Sonó el timbre y el corazón le dio un vuelco, igual que durante toda la semana. Pero no iba a ser Pedro. Nunca lo era. Y aunque lo fuera, no quería verlo, pero era una reacción automática.
Al abrir contuvo el aliento al verlo justo a él de pie en el porche.
–Hola –dijo Pedro.
A Paula se le cayó el corazón a los pies. Se lo veía tan bien, que durante un segundo olvidó enfadarse. A punto estuvo de arrojarse a sus brazos.
–Estoy muy enfadada contigo –dijo, más para recordárselo a sí misma.
–Solo quiero hablar.
Ella sintió un escalofrío. «Hagas lo que hagas, sigue furiosa. No te eches en sus brazos».
Entró y se quitó el abrigo. Seguía con el traje del trabajo.
–¿Está Matías?
Ella movió la cabeza.
–Está jugando en la casa de Juana.
–Bien. Podremos charlar sin distracciones. ¿Podemos sentarnos?
Esa era una mala idea. Lo quería cerca de la puerta en caso de que decidiera echarlo de un empujón por si a cualquiera de los dos se les ocurría alguna idea rara.
–Aquí estoy a gusto.
Él se encogió de hombros.
–De acuerdo.
–Bien, ¿de qué querías hablar?
–He tenido un día interesante.
–¿Sí? ¿Y por qué debería importarme?
–Mi hermano y yo hemos mantenido una conversación franca. Creo que quizá hayamos resuelto algunas cosas.
–Eso es bueno, supongo. Aunque yo seguiría sin confiar en él.
–Y he ido a ver a mi padre.
Eso sí que no se lo había esperado.
–¿Por qué?
–No estoy seguro. Fui a dar un paseo y terminé en su casa. Quizá mi subconsciente pensó que si tienes un problema, lo mejor es plantarle cara.
–¿Y cómo fue? –preguntó, cruzando los brazos.
–Fue… esclarecedor. Al parecer, la realidad es que amaba a mi madre, y cuando le propuso matrimonio, ella no estaba embarazada. La amaba tanto, que siguió casado con ella, a pesar de que sabía que solo buscaba su dinero. Y fue desdichadamente infeliz.
–Es triste.
–Supongo que es la diferencia entre tú y yo. Yo no fui infeliz. Al menos no hasta que fastidié todo. Antes de eso, fui realmente feliz.
Sí, ella también.
–Supongo que quería arreglarme –continuó él–. Solo necesitaba descubrir que la única persona que puede arreglarme soy yo.
–¿Me estás diciendo que ya lo has conseguido?
–Digo que he aislado el problema, y aunque no he llegado a una solución completa, no cabe duda de que voy progresando. Pero hay un problema.
–¿Qué problema?
–Estoy enamorado de ti, y echo de menos a mi hijo, y sin vosotros dos en mi vida de forma permanente, no creo que pueda ser feliz.
«Ni pienses en ello. No vas a darle otra oportunidad ». Estaba a centímetros de la puerta…
–Hoy me presenté ante la junta.
–¿Para qué?
–Para hablarles de Matías y de ti. Les aseguré que estar casado con una Chaves no iba a reducir mi lealtad a Western Oil. No sé si me creyeron, pero no me han eliminado de la carrera. Supongo que el tiempo lo dirá.
–Pedro, ¿por qué lo has hecho?
–Porque estaba mal ocultaros. Matias es mi hijo. Mantener su existencia en secreto es lo mismo que decir que me avergüenzo de él. Y no es así. Lo quiero y estoy orgulloso de él y deseo que todo el mundo lo sepa. Y deseo que sepan que amo a su madre y que anhelo pasar el resto de mi vida amándola –le acarició la mejilla–. Y para mí ella es lo más importante. No el trabajo.
Había esperado mucho tiempo para que alguien la antepusiera a todo.
–¿Sabes?, me estás dificultando mucho mantenerme enfadada contigo.
–Es parte del objetivo –sonrió–, ya que no me vendría mal una última oportunidad.
Como si en ese momento existiera alguna esperanza de poder oponerse a él.
La rodeó con los brazos y la acercó.
–Te he echado de menos. Y a Matias. Ha sido la peor semana de mi vida.
–Para mí también –aunque en ese momento se sentía bien. Realmente bien.
–Te amo, Paula.
–Yo también te amo. ¿Qué te parece si voy a buscar a Matías? Se va a sentir tan feliz de verte…
–Espera. Antes tenemos que hablar de otra cosa.
–¿De qué?
Él sacó una caja pequeña del bolsillo de la chaqueta. Paula tardó un segundo en darse cuenta de que se trataba de un estuche de terciopelo. Luego, literalmente, Pedro se apoyó sobre una rodilla.
Él abrió el estuche y dentro había un solitario. Era tan hermoso que la dejó sin aliento.
–Paula, ¿me harías el honor de ser mi esposa?
Había fantaseado con ese día desde pequeña. Estaba consiguiendo todo lo que quería. Y mucho más.
–Sí, lo haré, Pedro –respondió entre lágrimas, aunque en esa ocasión de felicidad.
Y con una sonrisa él le introdujo el anillo en el dedo.