Aparte de un ligero resfriado que había tenido en primavera, Mia nunca había estado enferma. Paula subió corriendo la escalera con el corazón encogido, imaginándose lo peor, y con Pedro siguiéndola de cerca.
Karina había dejado a Mia en pañales y la mecía suavemente, acariciándole la espaldita. La pequeña tenía las mejillas rojas y los ojos casi cerrados. Paula se acercó a ella, alarmada. ¿Cómo era posible que se hubiese puesto tan enferma en solo dos horas?
–Mi pequeña –le dijo, poniéndole la mano en la frente–. ¿Le has dado algo?
–No, señora –respondió la niñera–. La he llamado en cuanto se ha despertado.
–En el baño hay un frasco de paracetamol, ¿podrías traérmelo, por favor? –le pidió Paula al tiempo que agarraba a su hija.
–¿Puedo hacer algo? –le preguntó Pedro desde la puerta, con actitud preocupada.
–Asegúrate de que el médico viene lo más pronto posible –apretaba a Mia contra su pecho y le temblaban las manos de miedo.
En cuanto Karina volvió con la medicina, le dio la dosis correcta, que la niña se tomó sin protestar.
–No sé qué puede ser. Nunca se pone mala.
–Seguro que no es nada grave. Seguramente solo sea un virus.
–Puede que debiera darle un baño de agua fresca para bajarle la fiebre.
–¿Por qué no esperas a ver qué dice el médico?
Miró el reloj que había colgado en la pared de enfrente.
–¿Cuándo crees que tardará?
–Poco. Está de servicio las veinticuatro horas. ¿Por qué no te sientas? Los niños notan cuando sus padres están nerviosos.
Tenía razón, tenía que controlarse. Por el modo en que estaba derrumbada en sus brazos, daba la impresión de que Mia no tenía fuerza para llorar. Se sentó en la mecedora con la pequeña y se movió suavemente.
–Siento haber interrumpido la cena. Puedes volver a terminar si quieres.
–No voy a irme a ninguna parte –anunció él, cruzándose de brazos.
Estaba acostumbrada a arreglárselas sola en todo lo que se refería a Mia, pero lo cierto era que resultaba reconfortante tener compañía. A veces se cansaba de estar sola.
El doctor Stark llegó pocos minutos después. Era un hombre mayor de expresión amable que le hizo un sinfín de preguntas a Paula y le pidió que le mostrara todos los informes médicos que tenía de Mia.
–Están en mi dormitorio –le dijo, poniéndose en pie para ir a buscarlos.
Pedro tendió los brazos para que le diera a la niña.
–Yo la agarraré mientras vas a por ellos.
Fue corriendo hasta su habitación, agarró la cartilla de vacunación y los demás informes médicos de Mia y volvió a toda prisa. Pedro estaba en la mecedora con Mia tumbada sobre su pecho y Karina observaba la escena desde la puerta con gesto de preocupación.
–Voy a necesitar que tumben a la pequeña –anunció el médico mientras estudiaba los informes.
Pedro dejó a la niña en el cambiador con el cariño y la suavidad con que lo habría hecho un padre y esperó impaciente mientras el médico la examinaba minuciosamente.
–No es nada grave –aseguró por fin el doctor después de varios minutos de angustia–. Tal y como me imaginaba, solo es una infección de oídos.
Paula sintió tal alivio que podría haberse echado a llorar. Agarró a su pequeña y la abrazó con fuerza.
–Puede que sea un virus, pero remitirá con un tratamiento de antibióticos y el paracetamol que ya le ha dado le bajará la fiebre.
De hecho, daba la impresión de que ya había empezado a causar efecto porque la niña ya no tenía las mejillas tan sonrojadas y parecía algo más despierta.
–¿Es posible que fuera por eso por lo que estuvo tan incómoda durante el vuelo?
–Es difícil saberlo, pero hay niños a los que les afecta el cambio de presión y es posible que le dolieran los oídos.
Se le rompía el corazón de pensar que Mia hubiese estado sufriendo durante el vuelo sin ella saberlo.
–Haré que le traigan los antibióticos ahora mismo. Llámeme si no está mejor por la mañana. Yo volveré por aquí en un par de días.
Después de que el médico se hubiese marchado, Karina le preguntó si quería que la acostara, pero Paula negó con la cabeza.
–Voy a llevármela a mi habitación. Gracias por avisarme tan rápido.
La niñera asintió y se dispuso a marcharse, pero antes de hacerlo, se volvió a decirle:
–Es una niña muy fuerte, enseguida se pondrá bien –y luego le sonrió.
Cuando se quedaron a solas, Paula se volvió hacia Pedro.
–Gracias.
–¿Por qué? –preguntó él, que se había quitado la chaqueta y estaba apoyado en la pared.
–Por hacer venir al médico tan rápido. Por estar aquí conmigo. Supongo que no tendrás una cuna que se pueda llevar a mi dormitorio. Se mueve tanto durante la noche, que me da miedo que duerma en la cama conmigo.
Pedro sacó el teléfono de inmediato.
–Seguro que hay alguna.
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