lunes, 26 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 43

 


–Estamos perdidos, ¿verdad? –le preguntó Paula, acurrucada junto a él en el suelo, con la respiración tan entrecortada como la de él.


Estaba resplandeciente después de la que, para él, había sido una de las mejores experiencias sexuales de su vida. No, había sido la mejor.


Quizá lo que hacía que fuera tan emocionante fuera que ambos sabían que era una relación prohibida. O quizá que Paula no parecía tener complejos e inseguridades sobre su aspecto, o que se entregaba en cuerpo y alma.


O quizá fuera porque Paula le gustaba de verdad.


Tal y como ella había dicho, estaban perdidos. ¿Cómo iba a explicárselo a su padre? «Lo siento, pero me he acostado con la mujer a la que amas y creo que me estoy enamorando de ella».


La mujer de otro hombre era terreno prohibido y más entre familia. Sin embargo él se había adentrado en dicho terreno y lo peor de todo era que no conseguía sentirse culpable por ello.


–Mi padre no debe enterarse –dijo.


–Lo sé –respondió ella–. Y yo no puedo casarme con él.


–Lo sé.


Le daba mucha lástima, pero era evidente que Paula no quería a su padre como debía hacerlo una esposa. Quizá al interponerse entre ellos, les hubiese hecho un favor. Ella era tan buena que habría sido capaz de sacrificar su propia felicidad solo para hacer feliz a su padre, pero con el tiempo los dos habrían sido muy desgraciados. Los había salvado de un fracaso seguro en realidad.


Claro que quizá solo estaba intentando racionalizar algo injustificable.


Paula le dio la mano, entrelazando los dedos con los suyos.


–No ha sido culpa tuya, así que por favor no te martirices.


–No es culpa de nadie –respondió él, apretándole la mano–. A veces estas cosas… pasan.


Ella se incorporó para mirarlo.


–Sabes que, sintamos lo que sintamos, tú y yo no podemos…


–Lo sé –y solo con pensarlo sentía un terrible dolor en el pecho.


No tenía ninguna duda de que Paula era la mujer de su vida. Estaba destinado a estar con ella, y con Mia, pero no podía ser. No, si quería seguir teniendo una buena relación con su padre. Parecía que el universo estuviera jugando con ellos de la manera más cruel. Pero en su mundo el honor y la familia eran lo más importante. Sus sentimientos y su felicidad eran irrelevantes.


No era justo, no, pero, ¿quién había dicho que la vida tuviera que ser justa?


–Tengo que llamarlo para decirle que lo nuestro se ha acabado –anunció Paula.


Pero en cuanto rompiera con su padre, tendría que marcharse, no tendría ninguna excusa para quedarse. La idea de no volver a estar con ella nunca más hizo que se le acelerara el corazón angustiosamente. No estaba preparado para renunciar a ella tan pronto.


–¿No crees que sería mejor que esperaras a que vuelva y decírselo cara a cara?


Paula frunció el ceño.


–No me parece bien dejarle creer que todo va bien y luego dejarlo en cuanto llegue.


–¿De verdad crees que es el mejor momento para decírselo? –insistió, buscando la manera de retenerla–. Está muy preocupado por mi tía.


–Eso no lo había pensado –admitió ella–. Es verdad que sería muy desconsiderado, pero no creo que pueda esperar hasta que vuelva. Podría tardar semanas.


–Entonces espera por lo menos hasta que mi tía salga de cuidados intensivos.


–No sé…


¿Qué estaba haciendo? Intentaba manipularla.


–La verdad es que no me importa lo que sienta mi padre. Estoy siendo un egoísta, pero no quiero que te vayas –le tomó el rostro entre las manos y la miró a los ojos–. Quédate conmigo, Paula. Solo unos días más.


Ella lo miró con profunda tristeza y con confusión.


–Solo servirá para torturarnos.


–No me importa. Quiero estar contigo un poco más de tiempo.


Lo necesitaba. Y él nunca había necesitado a nadie.


–Tendremos que ser muy discretos. Si Gabriel se enterara…


–No se enterará. Te lo prometo.


Paula se quedó callada unos segundos, luego sonrió y le puso la mano en la cara.


–Está bien. Solo unos días más.


Pedro respiró aliviado. Sabía que solo estaban retrasando lo inevitable, pero no le importaba. Llevaba toda la vida haciendo sacrificios y por una vez iba a ser un poco egoísta.


–Luego tendré que irme y seguir con mi vida –le advirtió.


–Lo sé.


Pero por ahora era suya y pensaba aprovechar al máximo el poco tiempo que tenían.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 42

 


Se tomó unos segundos para admirarlo desnudo. Tenía un físico impresionante, pero eso no era lo que le importaba, lo que más le gustaba de él era su mente, su forma de ser.


Se tumbó en el sofá, tirando de él para que se tumbara encima.


–Supongo que sabes que esto es una locura –le dijo él, sonriendo.


–Sí. Yo supongo que tú no haces locuras.


–Jamás.


–Yo tampoco –le acarició la cara, el cuello y fue bajando las manos por sus hombros. No podía dejar de tocarlo–. Quizá por eso sea tan increíble. Puede que los dos necesitemos un poco de locura.


–Puede ser –se acercó a besarla, pero se detuvo justo antes de que sus labios se rozaran siquiera y maldijo entre dientes.


–Si vas a decirme que no podemos seguir, me voy a enfadar bastante –le advirtió ella.


–No, es que acabo de darme cuenta de que no llevo protección.


–¿No? ¿No se supone que un príncipe debería estar preparado para todo? –hizo una pausa, frunciendo el ceño–. ¿O esos son los Boy Scouts?


–No tenía planeado que sucediera esto.


–¿De verdad?


Pedro se echó a reír.


–De verdad. Pero cuando apareciste con ese vestido…


–¿Estás de broma? Es lo menos sexy que tengo. De hecho, me lo he puesto para no tentarte.


–La verdad es que creo que aunque hubieses llevado un saco de patatas, habría querido arrancártelo.


Era muy emocionante saber que la deseaba tanto, que lo habría atraído hasta en su peor momento.


–Voy a tener que ir corriendo a mi habitación –dijo sin la menor gana.


–No es necesario, estoy tomando anticonceptivos.


–¿Estás segura?


–Sí. ¿Podemos dejar de hablar ya y pasar a lo bueno?


–Pensé que a las mujeres os gustaba hablar.


–Sí, pero todo tiene un límite.


No tuvo que decírselo dos veces. Estar allí con él, besándose y tocándose, resultaba de lo más natural; no había esa incomodidad y esa tensión de las primeras veces. Ni un ápice de duda, cualquier reserva que hubieran podido albergar desapareció en cuanto Pedro se sumergió dentro de ella. En ese momento desaparecieron todas las preocupaciones y las incertidumbres que siempre la acechaban. Cuando empezó a moverse, primero despacio y luego cada vez más rápido y más fuerte hasta que se descontrolaron de tal modo que se cayeron del sofá y tuvieron que seguir en la alfombra, supo de manera instantánea que había ocurrido lo que tenía que ocurrir. Pedro hacía que sintiera lo que debía sentir una mujer. Se sentía deseada, cuidada y protegida, pero también se sentía fuerte, como si nada ni nadie pudiera acabar con ella.


Pero también sintió que se le rompía el corazón y el alma porque, a pesar de lo mucho que deseaba a Pedro, no podría estar con él y le aterraba pensar que ningún otro hombre pudiera jamás hacerle sentir de nuevo lo que estaba sintiendo con él.



NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 41

 


Paula levantó la mano hasta la mejilla de Pedro. Acarició ese hoyuelo que le salía al sonreír, como llevaba deseando hacerlo desde la primera vez que lo había visto.


Lo que estaban a punto de hacer era una locura, porque tenía la certeza de que esa vez no solo sería un beso. Pero teniéndolo delante, mirándola de ese modo, sencillamente no podía controlarse. Lo último que pensó mientras él se acercaba fue que era un gran error, pero un error maravilloso.


Entonces él la besó y esa vez fue diferente. Había en aquel beso una urgencia que hacía pensar que ninguno de los dos iba a tener remordimientos de conciencia. Era como si hubieran estado dirigiéndose hasta ese momento desde que había bajado del avión. Como si en el fondo siempre hubiesen sabido que era inevitable.


–Te deseo Paula –susurró él contra sus labios–. No me importa que no esté bien.


Se separó ligeramente de él para mirarlo a los ojos. ¿Cómo era posible que solo hiciera cinco días que conocía a aquel hombre tan maravilloso? Tenía la sensación de conocerlo hacía una eternidad.


En aquel momento lo único que le importaba era lo que sentían ellos dos.


Le pasó las manos por el pecho, algo que llevaba deseando hacer desde que lo había visto aquel día de pie en la puerta de su habitación, con la camisa desabrochada. La sensación fue tan agradable como había imaginado.


Pedro soltó una especie de rugido y entonces, como si acabara de perder el último rastro de autocontrol, la besó con fuerza al tiempo que la levantaba del suelo y la apretaba contra la pared con su propio cuerpo. Ella le echó las piernas alrededor de las caderas y se agarró a sus brazos. Aquel era el Pedro con el que tanto había fantaseado, el que la agarraría y la tomaría apasionadamente; en su interior estalló una alegría incontrolable.


La dejó en el suelo para levantarle el vestido rápidamente hasta quitárselo por la cabeza, era lo más parecido a arrancarle la ropa que podía hacer sin romper la delicada tela. Una vez la tuvo delante cubierta tan solo por las braguitas y el sujetador, se detuvo y la miró detenidamente.


–Eres increíble –le dijo.


No le había dicho que fuera guapa, sino increíble. ¿Sería posible que de verdad viera en ella algo más que una cara bonita? Cuando ella lo miraba a él, no veía un príncipe, sino a un hombre amable y divertido. Y quizá también algo vulnerable, un hombre que la miraba con el mismo cariño que ella a él. Quizá lo que sentía por Gabriel no pudiera ir nunca más allá de la amistad. Quizá estuviera destinada a enamorarse de Pedro y no de Gabriel. Porque por más que había luchado contra ello, la realidad era que se estaba enamorando de él.


Lo agarró de la mano y lo llevó hacia el sofá. Una parte de ella le decía que debería sentirse culpable, y seguramente así habría sido una semana antes, pero mientras se desnudaban, se acariciaban y se besaban el uno al otro, solo podía sentir que lo que estaba ocurriendo era perfecto.



domingo, 25 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 40

 


La medicina llegó quince minutos después y poco más tarde llegó también la cuna a su dormitorio. Paula le dio el antibiótico a Mia y la acostó, satisfecha de comprobar que la temperatura le había vuelto prácticamente a la normalidad.


Una vez acostada y arropada la pequeña, volvió a la sala de estar, donde esperaba Pedro, de pie junto a la ventana, con la mirada perdida en el exterior. Su primer instinto fue ir junto a él, pasarle los brazos alrededor de la cintura y apoyar la cabeza en su espalda. Se imaginó estar así con él un rato, después él se volvería y la besaría como la había besado la otra noche.


Pero a pesar de desearlo con todo su corazón, no podía hacerlo.


–Creo que ya está mejor –le dijo, y Pedro se volvió hacia ella.


–Me alegro.


En ese momento empezó a sonar el teléfono que había sobre el escritorio y Paula fue a responder. Era Gabriel. Afortunadamente no podía verla, porque de hacerlo, seguramente habría adivinado que se sentía culpable por lo que acababa de pensar.


–Me ha llamado Jorge y me ha dicho que Mia está enferma –dijo con evidente preocupación.


Le contó todo lo sucedido, omitiendo lo de la cena con Pedro.


–¿Qué necesitas que haga? ¿Quieres que vuelva a casa? Puedo tomar un vuelo por la mañana.


Podía decirle que sí y acabar así con aquella locura de Pedro. Pero en lugar de hacerlo, se oyó decir:

–Para cuando llegaras aquí, seguramente ya estaría bien. Ya ha empezado a bajarle la fiebre.


–¿Estás segura?


–Sí. Catalina te necesita más que yo. Además, Pedro me está ayudando mucho –añadió, mirándolo.


Él la observaba con una expresión indescifrable.


–Llámame si necesitas cualquier cosa, a cualquier hora del día o de la noche –le pidió Gabriel.


–Lo haré, te lo prometo.


–Te dejo para que puedas atenderla. Te llamaré mañana.


–Muy bien.


–Buenas noches, Paula. Te quiero.


–Y yo a ti –dijo, y no mintió. Lo quería como amigo, ¿entonces por qué se sentía tan incómoda al decirlo delante de Pedro?


En realidad sabía perfectamente por qué.


Colgó el teléfono y se volvió hacia Pedro.


–Era tu padre –explicó como si fuese necesario.


–¿Se ha ofrecido a volver a casa?


Ella asintió.


–¿Y le has dicho que no?


Volvió a asentir.


Pedro comenzó a acercarse a ella.


–¿Por qué? ¿No es eso lo que querías?


–Sí, pero –la verdad era que tenía miedo. Miedo de que volviera y nada más mirarla a la cara se diera cuenta de lo que sentía por Pedro. Gabriel confiaba en ella y la amaba, y ella lo había traicionado. Y seguía traicionándolo cada vez que pensaba algo que no debía sobre su hijo. Pero no podía dejar de hacerlo. O quizá no quería–. A lo mejor necesitamos un poco de tiempo para solucionar esto antes de que vuelva.


–¿Solucionar el qué?


–Esto. Lo nuestro.


–Pensé que íbamos a hacer como si no hubiese pasado nada.


Ya no estaba tan segura de poder hacerlo, al menos, no en ese momento.


–Lo sé, pero creo que… necesito tiempo para pensar.


Dio un paso más hacia ella, mirándola fijamente a los ojos. Sintió que se le aceleraba el pulso y el corazón se le subía a la garganta.


–No me mires así, por favor.


–¿Cómo?


–Como si quisieras besarme otra vez.


–Pero es que es lo que quiero.


–Sabes que no es buena idea.


–Sí, puede que tengas razón.


–No deberías hacerlo.


–Entonces dime que no lo haga.


–¿Has oído una palabra de lo que te he contado todos estos días?


–Todas y cada una de ellas.


–Entonces sabrás que no deberías darme tanta responsabilidad, dada mi tendencia a cometer errores.


En sus labios apareció una sonrisa.


–En estos momentos, casi cuento con que lo hagas.



NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 39

 


Aparte de un ligero resfriado que había tenido en primavera, Mia nunca había estado enferma. Paula subió corriendo la escalera con el corazón encogido, imaginándose lo peor, y con Pedro siguiéndola de cerca.


Karina había dejado a Mia en pañales y la mecía suavemente, acariciándole la espaldita. La pequeña tenía las mejillas rojas y los ojos casi cerrados. Paula se acercó a ella, alarmada. ¿Cómo era posible que se hubiese puesto tan enferma en solo dos horas?


–Mi pequeña –le dijo, poniéndole la mano en la frente–. ¿Le has dado algo?


–No, señora –respondió la niñera–. La he llamado en cuanto se ha despertado.


–En el baño hay un frasco de paracetamol, ¿podrías traérmelo, por favor? –le pidió Paula al tiempo que agarraba a su hija.


–¿Puedo hacer algo? –le preguntó Pedro desde la puerta, con actitud preocupada.


–Asegúrate de que el médico viene lo más pronto posible –apretaba a Mia contra su pecho y le temblaban las manos de miedo.


En cuanto Karina volvió con la medicina, le dio la dosis correcta, que la niña se tomó sin protestar.


–No sé qué puede ser. Nunca se pone mala.


–Seguro que no es nada grave. Seguramente solo sea un virus.


–Puede que debiera darle un baño de agua fresca para bajarle la fiebre.


–¿Por qué no esperas a ver qué dice el médico?


Miró el reloj que había colgado en la pared de enfrente.


–¿Cuándo crees que tardará?


–Poco. Está de servicio las veinticuatro horas. ¿Por qué no te sientas? Los niños notan cuando sus padres están nerviosos.


Tenía razón, tenía que controlarse. Por el modo en que estaba derrumbada en sus brazos, daba la impresión de que Mia no tenía fuerza para llorar. Se sentó en la mecedora con la pequeña y se movió suavemente.


–Siento haber interrumpido la cena. Puedes volver a terminar si quieres.


–No voy a irme a ninguna parte –anunció él, cruzándose de brazos.


Estaba acostumbrada a arreglárselas sola en todo lo que se refería a Mia, pero lo cierto era que resultaba reconfortante tener compañía. A veces se cansaba de estar sola.


El doctor Stark llegó pocos minutos después. Era un hombre mayor de expresión amable que le hizo un sinfín de preguntas a Paula y le pidió que le mostrara todos los informes médicos que tenía de Mia.


–Están en mi dormitorio –le dijo, poniéndose en pie para ir a buscarlos.


Pedro tendió los brazos para que le diera a la niña.


–Yo la agarraré mientras vas a por ellos.


Fue corriendo hasta su habitación, agarró la cartilla de vacunación y los demás informes médicos de Mia y volvió a toda prisa. Pedro estaba en la mecedora con Mia tumbada sobre su pecho y Karina observaba la escena desde la puerta con gesto de preocupación.


–Voy a necesitar que tumben a la pequeña –anunció el médico mientras estudiaba los informes.


Pedro dejó a la niña en el cambiador con el cariño y la suavidad con que lo habría hecho un padre y esperó impaciente mientras el médico la examinaba minuciosamente.


–No es nada grave –aseguró por fin el doctor después de varios minutos de angustia–. Tal y como me imaginaba, solo es una infección de oídos.


Paula sintió tal alivio que podría haberse echado a llorar. Agarró a su pequeña y la abrazó con fuerza.


–Puede que sea un virus, pero remitirá con un tratamiento de antibióticos y el paracetamol que ya le ha dado le bajará la fiebre.


De hecho, daba la impresión de que ya había empezado a causar efecto porque la niña ya no tenía las mejillas tan sonrojadas y parecía algo más despierta.


–¿Es posible que fuera por eso por lo que estuvo tan incómoda durante el vuelo?


–Es difícil saberlo, pero hay niños a los que les afecta el cambio de presión y es posible que le dolieran los oídos.


Se le rompía el corazón de pensar que Mia hubiese estado sufriendo durante el vuelo sin ella saberlo.


–Haré que le traigan los antibióticos ahora mismo. Llámeme si no está mejor por la mañana. Yo volveré por aquí en un par de días.


Después de que el médico se hubiese marchado, Karina le preguntó si quería que la acostara, pero Paula negó con la cabeza.


–Voy a llevármela a mi habitación. Gracias por avisarme tan rápido.


La niñera asintió y se dispuso a marcharse, pero antes de hacerlo, se volvió a decirle:

–Es una niña muy fuerte, enseguida se pondrá bien –y luego le sonrió.


Cuando se quedaron a solas, Paula se volvió hacia Pedro.


–Gracias.


–¿Por qué? –preguntó él, que se había quitado la chaqueta y estaba apoyado en la pared.


–Por hacer venir al médico tan rápido. Por estar aquí conmigo. Supongo que no tendrás una cuna que se pueda llevar a mi dormitorio. Se mueve tanto durante la noche, que me da miedo que duerma en la cama conmigo.


Pedro sacó el teléfono de inmediato.


–Seguro que hay alguna.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 38

 


«No tienes motivo para estar nerviosa», se dijo Paula por enésima vez desde que había salido de su habitación para dirigirse a la terraza.


Habían pasado todo el día juntos y, aunque había habido algunos momentos ligeramente incómodos, Pedro se había comportado como un completo caballero y no tenía la menor duda de que haría lo mismo esa noche. Seguramente solo la había invitado a cenar con él porque se sentía obligado a atenderla.


Estaba segura de que con el tiempo dejaría de fantasear con que la tomara en sus brazos, la besara, le arrancara la ropa y le hiciera el amor apasionadamente.


Salió a la terraza exactamente a las siete y cincuenta y nueve. La mesa estaba servida para dos, adornada con velas y flores y con una botella de champán enfriándose en hielo junto a una de las sillas. El sol del atardecer teñía de rojo y naranja el cielo. Era el escenario perfecto para una cena romántica.


–Veo que lo has encontrado.


Se dio la vuelta al oír su voz y se encontró con Pedro apoyado en el umbral de la puerta con las manos metidas en los bolsillos y actitud relajada. Llevaba una camisa blanca y una chaqueta del mismo color café que sus ojos.


–Estás muy guapo –dijo ella sin pensar, y automáticamente deseó poder retirarlo.


–Parece que te sorprende –respondió él enarcando una ceja.


–¡No! Claro que no, es que… –se fijó en que Pedro sonreía con picardía y se dio cuenta de que estaba bromeando. Bajó la mirada hacia el vestido sin mangas de color coral que se había puesto. Había querido ponerse guapa sin parecer demasiado sexy y aquel atuendo sencillo era lo mejor que había encontrado–. No sabía si era una cena formal.


Pedro la miró de arriba abajo abiertamente, sin la menor vergüenza.


–Estás preciosa.


Él la miró con evidente deseo, pero lo peor de todo era que le gustaba lo que sentía cuando él la miraba de ese modo, por mucho que supiera que estaba mal.


Le ofreció una silla y, al ayudarla a sentarse, le rozó los hombros con los dedos, lo que le hizo sentir un escalofrío.


–¿Champán? –le ofreció Pedro.


Lo que menos necesitaba en esos momentos era que algo la embriagara aún más. Pero la botella ya estaba abierta.


–Solo una copa –se oyó decir, consciente de que tendría que estar muy pendiente para que esa copa no se convirtiera en dos o en tres.


Pedro se sentó frente a ella, levantó su copa, la miró a los ojos y dijo:

–Por mi padre.


Su mirada parecía estar lanzándole algún tipo de mensaje, pero no supo descifrarlo. ¿Pretendía con ese brindis dejar claros los límites de su relación, o querría decir otra cosa? En lugar de seguir analizándolo, Paula levantó su copa también.


–Por Gabriel –dijo, esperando que no hablaran nada más de él.


La llegada de uno de los mayordomos sirvió de distracción. El joven incluso le sonrió cuando ella le dio las gracias por servirle. Karina había empezado a mostrarse más amable y su doncella también le había sonreído esa mañana. Al menos era un pequeño avance.


La comida estaba deliciosa, pero no le sorprendió porque todo lo que había comido en el palacio desde su llegada había sido exquisito.


–¿Has hablado con mi padre esta tarde? –le preguntó Pedro cuando estuvieron de nuevo a solas–. ¿Te dijo que mi tía sigue en cuidados intensivos?


–Me contó que había pasado muy mala noche y que es posible que tengan que operarla. No parece que vaya a volver pronto.


–Sí, a mí me dijo que sigue bastante grave –le contó él y luego la miró a los ojos antes de añadir–. Me preguntó si te estaba atendiendo. Y si te trataba con respeto.


El corazón se le detuvo por un instante.


–¿No creerás que…?


–¿Que sospecha algo? –terminó Pedro sin rodeos, y luego meneó la cabeza–. No, creo que le sigue preocupando que no sea amable contigo.


Pues estaba siendo muy amable. Demasiado incluso.


–Me dijo que parecía que no quisieras hablar de mí.


Lo cierto era que no había sabido qué decirle a Gabriel. Le preocupaba que sospechara algo, así que había llegado a la conclusión de que era mejor no decir nada.


–No pretendía parecer esquiva y mucho menos darle la impresión de que no me estabas tratando bien.


–Es que no quiero que piense que estoy descuidando mis deberes –le explicó Pedro.


–Claro. No te preocupes, le diré que estás siendo muy buen anfitrión.


Después de eso siguieron comiendo en silencio durante unos minutos, hasta que sonó el teléfono de Paula. Era Karina. Quizá Mia estuviese teniendo problemas para dormir después de lo inquieta que había estado todo el día.


–Mia se ha despertado con fiebre, señora.


No era la primera vez que tenía unos grados de más por culpa de los dientes. Eso explicaría su mal humor.


–¿Le has puesto el termómetro?


–Sí, señora. Tiene cuarenta con cinco.


Paula notó cómo se le helaba la sangre en las venas. Eso no podía ser por los dientes.


–Ahora mismo voy.


Pedro debió de ver el miedo en su mirada porque frunció el ceño y le preguntó:

–¿Qué ocurre?


–Es Mia –le dijo, ya de pie–. Tiene mucha fiebre.


Pedro se levantó inmediatamente, sacó el teléfono y marcó un número.


–Jorge, avisa al doctor Stark y dile que necesitamos que venga lo más rápido posible.




sábado, 24 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 37

 


Pedro se quedó detrás de Paula mientras ella observaba una pieza del museo y pensó que, de todas las personas que había llevado allí a lo largo de los años, y habían sido muchas, ella era, con diferencia, la que más interés estaba mostrando. Leía todas las descripciones, absorbiendo la información que se le ofrecía sobre la exposición.


–Supongo que sabes que nadie te va a hacer ningún examen cuando volvamos al palacio –le dijo bromeando.


Ella sonrió, avergonzada.


–Estoy tardando mucho, ya lo sé. Es que me encanta la historia. Era mi asignatura preferida.


–A mí no me molesta –aseguró con total sinceridad. Como tampoco le había molestado pasar la tarde en la piscina con ella y con Mia el día anterior. Y no solo porque le gustara aquel pequeño biquini rosa. Simplemente le gustaba… ella.


Siguió observándola mientras ella leía, memorizando el perfil de su rostro, la delicadeza de sus rasgos y deseó poder acercarse y acariciarla. Últimamente deseaba hacerlo todo el tiempo y cada vez le resultaba más difícil contenerse. Y, por el modo en que lo miraba y por cómo se sonrojaba cuando estaban cerca, sabía que ella sentía lo mismo.


–¿Quieres cenar conmigo esta noche en la terraza?


Tuvo la impresión de haberla sorprendido con la invitación.


–Mmm, sí, encantada. ¿A qué hora?


–¿Qué te parece a las ocho?


–Perfecto, Mia se acuesta más o menos a esa hora. Supongo que te refieres a la terraza del ala oeste, la del comedor.


–Exacto.


–No sabía que fuera tan tarde –dijo mirando la hora–. Deberíamos irnos.


–Yo no tengo ninguna prisa, si quieres seguir viéndolo todo.


–No –de pronto parecía incómoda–. Gabriel dijo que me llamaría por Skype a las cuatro.


Estaba claro que estaba impaciente por hablar con él. ¿Y eso lo ponía celoso? Consiguió esbozar una sonrisa y responder con absoluta despreocupación.


–Entonces vámonos.