La mansión de la familia Alfonso tenía el mismo aspecto que la última vez que Pedro había estado allí hacía diez años, y diez años antes que eso. En toda su vida no creía que hubiera cambiado mucho.
No tenía ni idea de por qué estaba allí o de lo que planeaba hacer. Subió los escalones y se detuvo ante la puerta. Fue a llamar pero se detuvo.
Se preguntó qué diablos hacía allí. Había un muy buen motivo por el que había pasado los últimos diez años evitando ese lugar. A su padre. Eso no solucionaría nada.
Se volvió para marcharse pero se detuvo. De algún modo supo que hasta que no se enfrentara a su padre, no podría seguir adelante con su vida. Estaría atrapado en un ciclo perpetuo de duda del que tal vez nunca pudiera salir. Necesitaba hacerlo por sí mismo y por Matias.
Antes de poder cambiar de idea, giró y llamó a la puerta.
Abrió el ama de llaves. Al ver quién se encontraba allí, se llevó una mano al pecho. El cabello parecía más plateado que rubio con el paso del tiempo.
–¡Pedro! ¡Santo cielo, han pasado años!
–Hola, Sylvia. Por casualidad, ¿está mi padre en casa?
–De hecho, sí. Está superando un resfriado y hoy trabaja desde aquí.
–¿Puedes decirle que he venido?
–¡Por supuesto! Pasa. ¿Me permites tu abrigo?
–No puedo quedarme mucho tiempo.
–Bien, iré a buscarlo, entonces.
Mientras marchaba hacia el estudio, Pedro echó un vistazo. A diferencia del exterior, alguien le había dado un buen retoque al interior. Los chillones y horribles tonos pastel que tanto le habían gustado a su madre habían sido reemplazados por un toque más del sudoeste. Probablemente un cambio producido por una de las múltiples esposas de su padre.
–¡Pedro! ¡Qué sorpresa!
Giró y vio a su padre caminando hacia él y parpadeó sorprendido. Por algún motivo, había esperado verlo igual que la última vez. Y aunque solo habían transcurrido diez años, parecía como si hubiera envejecido el doble que eso. Estaba canoso y su cara era un surco de arrugas. Y aunque mantenía la misma estatura de siempre, parecía más pequeño, una versión más reducida de su antiguo yo.
–Hola, papá.
–Te estrecharía la mano, pero tengo un terrible resfriado. No querría arriesgarme a pasarte mis gérmenes. ¿Por qué no vamos a sentarnos a mi despacho? ¿Te apetece una copa?
–No puedo quedarme mucho tiempo.
–Tu hermano me ha contado que ambos competís para el puesto de presidente ejecutivo de Western Oil.
Eso no debió crisparlo, pero lo hizo.
–No he venido para hablar de Julián –espetó.
Su padre se encogió de forma visible, asintió y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.
–De acuerdo, ¿para qué has venido?
En realidad, no tenía ni idea.
–Ha sido una mala ocurrencia –dijo–. Lamento haberte molestado –quiso girar hacia la puerta, pero descubrió que no podía hacerlo, al menos hasta no haber obtenido algunas respuestas–. Tengo un hijo.
Su padre parpadeó sorprendido.
–No… no lo sabía. ¿Qué edad tiene?
–Nueve meses. Se llama Matias.
–Felicidades.
–Es precioso e inteligente y lo quiero más que a la vida misma, y probablemente no volveré a verlo jamás –sintió un nudo en la garganta.
–¿Por qué?
–Porque tengo mucho miedo de hacerle lo que tú me hiciste a mí –no había esperado soltar eso y era evidente que su padre tampoco. No había nada como ir al grano.
–¿Por qué no pasas y te sientas? –dijo su padre.
–No quiero sentarme. Solo quiero saber por qué lo hiciste. Dímelo, para que pueda saber cómo ser diferente.
–No pasa ni un solo día sin que lamente cómo os traté a tu hermano y a ti. Sé que no fui un gran padre.
–Eso no me ayuda.
–Supongo… –su padre se encogió de hombros– que fue el modo en que me educaron. Era lo único que conocía.
Estupendo. De modo que era una especie de retorcida tradición familiar.
–En otras palabras. Estoy fastidiado.
–No. Tienes una elección –movió la cabeza–. Igual que yo. Yo elegí no cambiar. Pasé veinte años desdichados con una mujer a la que amaba más que a la vida misma y lo único que ella quería de mí eran mi apellido y todo el dinero que pudieran recoger sus manos codiciosas. Estaba amargado y con el corazón roto y en vez de descargarlo sobre la persona que se lo merecía, lo hice sobre mis hijos.
–¿Realmente la amabas? –le costaba creer algo así. Era una mujer tan… poco merecedora de amor. De una hermosura deslumbrante, sí, pero fría y egoísta.
–Por supuesto que la amaba. ¿Por qué crees que me casé con ella.
Empezaba a creer que todo lo que conocía sobre su vida estaba equivocado.
–Has dicho que es por el modo en que te educaron, pero, ¿tu padre no murió cuando tenías cuatro años?
–La verdad es que no me acuerdo de él, pero, hasta donde yo sé, él jamás me puso una mano encima.
Tardó un segundo en asimilarlo.
–¿Insinúas que la abuela…?
–Parecía inofensiva, pero esa mujer era tan mezquina como una serpiente. Resumiendo, tu abuela era una persona muy infeliz, igual que yo. Yo era una lamentable excusa de padre. Y en ninguna parte está escrito que tu destino sea parecerte a mí. Puedes ser la clase de padre que tú quieras. La elección es tuya.
Si la elección era suya, entonces elegía ser distinto. Y si cometía errores, serían suyos, y con suerte aprendería de ellos a lo largo del camino.
–He de irme –le dijo a su padre.
El hombre mayor asintió… pero pareció triste. Y por un segundo Pedro sintió pena por él.
–Quizá puedas venir por aquí alguna vez –le dijo su padre–. No sé si tu hermano te lo contó, pero voy a casarme. Otra vez.
–Lo mencionó.
–Quién sabe –se encogió de hombros–, tal vez este dure.
–Tal vez pueda traer a Matías algún día para que te vea.
–¿Eso significa que tú volverás a verlo?
Si Paula se lo permitía. Y aunque no lo hiciera, formar parte de la vida de su hijo era algo por lo que consideraba que valía la pena luchar.
Pero antes de esa batalla, tenía que sabotear una junta administrativa.
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