sábado, 14 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 13

 


A las ocho y cuarto de la mañana del martes, cuando Paula llegó a la librería, encontró a Pedro apoyado en la fachada. Le devolvió la llave.


—Ya he hecho una copia. Perdona que no te la devolviera ayer.


—Gracias —la llave todavía conservaba el calor de su mano.


—Ayer cerraste pronto.


No era un reproche, sólo una observación. Parecía cansado. Paula sintió que se ablandaba. Su aspecto fatigado la conmovió. Fernanda y él sólo habían durado dos años. ¿Se habría casado con ella por despecho? Nunca se le había ocurrido, pero la boda se había celebrado tan deprisa…


¡No! No estaba dispuesta a inmiscuirse en la vida de aquel hombre de nuevo. No le daría la posibilidad de destrozarla por segunda vez. Pero ese aspecto de cansancio…


No lo había notado el día anterior ni el sábado. Sólo se había dado cuenta de su aspecto radiante, que, aunque en aquel momento hubiera disminuido, no le hacía por ello menos atractivo. Con el pelo húmedo de una ducha reciente, el aroma del champú aumentaba en vez de enmascarar su olor personal a otoño. Pau trató de distinguir los elementos que lo componían con la esperanza de privarlo de su poder sobre ella: un toque de eucalipto, tierra recién labrada y calabaza recién cortada. Las tres cosas juntas no deberían resultar atrayentes, pero Paula deseaba apretar la cara contra el cuello de Pedro y aspirar a fondo.


¡Por Dios! ¡Tenía que dejar de pensar en eso!


—Cerré un cuarto de hora antes. Tenía cosas que hacer —se preguntó si debía contarle a Pedro lo de su hija, pero recordó cómo se le había iluminado la cara a Melly cuando le dijo que eran amigas y se dio cuenta de que no podía hacerlo. Aún no. Si Melly no se lo decía, al final de la semana tendría que hacerlo ella.


—¿Has encontrado nuevos empleados?


—Estoy en ello —contestó ella mientras abría la puerta, orgullosa de que la mano no le temblara en absoluto.


—¿Vas a tener ayuda hoy?


—Tal vez.


—¿Tal vez? —entró detrás de ella—. ¿Es eso una respuesta?


—Me parece que no es asunto tuyo.


Él la siguió hasta la cocina.


—¿Un café? —se insultó a sí misma por habérselo ofrecido, pues era darle demasiada confianza.


No se sintió aliviada cuando él negó con la cabeza. Oyó el sonido de botas pesadas en el piso de arriba y el de una sierra eléctrica rasgar el aire.


—Lo siento. Espero que no te molestemos mucho.


—No te preocupes —el ruido no la molestaba en absoluto. Ver a Pedro todos los días era mucho más duro—. ¿A qué hora empezáis a trabajar? —preguntó por decir algo.


—A las siete y media.


—Pero ayer no os marchasteis antes de las cinco.


Pedro hizo una mueca como si hubiera visto escrita la palabra «negrero» en la frente de ella.


—Mis aprendices se fueron a las tres y media.


¿Y él se había quedado al menos una hora más?


—Oye, Pedro, no tienes que herniarte para acabar el trabajo en la mitad de tiempo. Si se necesitan una o dos semanas más… —se encogió de hombros con la esperanza de parecer despreocupada. Él debería estar en su casa, con Melly.


—Te dije que lo acabaría lo antes posible, y lo dije en serio. Al menos tengo empleados que me ayudan.


Puso los brazos en jarras y Paula comenzó a salivar. ¡Por Dios! Pedro Alfonso seguía estando para comérselo.


—¿Qué vas a hacer al respecto? —añadió él.


Paula dio un paso atrás y lo miró fijamente. Luego se dio cuenta de que se refería a los empleados.


—Ponerme a trabajar, eso es lo que voy a hacer. Tengo un montón de trabajo —hasta las nueve, quería tratar de desentrañar los secretos del ordenador, sobre todo los relacionados con los proveedores. Y, por la tarde, al volver de acompañar a Melly, vería si podía desentrañar alguno más.


—¿Te has instalado ya en la pensión de Guadalupe? ¿Estás cómoda allí?


—Muy cómoda, gracias —no era verdad. La habitación con baño y la cama eran muy cómodas, pero el recibimiento de Guadalupe no fue el que esperaba. Forzó una sonrisa y señaló a Pedro con la taza—. Perdona, pero tengo que trabajar —y salió disparada al almacén antes de que los ojos de él descubrieran las mentiras en los suyos.


El ordenador no le dio la identidad de los proveedores ni prácticamente nada. ¿Con quién demonios tenía que ponerse en contacto para pedir libros? Abrió todos los documentos sin resultado. La hora de abrir la tienda llegó antes de que tuviera tiempo de echar un vistazo al archivador.


No hubo tantas ventas como el día anterior, pero tuvo un flujo de clientes constante, todos turistas. Lanzó un suspiro cuando llegó la hora de cerrar y acompañar a Melly las cinco manzanas hasta la casa de la señora Benedict.


—Melly, ¿por qué no quieres decirle a tu padre que no estás contenta con la señora Benedict?


—Porque papá tiene un montón de preocupaciones y esa señora es su última esperanza. Lo sé porque le oí decírselo a la abuela. Nadie más puede cuidarme, y soy demasiado pequeña para estar sola en casa.


—Creo que tu felicidad es lo que más le importa a tu padre. Además, quedo yo. Siempre serás bienvenida en la librería.


—Hoy viene a recogerme mi abuelo —dijo Melly sin sonreír—. Los martes por la noche me quedo con mis abuelos.


—Qué bien.


—Mi abuela —dijo la niña al cabo de unos segundos de silencio— cree que una niña debe llevar vestidos y faldas, pero no pantalones vaqueros. Ya no me quedan vaqueros que me estén bien. Yvonne Walker cree que llevar falda es de cursis.


—¿Yvonne está en tu clase?


—Es la niña más guapa del colegio. Y da las mejores fiestas —Melly torció el gesto—. No me invitó a la última. Pero si me viera con el pelo así… —se lo tocó. Paula le había hecho una cola de caballo.


—Te peinaré así cuando quieras —le prometió—. Y ¿sabes una cosa? Creo que, si le pidieras a tu padre que te llevara a comprarte unos vaqueros, lo haría.


Paula esperó oculta en una esquina hasta que el abuelo de Melly la recogió. Después volvió a la librería y se sentó frente al ordenador. Lo encendió y acarició el monitor para darle ánimos. Del piso de arriba le llegó el sonido de unas botas y el de herramientas. Miró hacia arriba. ¿Por qué no estaba Pedro en casa con su hija? Volvió a mirar la pantalla del ordenador y se lanzó hacia delante al ver que el texto comenzaba a desaparecer.


—No, no —rogó al tiempo que agarraba el monitor con las manos. Dio un salto al oír un «bang» y ver que salía humo del ordenador. La pantalla se quedó en negro.


Allí estaba: sin empleados y sin ordenador. Sacudió el monitor y lo golpeó con fuerza. Nada. Se recostó en la silla. Aquello no podía ser verdad, y menos en aquel momento.


«Que no cunda el pánico», se dijo al tiempo que se levantaba y comenzaba a pasear. «No te decepcionaré, mamá».


¡El archivador! Dio un grito y se puso de rodillas. Trató de abrir el cajón superior, pero estaba cerrado con llave. Buscó las llaves en los bolsillos. El cajón se abrió al tercer intento. Buscó ávidamente entre las carpetas. Se detuvo. Volvió a buscar… y su entusiasmo se esfumó. Había muchas carpetas, todas vacías.


Abrió el segundo cajón: más carpetas, muy bien ordenadas, sin nada dentro. Por si acaso, las comprobó una a una y las tiró al suelo cada vez más enfadada. Por último no quedó ninguna más que mirar. Se sentó y miró el desorden que reinaba a su alrededor. ¿Se habría llevado Ricardo los documentos para que estuvieran a salvo? Se pasó la mano por el pelo, inspiró profundamente y trató de vencer el cansancio.


No, Ricardo no tenía los papeles porque se los habría devuelto. ¿Tal vez su madre no tuviera archivos? Era muy poco probable. Frida Chaves llevaba un registro meticuloso de todo, incluso de lo que vendía en el puesto que ponía en el mercado los fines de semana cuando Paula era una adolescente. Eso implicaba que Diana o Anita, o las dos compinchadas, habían hecho desaparecer los archivos.


—¿Qué demonios pasa aquí?


Paula pegó un brinco. Se dio la vuelta y allí estaba Pedro. Se le aceleró el pulso.


—¡No te me aparezcas así, de repente! Casi me da un infarto.


—Lo siento. Creí que estaba haciendo mucho ruido. ¿Qué haces? —preguntó mirando alrededor.


—Estoy haciendo limpieza —respondió ella alzando la barbilla desafiante.


—¿A qué huele? —preguntó él frunciendo la nariz.


—He quemado un poco de incienso hace un rato —mintió ella. Al ver que la miraba fijamente, se resistió al deseo de humedecerse los labios con la lengua—. Tengo que hacerte una pregunta sobre una pared —dijo con brusquedad al tiempo que le hacía un gesto para que la siguiera a la tienda y se alejara del ordenador.



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