«No tienes motivo para estar nerviosa», se dijo Paula por enésima vez desde que había salido de su habitación para dirigirse a la terraza.
Habían pasado todo el día juntos y, aunque había habido algunos momentos ligeramente incómodos, Pedro se había comportado como un completo caballero y no tenía la menor duda de que haría lo mismo esa noche. Seguramente solo la había invitado a cenar con él porque se sentía obligado a atenderla.
Estaba segura de que con el tiempo dejaría de fantasear con que la tomara en sus brazos, la besara, le arrancara la ropa y le hiciera el amor apasionadamente.
Salió a la terraza exactamente a las siete y cincuenta y nueve. La mesa estaba servida para dos, adornada con velas y flores y con una botella de champán enfriándose en hielo junto a una de las sillas. El sol del atardecer teñía de rojo y naranja el cielo. Era el escenario perfecto para una cena romántica.
–Veo que lo has encontrado.
Se dio la vuelta al oír su voz y se encontró con Pedro apoyado en el umbral de la puerta con las manos metidas en los bolsillos y actitud relajada. Llevaba una camisa blanca y una chaqueta del mismo color café que sus ojos.
–Estás muy guapo –dijo ella sin pensar, y automáticamente deseó poder retirarlo.
–Parece que te sorprende –respondió él enarcando una ceja.
–¡No! Claro que no, es que… –se fijó en que Pedro sonreía con picardía y se dio cuenta de que estaba bromeando. Bajó la mirada hacia el vestido sin mangas de color coral que se había puesto. Había querido ponerse guapa sin parecer demasiado sexy y aquel atuendo sencillo era lo mejor que había encontrado–. No sabía si era una cena formal.
Pedro la miró de arriba abajo abiertamente, sin la menor vergüenza.
–Estás preciosa.
Él la miró con evidente deseo, pero lo peor de todo era que le gustaba lo que sentía cuando él la miraba de ese modo, por mucho que supiera que estaba mal.
Le ofreció una silla y, al ayudarla a sentarse, le rozó los hombros con los dedos, lo que le hizo sentir un escalofrío.
–¿Champán? –le ofreció Pedro.
Lo que menos necesitaba en esos momentos era que algo la embriagara aún más. Pero la botella ya estaba abierta.
–Solo una copa –se oyó decir, consciente de que tendría que estar muy pendiente para que esa copa no se convirtiera en dos o en tres.
Pedro se sentó frente a ella, levantó su copa, la miró a los ojos y dijo:
–Por mi padre.
Su mirada parecía estar lanzándole algún tipo de mensaje, pero no supo descifrarlo. ¿Pretendía con ese brindis dejar claros los límites de su relación, o querría decir otra cosa? En lugar de seguir analizándolo, Paula levantó su copa también.
–Por Gabriel –dijo, esperando que no hablaran nada más de él.
La llegada de uno de los mayordomos sirvió de distracción. El joven incluso le sonrió cuando ella le dio las gracias por servirle. Karina había empezado a mostrarse más amable y su doncella también le había sonreído esa mañana. Al menos era un pequeño avance.
La comida estaba deliciosa, pero no le sorprendió porque todo lo que había comido en el palacio desde su llegada había sido exquisito.
–¿Has hablado con mi padre esta tarde? –le preguntó Pedro cuando estuvieron de nuevo a solas–. ¿Te dijo que mi tía sigue en cuidados intensivos?
–Me contó que había pasado muy mala noche y que es posible que tengan que operarla. No parece que vaya a volver pronto.
–Sí, a mí me dijo que sigue bastante grave –le contó él y luego la miró a los ojos antes de añadir–. Me preguntó si te estaba atendiendo. Y si te trataba con respeto.
El corazón se le detuvo por un instante.
–¿No creerás que…?
–¿Que sospecha algo? –terminó Pedro sin rodeos, y luego meneó la cabeza–. No, creo que le sigue preocupando que no sea amable contigo.
Pues estaba siendo muy amable. Demasiado incluso.
–Me dijo que parecía que no quisieras hablar de mí.
Lo cierto era que no había sabido qué decirle a Gabriel. Le preocupaba que sospechara algo, así que había llegado a la conclusión de que era mejor no decir nada.
–No pretendía parecer esquiva y mucho menos darle la impresión de que no me estabas tratando bien.
–Es que no quiero que piense que estoy descuidando mis deberes –le explicó Pedro.
–Claro. No te preocupes, le diré que estás siendo muy buen anfitrión.
Después de eso siguieron comiendo en silencio durante unos minutos, hasta que sonó el teléfono de Paula. Era Karina. Quizá Mia estuviese teniendo problemas para dormir después de lo inquieta que había estado todo el día.
–Mia se ha despertado con fiebre, señora.
No era la primera vez que tenía unos grados de más por culpa de los dientes. Eso explicaría su mal humor.
–¿Le has puesto el termómetro?
–Sí, señora. Tiene cuarenta con cinco.
Paula notó cómo se le helaba la sangre en las venas. Eso no podía ser por los dientes.
–Ahora mismo voy.
Pedro debió de ver el miedo en su mirada porque frunció el ceño y le preguntó:
–¿Qué ocurre?
–Es Mia –le dijo, ya de pie–. Tiene mucha fiebre.
Pedro se levantó inmediatamente, sacó el teléfono y marcó un número.
–Jorge, avisa al doctor Stark y dile que necesitamos que venga lo más rápido posible.
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