pezones de ella. La necesidad que tenía de tocarlos fue en aumento hasta que al fin con el dedo pulgar le acarició uno y ella estuvo a punto de convulsionarse en alivio urgente.


—No —gimió, apartándose.


Retrocedió insegura y la freno el escritorio. Se apoyó en él y levantó una mano para cubrirse los ojos cuando se abrieron. 


La luz los hería. También el rostro de Pedro.


Parecía un extraño. Bajo los párpados pesados mostraba una mirada intensa y hambrienta. Estaba acalorado y con la piel tensa.


—Paula... —alargó las manos.


—¡No! —exclamó ella otra vez, esquivándolo. Él se detuvo con el ceño fruncido y la boca apretada—. No quiero esto —las palabras salieron entrecortadas, como si acabara de terminar una carrera. Aspiró aire en un intento por estabilizar la voz mientras se obligaba a mirarlo—. Para ti esto es un juego... uno en el que yo me niego a participar. No seré una de tus mujeres.


Pedro no se movió. No lo necesitaba. Permaneció allí, con la pasión hambrienta en los ojos como argumento más persuasivo que cualquiera expresado con palabras.


Pero no iba a destruir la resolución de Paula; había llegado demasiado lejos como para permitir que eso sucediera. 


Recogió el bolso y el abrigo y comenzó a andar con piernas que parecían de goma, yendo hacia una puerta que de repente parecía estar situada a cien kilómetros.


Cuando al fin llegó al umbral, le flojearon las piernas un momento, recobró la estabilidad y salió.







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