sábado, 14 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 14

 


Mentía descaradamente. ¡Qué agallas tenía! Mientras la veía alejarse, Pedro se inclinó a recoger una carpeta: estaba vacía, supuso que al igual que las demás. Miró el ordenador. Le había dicho a Frida que tenía que cambiarlo por otro más moderno. Se pasó la mano por el pelo y siguió a Paula.


—Esta pared —ella señaló la que separaba la cocina de la tienda.


No le quedó más remedio que admirar su valor. Pero eso fue todo. Se negó a observar cómo le brillaba el pelo y cómo se lo había recogido en una cola de caballo, lo que le dejaba el cuello al descubierto. Se percató de que ella lo miraba y esperaba. Carraspeó.


—No te aconsejaría que pusieras estanterías en esa pared —la golpeó con los nudillos—. ¿Oyes lo endeble que es? Puedo reforzarla si quieres —pero costaría más y se tardaría un tiempo en hacerlo, tiempo que ella no querría malgastar esperando.


—No quiero poner estanterías ahí. Lo único que quiero saber es si vas a hacer algo en esta pared cuando comiences a trabajar aquí abajo.


—No.


—¿Así que puedo pintarla?


—Desde luego, pero sería más sensato esperar a que todo el trabajo estuviera terminado y pintar toda la tienda.


Ella lo miró. Sus ojos eran mares azules en los que un hombre podía ahogarse si se dejaba ir. Pedro trató de no hacerlo.


—No me refiero a esa clase de pintura.


Él tardó unos segundos en comprender.


—Voy a pintar el retrato de mi madre —lo miró de forma desafiante.


Quiso aplaudirla, besarla. Era evidente que había perdido el juicio.


—¿Vas a empezar esta noche?


—No, pero puede que aplique una capa de base mañana.


—Creí que a estas horas ya habrías vuelto a la pensión.


—No.


Algo en su tono hizo que Pedro se pusiera alerta.


—¿Por qué no? —Paula y Guadalupe había sido muy buenas amigas.


Ella no lo miró, sino que siguió examinando la pared.


—Pau… —dijo él. Tenía ganas de tomarla por los hombros y sacudirla.


—Creo que cuanto menos me vea Guadalupe, mejor para ella.


Pedro le había parecido una excelente idea la sugerencia de Ricardo de que Paula se alojara en la pensión de Guadalupe. Creyó que, de esa manera, tendría una amiga, una aliada. Era evidente que se había equivocado.


—Lo siento —dijo con voz tensa—. Es culpa mía. Tendría que haberlo pensado. Guadalupe se disgustó mucho cuando te fuiste. Estuvo meses sin hablarme. Creyó que te pondrías en contacto con ella.


Paula se puso tensa, se dio la vuelta y lo agarró por los brazos.


—¿Qué has dicho?


Se sintió invadido por su aroma y, durante unos segundos, fue incapaz de hablar. Paula tenía la cara pálida y arrugas de cansancio alrededor de los ojos. No recordaba haberla visto nunca tan hermosa. La presión de sus manos en sus hombros se incrementó. Lo estaba agarrando con tanta fuerza que le quedarían marcas. Pero a él no le importó.


—Guadalupe creía que erais amigas. Se preocupaba por ti —después de Fernanda y él, Guadalupe y Ricardo habían sido los mejores amigos de Paula—. Después de que te marcharas, no volvió a saber nada de ti. Imagínate cómo se lo tomó.


Paula bajó las manos y retrocedió con los ojos muy abiertos. Parecía un animal deslumbrado por los faros de un coche que se aproximara, un ser salvaje y herido tratando de escapar. Sin pensárselo dos veces, Pedro extendió los brazos hacia ella, pero Paula se apartó, inspiró profundamente y adoptó una máscara de frialdad que a él lo dejó desconcertado. Era como si sus emociones anteriores no hubieran existido.


Eso no podía ser sano. Se pasó la mano por el pelo y descubrió que estaba temblando. El corazón le latía muy deprisa y se maldijo por ser idiota en lo que se refería a aquella mujer.


—Bueno —dijo ella con una brillante sonrisa—, por hoy he acabado. Así que, si no te importa…


—¡No! Lo que quiero decir —añadió él tratando de moderar el tono de voz— es que adonde vas.


Lo volvió a mirar con los ojos como platos, esa vez por la sorpresa en vez de por… No sabía cómo denominar la expresión que acababa de contemplar: ¿susto, pena, dolor?


—Pues a casa de Guadalupe, claro está. Tengo que disculparme por lo mal que me he portado con ella —agitó una mano frente a la cara como si quisiera borrar una imagen que la molestara y, de repente, Pedro se dio cuenta de lo que había visto en sus ojos: odio hacia sí misma. Ella nunca se había considerado digna de su amor ni de la amistad de Fernanda, Guadalupe y Ricardo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?


—¿Cuál es el mejor sitio para comprar una botella de vino a esta hora de la noche? —preguntó ella mirando el reloj—. Y chocolate. Necesito chocolate.


—La tienda de licores de la taberna todavía estará abierta.


—Gracias —le sonrió.


—¿Quieres que te lleve?


Pedro, son dos minutos andando. Gracias de todos modos. Hasta luego.


Él asintió, aspiró su aroma cuando pasó a su lado y la miró mientras salía de la tienda. Luego se puso a observar la pared en la que ella quería pintar. Maldijo entre dientes, fue al almacén, desconectó el ordenador y se lo colocó bajo el brazo mientras se decía que habría hecho lo mismo por cualquier otro.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 13

 


A las ocho y cuarto de la mañana del martes, cuando Paula llegó a la librería, encontró a Pedro apoyado en la fachada. Le devolvió la llave.


—Ya he hecho una copia. Perdona que no te la devolviera ayer.


—Gracias —la llave todavía conservaba el calor de su mano.


—Ayer cerraste pronto.


No era un reproche, sólo una observación. Parecía cansado. Paula sintió que se ablandaba. Su aspecto fatigado la conmovió. Fernanda y él sólo habían durado dos años. ¿Se habría casado con ella por despecho? Nunca se le había ocurrido, pero la boda se había celebrado tan deprisa…


¡No! No estaba dispuesta a inmiscuirse en la vida de aquel hombre de nuevo. No le daría la posibilidad de destrozarla por segunda vez. Pero ese aspecto de cansancio…


No lo había notado el día anterior ni el sábado. Sólo se había dado cuenta de su aspecto radiante, que, aunque en aquel momento hubiera disminuido, no le hacía por ello menos atractivo. Con el pelo húmedo de una ducha reciente, el aroma del champú aumentaba en vez de enmascarar su olor personal a otoño. Pau trató de distinguir los elementos que lo componían con la esperanza de privarlo de su poder sobre ella: un toque de eucalipto, tierra recién labrada y calabaza recién cortada. Las tres cosas juntas no deberían resultar atrayentes, pero Paula deseaba apretar la cara contra el cuello de Pedro y aspirar a fondo.


¡Por Dios! ¡Tenía que dejar de pensar en eso!


—Cerré un cuarto de hora antes. Tenía cosas que hacer —se preguntó si debía contarle a Pedro lo de su hija, pero recordó cómo se le había iluminado la cara a Melly cuando le dijo que eran amigas y se dio cuenta de que no podía hacerlo. Aún no. Si Melly no se lo decía, al final de la semana tendría que hacerlo ella.


—¿Has encontrado nuevos empleados?


—Estoy en ello —contestó ella mientras abría la puerta, orgullosa de que la mano no le temblara en absoluto.


—¿Vas a tener ayuda hoy?


—Tal vez.


—¿Tal vez? —entró detrás de ella—. ¿Es eso una respuesta?


—Me parece que no es asunto tuyo.


Él la siguió hasta la cocina.


—¿Un café? —se insultó a sí misma por habérselo ofrecido, pues era darle demasiada confianza.


No se sintió aliviada cuando él negó con la cabeza. Oyó el sonido de botas pesadas en el piso de arriba y el de una sierra eléctrica rasgar el aire.


—Lo siento. Espero que no te molestemos mucho.


—No te preocupes —el ruido no la molestaba en absoluto. Ver a Pedro todos los días era mucho más duro—. ¿A qué hora empezáis a trabajar? —preguntó por decir algo.


—A las siete y media.


—Pero ayer no os marchasteis antes de las cinco.


Pedro hizo una mueca como si hubiera visto escrita la palabra «negrero» en la frente de ella.


—Mis aprendices se fueron a las tres y media.


¿Y él se había quedado al menos una hora más?


—Oye, Pedro, no tienes que herniarte para acabar el trabajo en la mitad de tiempo. Si se necesitan una o dos semanas más… —se encogió de hombros con la esperanza de parecer despreocupada. Él debería estar en su casa, con Melly.


—Te dije que lo acabaría lo antes posible, y lo dije en serio. Al menos tengo empleados que me ayudan.


Puso los brazos en jarras y Paula comenzó a salivar. ¡Por Dios! Pedro Alfonso seguía estando para comérselo.


—¿Qué vas a hacer al respecto? —añadió él.


Paula dio un paso atrás y lo miró fijamente. Luego se dio cuenta de que se refería a los empleados.


—Ponerme a trabajar, eso es lo que voy a hacer. Tengo un montón de trabajo —hasta las nueve, quería tratar de desentrañar los secretos del ordenador, sobre todo los relacionados con los proveedores. Y, por la tarde, al volver de acompañar a Melly, vería si podía desentrañar alguno más.


—¿Te has instalado ya en la pensión de Guadalupe? ¿Estás cómoda allí?


—Muy cómoda, gracias —no era verdad. La habitación con baño y la cama eran muy cómodas, pero el recibimiento de Guadalupe no fue el que esperaba. Forzó una sonrisa y señaló a Pedro con la taza—. Perdona, pero tengo que trabajar —y salió disparada al almacén antes de que los ojos de él descubrieran las mentiras en los suyos.


El ordenador no le dio la identidad de los proveedores ni prácticamente nada. ¿Con quién demonios tenía que ponerse en contacto para pedir libros? Abrió todos los documentos sin resultado. La hora de abrir la tienda llegó antes de que tuviera tiempo de echar un vistazo al archivador.


No hubo tantas ventas como el día anterior, pero tuvo un flujo de clientes constante, todos turistas. Lanzó un suspiro cuando llegó la hora de cerrar y acompañar a Melly las cinco manzanas hasta la casa de la señora Benedict.


—Melly, ¿por qué no quieres decirle a tu padre que no estás contenta con la señora Benedict?


—Porque papá tiene un montón de preocupaciones y esa señora es su última esperanza. Lo sé porque le oí decírselo a la abuela. Nadie más puede cuidarme, y soy demasiado pequeña para estar sola en casa.


—Creo que tu felicidad es lo que más le importa a tu padre. Además, quedo yo. Siempre serás bienvenida en la librería.


—Hoy viene a recogerme mi abuelo —dijo Melly sin sonreír—. Los martes por la noche me quedo con mis abuelos.


—Qué bien.


—Mi abuela —dijo la niña al cabo de unos segundos de silencio— cree que una niña debe llevar vestidos y faldas, pero no pantalones vaqueros. Ya no me quedan vaqueros que me estén bien. Yvonne Walker cree que llevar falda es de cursis.


—¿Yvonne está en tu clase?


—Es la niña más guapa del colegio. Y da las mejores fiestas —Melly torció el gesto—. No me invitó a la última. Pero si me viera con el pelo así… —se lo tocó. Paula le había hecho una cola de caballo.


—Te peinaré así cuando quieras —le prometió—. Y ¿sabes una cosa? Creo que, si le pidieras a tu padre que te llevara a comprarte unos vaqueros, lo haría.


Paula esperó oculta en una esquina hasta que el abuelo de Melly la recogió. Después volvió a la librería y se sentó frente al ordenador. Lo encendió y acarició el monitor para darle ánimos. Del piso de arriba le llegó el sonido de unas botas y el de herramientas. Miró hacia arriba. ¿Por qué no estaba Pedro en casa con su hija? Volvió a mirar la pantalla del ordenador y se lanzó hacia delante al ver que el texto comenzaba a desaparecer.


—No, no —rogó al tiempo que agarraba el monitor con las manos. Dio un salto al oír un «bang» y ver que salía humo del ordenador. La pantalla se quedó en negro.


Allí estaba: sin empleados y sin ordenador. Sacudió el monitor y lo golpeó con fuerza. Nada. Se recostó en la silla. Aquello no podía ser verdad, y menos en aquel momento.


«Que no cunda el pánico», se dijo al tiempo que se levantaba y comenzaba a pasear. «No te decepcionaré, mamá».


¡El archivador! Dio un grito y se puso de rodillas. Trató de abrir el cajón superior, pero estaba cerrado con llave. Buscó las llaves en los bolsillos. El cajón se abrió al tercer intento. Buscó ávidamente entre las carpetas. Se detuvo. Volvió a buscar… y su entusiasmo se esfumó. Había muchas carpetas, todas vacías.


Abrió el segundo cajón: más carpetas, muy bien ordenadas, sin nada dentro. Por si acaso, las comprobó una a una y las tiró al suelo cada vez más enfadada. Por último no quedó ninguna más que mirar. Se sentó y miró el desorden que reinaba a su alrededor. ¿Se habría llevado Ricardo los documentos para que estuvieran a salvo? Se pasó la mano por el pelo, inspiró profundamente y trató de vencer el cansancio.


No, Ricardo no tenía los papeles porque se los habría devuelto. ¿Tal vez su madre no tuviera archivos? Era muy poco probable. Frida Chaves llevaba un registro meticuloso de todo, incluso de lo que vendía en el puesto que ponía en el mercado los fines de semana cuando Paula era una adolescente. Eso implicaba que Diana o Anita, o las dos compinchadas, habían hecho desaparecer los archivos.


—¿Qué demonios pasa aquí?


Paula pegó un brinco. Se dio la vuelta y allí estaba Pedro. Se le aceleró el pulso.


—¡No te me aparezcas así, de repente! Casi me da un infarto.


—Lo siento. Creí que estaba haciendo mucho ruido. ¿Qué haces? —preguntó mirando alrededor.


—Estoy haciendo limpieza —respondió ella alzando la barbilla desafiante.


—¿A qué huele? —preguntó él frunciendo la nariz.


—He quemado un poco de incienso hace un rato —mintió ella. Al ver que la miraba fijamente, se resistió al deseo de humedecerse los labios con la lengua—. Tengo que hacerte una pregunta sobre una pared —dijo con brusquedad al tiempo que le hacía un gesto para que la siguiera a la tienda y se alejara del ordenador.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 12

 



A las diez y media de la mañana, un grupo de turistas bajó de un autocar y entró en la librería en busca de guías y mapas y, de paso, se llevaron todas las postales. A mediodía, Paula fue corriendo al almacén para conseguir material con que rellenar los numerosos huecos que había en las estanterías dedicadas a la información local. Salió con las manos vacías. Volvió a entrar y se plantó delante del ordenador, pero hizo un gesto negativo con la cabeza. Ya se enfrentaría a él más tarde.


A las tres y media, una niña rubia entró sin hacer ruido en la librería. Cuando miró a Pau, a ésta se le paró el corazón. ¿Era la hija de Pedro? Tenía que serlo. Tenía sus mismos ojos y su mismo pelo, y la cara en forma de corazón como Fernanda, al igual que su piel de porcelana. Melisa, un nombre precioso para una niña preciosa. Paula sintió un terrible dolor en el pecho.


—Hola —consiguió decir mientras la niña seguía mirándola. No era el alegre saludo que llevaba practicando todo el día, sino un ronco susurro. Se alegró de que Pedro no estuviera allí.


—Hola —contestó la niña al tiempo que se dirigía a la sección infantil.


Paula dejó que se marchara. Estaba tan aturdida que no le preguntó si podía ayudarla en algo o si buscaba a su padre. Sabía que Pedro tenía una hija y que acabaría por conocerla.


Desde el punto de vista físico, Melisa Alfonso se parecía a Pedro y a Fernanda, pero la curva de sus hombros, la forma de inclinar la cabeza, a Paula le recordaban…


¡Por Dios! Le recordaban a sí misma cuando tenía la misma edad y estaba sin amigos y sin raíces. De niña, había entrado en la librería con el mismo sigilo que Melisa acababa de hacerlo.


Le dolía el corazón, le dolían el cuello y la cabeza. Esperó a ver si alguien entraba detrás de la niña, Pedro o la madre de éste. Nada. Se mordió los labios y miró hacia la sección infantil. Una niña de siete años no debía andar sin la compañía de un adulto.


Si estiraba el cuello, veía los rizos rubios de Melisa y cómo inclinaba la cabeza sobre un libro. Por su postura, Paula supo que la niña no leía, sino que fingía hacerlo. Miró hacia arriba. ¿Le habría pedido Pedro que lo esperara allí? Rechazó la idea de inmediato y volvió a mirar a Melisa. Recordó cómo se había sentido ella al llegar a Clara Falls, a la edad de diez años. Se dirigió a la sección infantil y fingió que ordenaba algunos libros.


—Hola —comenzó a hablar alegremente—. Creo que sé quién eres: Melisa Alfonso, ¿verdad?


La niña puso cara de sospecha y Paula se preguntó si no se habría excedido en la alegría. Muchos de sus amigos de Sidney tenían niños, pero eran mucho más pequeños.


—No me dejan hablar con desconocidos.


Un consejo excelente, pero…


—No soy una desconocida. Hace tiempo viví aquí y conocí a tus padres.


—¿Erais amigos? —preguntó Melisa con interés.


—Sí —el dolor aumentó en su interior, pero sonrió.


—No recuerdo a mi madre, pero tengo una foto suya.


Melisa tragó saliva. Según Frida, Melisa sólo tenía dos años cuando Fernanda se marchó.


—Hace mucho tiempo que los conocí. Antes de que nacieras. Me llamo Paula Chaves, pero me llaman Pau. Puedes llamarme Pau, si quieres.


—¿Ahora es tuya la librería?


—Sí.


—A mí me llaman Melisa, o Mel —dijo la niña con una sonrisa vacilante—. Pero me gustaría que me llamaran Melly. Suena mejor, ¿no te parece?


—Creo que Melly es el nombre más bonito del mundo.


Melisa soltó una risita. Paula se sentó en uno de los taburetes que había en la tienda para alivio de los clientes con dolor de pies.


—Creo que tu padre va a tardar media hora en acabar, Melly.


—No debería estar aquí. ¡No se lo digas! —exclamó mientras se levantaba de un salto y miraba alrededor.


—¿Por qué no?


—Porque, después de la escuela, tenía que ir a casa de la señora Benedict, pero odio ir allí.


—¿Por qué?


—Porque el aliento le huele raro y a veces me pega.


¡Que le pegaba! Paula sintió que le hervía la sangre.


—¿Lo sabe tu padre?


Melly hizo un gesto negativo con la cabeza.


—¿Por qué no, Melly?


—¿Te vas a chivar? —preguntó Melly mientras volvía a negar con la cabeza y el labio inferior comenzaba a temblarle.


Paula sabía que no podía dejar que aquella situación continuara, pero…


—¿Y si hacemos un trato?


La niña volvió a mirarla con recelo.


—¿Cuál?


—Si me prometes venir aquí cada tarde de esta semana después de clase, no diré nada a nadie —al menos, la niña estaría a salvo allí.


—Vale —Melisa se relajó y volvió a sonreír levemente—. De todas maneras, es lo que hago siempre.


—Entonces, de acuerdo —Pau le sonrió a su vez. Calculaba que tardaría un par de días en convencerla de que se lo contara a Pedro. Y no querría estar en el pellejo de la señora Benedict cuando éste se enterara de que pegaba a su hija.


—¿Quién te va a buscar a casa de la señora Benedict? ¿Tu padre?


—Sí, a las cinco en punto en la puerta principal.


—Todavía falta casi una hora —dijo Paula mirando el reloj—. ¿Sabes una cosa, Melly? Para celebrar que he hecho mi primera amistad en Clara Falls, voy a cerrar la tienda pronto y a acompañarte a casa de la señora Benedict.


—¿Soy tu amiga? —preguntó Melisa con los ojos muy abiertos.


—Desde luego.


Melly le sonrió de verdad, de oreja a oreja, y el dolor se volvió tan agudo en el pecho de Pau que creyó que se le iba a partir en dos.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 11

 



Pau entró en la librería a las ocho y media en punto de la mañana del lunes. Oyó a Pedro y a sus hombres dando martillazos en el piso de arriba. Cerró la puerta y se dirigió a la cocina de la parte trasera. Tras unos segundos de vacilación, abrió la puerta para echar un vistazo al exterior. Había aparcadas dos camionetas de la empresa de Pedro con las puertas traseras abiertas de par en par. Oyó que alguien bajaba por la escalera y cerró la puerta. Mientras llenaba una jarra de agua, miró por la ventana que había encima del fregadero para leer lo que ponía en el lateral de la camioneta más próxima: Carpintería Clara Falls. Un personaje de dibujos animados sonreía y saludaba.


¿Pedro? ¿Carpintero? ¿Habría pintado él los dibujos? Era evidente que había tenido éxito, pero ¿le compensaba eso haber renunciado al arte, a su talento para el dibujo y la pintura? Claro que ser carpintero no tenía nada de malo. Y a Pedro siempre se le había dado bien el trabajo manual. Se sonrojó al recordar lo bien que se le daba.


Se sobresaltó cuando el agua comenzó a rebosar. Cerró el grifo y se puso a preparar café. En el piso de arriba seguían los golpes. «No les hagas caso y ponte a trabajar», pensó.


Tenía que familiarizarse con el día a día de la librería. Llevar un pequeño negocio no era nuevo para ella, ya que, junto a su amigo Marcos, llevaba un salón de tatuajes en Sidney. Pero había contado con tener empleados que la pusieran al día.


Había una oficina minúscula, con un ordenador, una impresora y un archivador, en una esquina del almacén. El ordenador era claramente antiguo. Lo encendió y contuvo la respiración hasta ver que el aparato se ponía en marcha. Miró el reloj. Faltaba un cuarto de hora para abrir la librería. Se sentó, hizo clic en las carpetas desplegadas en la pantalla… y no sucedió nada. Se pasó las manos por el pelo y miró la pantalla. Tal vez las horas de insomnio le impedían entender lo que sucedía. Tal vez haber vuelto a Clara Falls había sido una mala idea.


—¡No! —se puso en pie de un salto y se bebió el café de un trago. Abriría la librería, llamaría por teléfono a una agencia de colocación… y ya se encargaría del ordenador después.


Sin darse tiempo a que la asaltaran más pensamientos negativos, cruzó la tienda, abrió la puerta principal y puso el cartel de «Abierto». Consultó la guía telefónica, marcó un número y explicó a una mujer que parecía muy eficaz lo que necesitaba.


—Me temo que no tenemos a tanta gente disponible —le explicó la mujer—. Veré lo que puedo hacer —tomó los datos de Pau—. Con suerte, tendremos algo al final de la semana.


—Gracias —dijo Paula.


¡Al final de la semana! Se quedó mirando el auricular. Necesitaba empleados ese mismo día y en ese mismo momento.


—¿Qué pasa?


Paula se sobresaltó. ¡Pedro! Colgó el auricular.


—Lo siento, pero no te he oído tocar la campanilla que hay encima de la puerta.


Pedro tenía una expresión seria, la boca apretada. No sonreía. Paula se imaginó que deseaba estar lejos de allí, lejos de ella, lo que era estupendo.


—Te he preguntado que qué pasa.


No iba a decírselo de ninguna manera. No era su chico, ni siquiera su amigo. Era quien le iba a hacer las obras. Y punto. Oyó una risa burlona en su cabeza, a la que trató de no hacer caso.


—Nada.


Él no iba a insistir. Paula sabía que lo único que quería era marcharse lo antes posible. Sólo un amigo insistiría, alguien que se preocupara por ella.


—Eres una mentirosa —dijo él en voz baja, con los ojos brillantes.


—¿Es esto una visita social o necesitas algo? —le espetó ella.


—Sólo quería decirte que tus cosas han llegado bien.


—Gracias —se pasó la lengua por los labios. Se dio cuenta de que era algo que hacía con frecuencia en presencia de Pedro. Le bastaba mirarlo para que se le secara la boca. Él se dio la vuelta para marcharse.


Pedro


Se volvió hacia ella de mala gana. A Pau se le cayó el alma a los pies. ¿Tanto la detestaba? Volvió a humedecerse los labios. Él la miró mientras lo hacía. Si creía que lo estaba provocando a propósito, la detestaría aún más. Se dijo que no le importaba lo que creyera.


—Necesito algunas de mis cosas. Sólo he traído lo justo para el fin de semana —dijo en tono de disculpa. ¿Por qué demonios tenía que disculparse?


Él la miró de arriba abajo. Llevaba puestos los pantalones del día anterior y la blusa del sábado. Los había sacudido y estirado lo mejor que había podido, sin grandes resultados.


—Sólo necesito una maleta —afirmó ella alzando la barbilla con orgullo—. Te agradecería que me dejaras pasarme por tu casa a recogerla.


—¿Cómo es?


—Es grande, de cuero rojo.


—¿La que tiene pegatinas de todos los países del mundo?


—Sí, ésa.


Esperó a que le preguntara por sus viajes. Habían hecho planes para casarse y viajar después de acabar los estudios. Él no le preguntó nada. Paula recordó que él había renunciado a todo aquello, al igual que había renunciado a ella. ¿Viajar? ¿Con todas las responsabilidades que tenía? Pedro había elegido un tipo de vida, pero, de todos modos, le inspiraba compasión. Se puso las manos detrás de la espalda para que no se diera cuenta de que le temblaban.


—¿A qué hora te viene bien que me pase a recogerla?


—¿Vas a ir a la pensión de Guadalupe? —al ver que ella asentía, añadió—: Entonces, te la mandaré allí.


Ella entendió lo que subyacía en sus palabras: no le venía bien ninguna hora para que se pasase por su casa. Tragó saliva.


—Gracias.


Él asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta. Agarró el picaporte y…


Pedro, una última cosa. Tus hombres y tú podéis usar la cocina y el cuarto de baño —señaló la parte trasera de la tienda—. Dejaré abierta la puerta de atrás.


Pedro volvió al mostrador y puso un dedo sobre él.


—Ya no se puede dejar la puerta trasera abierta en Clara Falls, Pau. Y me parece que ya tienes bastantes problemas como para buscarte más.


Quiso decirle que no tenía problema alguno, pero su boca se negó a pronunciar esa mentira.


—Muy bien. Entonces, toma la llave —se sacó el llavero del bolsillo y la buscó, aunque no sabía de dónde era cada llave—. Es probable que sea ésta —eligió una, salió de detrás del mostrador y se dirigió a la puerta trasera. Introdujo la llave en la cerradura y la giró. La sacó del llavero y se la dio a Pedro—. Toma, y no consientas que el hecho de que yo no te caiga bien vaya en perjuicio de tus hombres. Están trabajando mucho —no lo miró a los ojos.


—No iba a rechazar el ofrecimiento, Pau. A todos nos gustará poder tomarnos una bebida caliente o usar el microondas.


Sorprendentemente, sonrió. Fue una sonrisa leve, que se le borró en cuanto la esbozó, pero, de todas maneras, a Paula se le aceleró el pulso.


—¿Tienes una llave de repuesto? Quizá la necesites.


Sostuvo la llave entre los dedos encallecidos por el trabajo, pero ella habría reconocido aquellas manos en cualquier parte. Mucho tiempo atrás las había observado y examinado durante horas, fascinada por la facilidad con la que se movían sobre el bloc de dibujo y por la facilidad con la que se desplazaban por su cuerpo, provocando en ella una respuesta que era incapaz de ocultar, aunque nunca había pensado en hacerlo.


Tragó saliva. Una llave de repuesto: eso era lo que Pedro le había preguntado. Buscó entre las llaves dos veces, porque la primera fue incapaz de verlas.


—No hay otra.


—Haré una copia y te devolveré la original antes de que cierres.


—Gracias. Ahora debo volver a la tienda —pero antes de marcharse, un impulso hizo que añadiera—: Y no te olvides de cerrar la puerta cuando salgas. No quiero más problemas —salió y estuvo a punto de jurar que Pedro se había reído entre dientes.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 10

 


Cuando, por fin, Paula llegó a su habitación en el hotel, no fue a darse un baño ni encendió ninguna luz. Se quitó la ropa, que quedó esparcida por el suelo, y se metió en la cama. Comenzó a temblar.


—Mamá —susurró—, te echo de menos —se puso de lado, se llevó las rodillas al pecho y se las agarró—. Mamá, te necesito —quiso llorar para desahogarse, pero después de habérselas tragado dos veces aquel día, en ese momento las lágrimas se negaron a aparecer. Apretó la cara contra la almohada y el tictac del reloj le indicó cómo transcurría el tiempo mientras la noche avanzaba.




viernes, 13 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 9

 


La puerta se cerró detrás de Pedro de manera tan irrevocable que Paula estuvo a punto de echarse a llorar, lo cual era ridículo. Le temblaban las rodillas de tal forma que creyó que se iba a caer. Se sentó con precaución en el taburete que había detrás del mostrador. Cerró los ojos, inspiró profundamente y trató de que sus pulsaciones disminuyeran. Saldría adelante. Ya sabía que el primer encuentro con Pedro le resultaría difícil, pero no esperaba enfrentarse a él el primer día. Sin embargo, había sido más que difícil: penoso, tenso y agotador. No creía que sentiría dolor ni que su cuerpo lo recordaría todo ni que sus sentidos se despertarían al tenerlo cerca. No sabía que desearía volver a tenerlo todo: su amor, el bienestar que sentía a su lado…


Pedro le había enseñado la magia del amor, pero también su cara oscura y fea: la desesperación. La había convertido en una persona airada y destructiva. Tardó mucho tiempo en vencer la oscuridad, y no quería volver a ser esa persona. Y la única manera de estar segura era manteniendo a Pedro a distancia. Todo lo cual no le impidió observarlo por la ventana mientras trabajaba.


Abrió la librería y atendió a los clientes, pero eso no le impidió percatarse de la eficacia con la que trabajaba. Le recordaba su forma de dibujar, cuando salían con el bloc de dibujo y el carboncillo a esbozar paisajes. Ella se sentaba en una piedra, inclinada sobre el bloc, y trataba de captar todos los detalles de lo que veía. Él apoyaba la espalda en un árbol con el bloc sobre la rodilla y los ojos entrecerrados, y sus dedos bailaban sobre el papel como si no le costara esfuerzo alguno.


En la escuela de secundaria, el profesor de arte les había puesto la misma nota, pero Paula supo desde el principio que Pedro tenía mucho más talento que ella. Ella se limitaba a copiar lo que tenía enfrente. Los dibujos de Pedro captaban algo más profundo y verdadero, la esencia de las cosas. ¿Y a qué se dedicaba ocho años después? ¿A pintar rótulos en las tiendas, cuando su trabajo debería estar expuesto en una galería?


Pedro bajó de la escalera para ir a buscar algo a la camioneta. Al darse la vuelta, sus miradas se cruzaron. Le señaló el rótulo y alzó los pulgares. Paula pensó que había malgastado todo su potencial y no fue capaz de levantar la mano para contestarle ni de esbozar una sonrisa. Se dio la vuelta y se alejó.


Al decirle de modo desafiante que debía de ser la última persona a la que querría ver, él no lo había negado. Sabía que al volver a Clara Falls iba a experimentar dolor y sentimiento de pérdida, pero por su madre, no por Pedro. Se había pasado ocho años tratando de olvidarlo, y aquellos sentimientos no podían volver a emerger.


«Si lo hubieras olvidado, habrías vuelto a casa ante los ruegos de tu madre», se acusó en silencio. Pero se había negado a volver por orgullo, ira y amargura, que le habían distorsionado la visión de las cosas y la habían vuelto insensible a la desesperación de su madre.


Por segunda vez aquel día, se tragó las lágrimas. No se merecía el desahogo que le proporcionarían. Haría que la librería saliera adelante. Cumpliría el último sueño de su madre. Cuando lo hiciera, tal vez encontrara algo de paz, tal vez se la hubiera ganado.


Volvió a mirar por el escaparate. Pedro aún no se había ido. Estaba apoyado en la camioneta hablando con Ricardo. Durante un instante, le pareció que no había pasado el tiempo. ¿Cuántas veces había visto a Pedro y Ricardo hablando así, en la escuela, en el campo de criquet o al esperarla a que saliera de la librería? Las cosas tendrían que haber sido distintas, muy distintas.


Ella no había engañado a Pedro con Samuel Hancock ni con ningún otro, pero Pedro ya no se merecía la amargura que sentía. Tenía una hija pequeña, responsabilidades. Había pagado por sus errores como ella por los suyos. Si lo que su madre le había contado era cierto, Fernanda había abandonado a Pedro y a la niña seis años antes. Ella no estaba dispuesta a hacerle la vida más difícil. Sintió que respiraba mejor.


Pedro se volvió y la miró a través del escaparate, y ella sintió de nuevo la opresión en el pecho, pero con más fuerza. Aunque Pedro no se mereciera su amargura, tenía que hallar el modo de mantenerlo a distancia, porque había algo en él que seguía atrayéndola y que podía destruirla si no tenía cuidado.


Ricardo también se volvió, la vio y la saludó con la mano. Le dijo algo a Pedro y ambos fruncieron el ceño y se dirigieron a la librería. Paula sintió un escalofrío. ¿Tenía que volver a enfrentarse a Pedro el primer día? En cuanto entró, todas sus fuerzas la abandonaron y tuvo que sentarse de nuevo en el taburete.


—Hola —dijo Ricardo.


—Hola —Pau consiguió sonreír. Miró a Pedro por el rabillo del ojo y vio que miraba el techo con el ceño fruncido. Ella también lo miró buscando humedades y desconchones, pero le pareció que todo estaba bien. Ricardo carraspeó y ella concentró su atención en él.


—Estas son las llaves de la tienda —dejó un juego de llaves en el mostrador—. Y ésta es la llave del piso de arriba —se la enseñó, pero no la puso con las demás.


—¿Qué te dijo la recepcionista sobre el piso de arriba? —le preguntó Pedro a Paula al tiempo que le quitaba la llave a Ricardo.


—Que le habías dado la última mano de pintura la semana pasada y que estaba listo para entrar a vivir —y al ver que Ricardo y Pedro se miraban, añadió—: Pero eres constructor, no pintor —sin embargo, le había pintado el rótulo de la tienda, así que, tal vez…—. No te dedicas a pintar pisos, ¿verdad?


—No, pero, si quieres, puedo conseguir alguien que te lo haga.


—La recepcionista me dijo que me llamaba de tu parte y no se me ocurrió ponerlo en duda. Cuando me preguntó si necesitaba que me hicieran algo más, le hablé del rótulo —lo quería brillante y reluciente, que el nombre de su madre destacara en la fachada.


—Lo siento, Paula, pero…


—Pero me han informado mal —concluyó ella. Por la expresión de Pedro, no le gustaría estar en el pellejo de la recepcionista cuando éste volviera a la oficina. Se sintió avergonzada. No debería haber pensado que Pedro formaba parte de los elementos más miserables del pueblo. Tragó saliva—. No te preocupes. Ya me encargaré yo de la pintura. ¿En qué estado está el piso?


—Ayer quitamos los armarios de la cocina y las tablas del suelo que están podridas. Está hecho un desastre.


—¿Está habitable? —al ver la mueca que hacía Pedro, prosiguió—: Muy bien. Mis cosas llegan mañana.


—¿Qué cosas? —preguntó él.


—Todo: la nevera, la lavadora, el microondas. Y los muebles: una mesa, la cama, una librería…


—¿Vas a traer una librería? —Pedro miró a su alrededor—. ¿Cuando tienes todo esto?


—Necesito una librería en el piso.


—¿Para qué?


—Para los libros que llegan mañana.


Pedro y Ricardo lanzaron un gemido a la vez.


—¿No ha disminuido tu afición a la lectura con los años? —le preguntó Ricardo.


Le solían tomar el pelo sobre eso ocho años antes. Por un momento se sintió más joven y libre.


—No. Si acaso, ha aumentado.


Los dos hombres volvieron a gemir, y ella se echó a reír. ¿Era posible que se estuviera riendo el primer día de su vuelta a Clara Falls? Quizá existieran los milagros.


—Tranquilos, chicos. He alquilado mi piso en Sidney. Parte de mis cosas llegarán aquí, pero la mayor parte está en un guardamuebles, incluyendo casi todos los libros. ¿Hay sitio arriba para dejar las cosas?


—Trabajaremos más deprisa si las dejas en otra parte —respondió Pedro.


—¿Cuál es el guardamuebles más cercano?


—Déjalas en mi casa —se ofreció Pedro.


—¿Cómo dices?


—Es culpa mía que creyeras que el piso estaba listo. Así que me haré cargo de tus cosas —afirmó él al tiempo que se cruzaba de brazos.


—Tonterías —dijo ella cruzándose de brazos también—. No sabes lo que me dijeron. Tenía que habérseme ocurrido comprobarlo hablando con Ricardo.


—No tenías que haber comprobado nada y…


—Haya paz —dijo Ricardo.


Pedro y Paula dejaron de fulminarse con la mirada.


—Tiene sitio, Paula. Tiene un taller enorme y un garaje para cuatro coches.


—No deberías haberte encontrado con esto, ni estar sin techo por lo que algunos creen que es una broma. Quiero compensarte —dijo Pedro con voz suave.


—De acuerdo —accedió Pau, a quien le resultaba difícil mirarlo a los ojos—. Acepto tu amable oferta con una condición.


—¿Cuál?


—Que no seas duro con la recepcionista.


—¿Cómo dices? —se inclinó sobre el mostrador como si no hubiera oído bien.


—Parecía joven.


—Tiene diecinueve años, la edad suficiente para saber lo que hace.


—Déjala que se explique.


Él se echó hacia atrás, muy pálido. Las palabras de Paula lo habían herido, aunque ella no había tenido intención de hacerlo.


—Todos cometemos errores. Yo los cometí, y tú también.


—Y yo —intervino Ricardo.


—Lo único que te pido es que, antes de despedirla, averigües por qué lo hizo. Mi llegada ya ha generado suficiente hostilidad.


—Si no me gustan sus explicaciones, la echaré de todos modos.


—Pero le darás la oportunidad de explicarse.


—Sí.


Continuaron mirándose fijamente, sin decir palabra, como si el tiempo se hubiera detenido.


—¿Dónde vas a alojarte hasta que lleguen tus cosas? —preguntó Ricardo rompiendo el hechizo.


—He reservado dos noches en el Cascade's Rest.


—¡Qué bien! ¡Cómo te cuidas! —exclamó Ricardo.


—¿Cuánto tiempo tardará el piso en estar listo?


—Entre siete y diez días.


—¿Me puedes recomendar una pensión, Ricardo?


—La de Guadalupe Harwood.


—¿Guadalupe? —Paula sonrió. Los cinco, Pedro, Ricardo, Guadalupe, Fernanda y ella, habían sido amigos.


—Oye, Paula—Pedro se pasó la mano por el pelo—. Me siento responsable de esto y…


—¿Y qué? —no iría a ofrecerle también una habitación, ¿no?—. Y tienes mucho sitio, ¿no es eso?


Teniendo en cuenta lo que había pasado entre ellos, lo que él pensaba de ella, ¿estaba dispuesto a ofrecerle una habitación? La idea la alteró y comenzó a enfadarse. Si no hubiera llegado a conclusiones precipitadas ocho años atrás, si le hubiera permitido explicarse, si entonces se hubiera mostrado así de encantador…


Tenía que olvidarse de todo aquello. Lo deseaba con toda el alma, pero la rabia y el dolor le habían clavado las garras de tal manera que no sabía qué hacer para librarse de ellas sin hacerse más daño.


—Lo siento, pero no.


—No te iba a ofrecer una habitación. Estarás mejor en la pensión de Guadalupe. Pero te descontaré el coste del alojamiento de la factura.


El rubor cubrió la cara y las mejillas de Pau. Deseó poder meterse debajo del mostrador y quedarse allí. Por supuesto que no era su intención ofrecerle una habitación. ¡Qué idiota había sido!


—No me descontarás nada —le respondió orgullosa y con voz cortante—. Mi intención era quedarme en Clara Falls tanto si el piso estaba listo como si no.


Pero entonces habría dado instrucciones distintas a la empresa de mudanzas y habría buscado un sitio donde alojarse. Estaba sin empleados, sin piso; la librería, sin beneficios. ¡Qué desastre! ¿Por dónde empezaba?


De pronto se dio cuenta de que los dos hombres la miraban preocupados. Volvió a ponerse inmediatamente la máscara de indiferencia y se dirigió a Pedro.


—Quiero que me des tu palabra de honor de que me pasarás la factura habitual, sin descuento por el alojamiento. Si no lo haces, contrataré a otra persona para hacer las obras, lo que, con el retraso que supondrá, me costará más.


—¿Eras así de cabezota hace ocho años? —la miró con ojos furibundos.


No, era tan maleable como la plastilina.


—¿Estamos de acuerdo?


—Sí —dijo él entre dientes.


—Estupendo —esbozó una falsa sonrisa y fingió consultar el reloj—. ¡Qué tarde es! Si me disculpan, caballeros, es hora de cerrar. Me espera un jacuzzi en el Cascade's Rest —y los acompañó a la puerta sin mirar ni por un momento a Pedro a los ojos.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 8

 


Unas semanas antes, alguien había presentado una queja en el departamento de Higiene y Seguridad Laborales. Un funcionario había estado en la librería para realizar una inspección y la había cerrado al descubrir que dos de las estanterías que llegaban hasta el techo se estaban soltando de los listones que las sujetaban a la pared y amenazaban con caerse encima del primero que pasara a su lado. Pedro había pospuesto el resto de su trabajo para encargarse de ello. La librería había estado cerrada sólo un día y medio.


—¿Por qué?


—¿Como que por qué? Porque era peligroso.


—No me refiero a eso. ¿Por qué es tu empresa la que está haciendo las obras?


Porque Ricardo se lo había pedido. Porque quería demostrar que el pasado ya no influía en él.


—Me imagino que lo último que querías era volver a verme —añadió ella—. De hecho, supongo que lo último que querías era que volviera a vivir en Clara Falls —dijo en tono desafiante.


Pedro tardó unos segundos en comprender lo que le decía y, cuando lo hizo, cerró los puños con tanta fuerza que le empezaron a temblar. Ella le miró los puños y luego volvió a mirarlo a la cara. Arqueó una ceja y no retiró lo que había dicho.


—¿Insinúas que me he valido de mi trabajo de constructor para sabotear la librería? —trató de recordar la última vez que había sentido deseos de estrangular a alguien.


—¿Lo harías? ¿Lo has hecho? Para empezar, está el rótulo. Después, el retraso. ¿Qué pensarías tú? Podrías estar compinchado con Gaston Sears.


—¡Por Dios, Pau! Sé que han pasado ocho años, pero ¿de verdad crees que me rebajaría hasta ese extremo?


Lo miró de arriba abajo con sus ojos azules al descender y verdes cuando volvieron a encontrarse con los de él, y fue como si lo hubiera acariciado con las manos. El corazón de Pedro comenzó a latir con fuerza. Ella se humedeció los labios con la lengua y él tuvo que ahogar un gemido.


—Los negocios son los negocios —dijo él entre dientes—. No me tiene que caer bien la persona para la que trabajo.


¿Eran imaginaciones suyas o Pau se había puesto pálida al oír sus palabras?


—¿Insinúas que éste es un trabajo más para ti?


Él vaciló. Paula lanzó un bufido y volvió a ponerse detrás del mostrador, como si quisiera situarse fuera de su alcance.


—Gracias por lo que has hecho hasta ahora, Pedro, pero ya no necesito tus servicios.


Él se dirigió indignado hacia el mostrador y la tomó de la barbilla, obligándola a mirarlo.


—Muy bien. ¿Quieres saber la verdad? No es un trabajo más. Lo que le pasó a tu madre me revolvió las tripas. Los del pueblo… debimos prestarle más atención, habernos dado cuenta de que… —la soltó y se dio la vuelta. Cuando volvió a mirarla, ella tenía los ojos llenos de lágrimas—. Perdona. No debería haberte… —hizo un gesto con la mano—. ¿Te he ofendido?


—No —contestó ella en voz baja.


Pedro vio cómo se tragaba las lágrimas gracias a su fuerza de voluntad, como solía hacer. De repente se sintió mucho más viejo de los veintiséis años que tenía.


—Siento haber dudado de tu integridad —afirmó ella.


Se disculpó con su sinceridad y rapidez características. Él se pasó una mano por la cara. La antigua Paula había sido incapaz de serle fiel, pero igualmente incapaz de tener malicia. Si, ocho años antes, le hubiera pedido que la perdonara, lo habría hecho sin dudarlo un instante.


—¿Me vuelves a contratar? —al ver que ella asentía, añadió—: ¿No te resultará difícil soportar mi presencia las próximas dos semanas?


—Claro que no.


Él supo que mentía.


—Somos personas adultas. Lo pasado, pasado está.


Pedro quiso mostrar su acuerdo. Abrió la boca para hablar, pero las palabras se negaron a salir.


—¿Vas a tardar dos semanas? ¿Tanto?


—Más o menos. Y eso que voy a hacerlo todo lo deprisa que pueda.


—Entiendo.


—Pues me voy a poner otra vez con el rótulo.