A las diez y media de la mañana, un grupo de turistas bajó de un autocar y entró en la librería en busca de guías y mapas y, de paso, se llevaron todas las postales. A mediodía, Paula fue corriendo al almacén para conseguir material con que rellenar los numerosos huecos que había en las estanterías dedicadas a la información local. Salió con las manos vacías. Volvió a entrar y se plantó delante del ordenador, pero hizo un gesto negativo con la cabeza. Ya se enfrentaría a él más tarde.
A las tres y media, una niña rubia entró sin hacer ruido en la librería. Cuando miró a Pau, a ésta se le paró el corazón. ¿Era la hija de Pedro? Tenía que serlo. Tenía sus mismos ojos y su mismo pelo, y la cara en forma de corazón como Fernanda, al igual que su piel de porcelana. Melisa, un nombre precioso para una niña preciosa. Paula sintió un terrible dolor en el pecho.
—Hola —consiguió decir mientras la niña seguía mirándola. No era el alegre saludo que llevaba practicando todo el día, sino un ronco susurro. Se alegró de que Pedro no estuviera allí.
—Hola —contestó la niña al tiempo que se dirigía a la sección infantil.
Paula dejó que se marchara. Estaba tan aturdida que no le preguntó si podía ayudarla en algo o si buscaba a su padre. Sabía que Pedro tenía una hija y que acabaría por conocerla.
Desde el punto de vista físico, Melisa Alfonso se parecía a Pedro y a Fernanda, pero la curva de sus hombros, la forma de inclinar la cabeza, a Paula le recordaban…
¡Por Dios! Le recordaban a sí misma cuando tenía la misma edad y estaba sin amigos y sin raíces. De niña, había entrado en la librería con el mismo sigilo que Melisa acababa de hacerlo.
Le dolía el corazón, le dolían el cuello y la cabeza. Esperó a ver si alguien entraba detrás de la niña, Pedro o la madre de éste. Nada. Se mordió los labios y miró hacia la sección infantil. Una niña de siete años no debía andar sin la compañía de un adulto.
Si estiraba el cuello, veía los rizos rubios de Melisa y cómo inclinaba la cabeza sobre un libro. Por su postura, Paula supo que la niña no leía, sino que fingía hacerlo. Miró hacia arriba. ¿Le habría pedido Pedro que lo esperara allí? Rechazó la idea de inmediato y volvió a mirar a Melisa. Recordó cómo se había sentido ella al llegar a Clara Falls, a la edad de diez años. Se dirigió a la sección infantil y fingió que ordenaba algunos libros.
—Hola —comenzó a hablar alegremente—. Creo que sé quién eres: Melisa Alfonso, ¿verdad?
La niña puso cara de sospecha y Paula se preguntó si no se habría excedido en la alegría. Muchos de sus amigos de Sidney tenían niños, pero eran mucho más pequeños.
—No me dejan hablar con desconocidos.
Un consejo excelente, pero…
—No soy una desconocida. Hace tiempo viví aquí y conocí a tus padres.
—¿Erais amigos? —preguntó Melisa con interés.
—Sí —el dolor aumentó en su interior, pero sonrió.
—No recuerdo a mi madre, pero tengo una foto suya.
Melisa tragó saliva. Según Frida, Melisa sólo tenía dos años cuando Fernanda se marchó.
—Hace mucho tiempo que los conocí. Antes de que nacieras. Me llamo Paula Chaves, pero me llaman Pau. Puedes llamarme Pau, si quieres.
—¿Ahora es tuya la librería?
—Sí.
—A mí me llaman Melisa, o Mel —dijo la niña con una sonrisa vacilante—. Pero me gustaría que me llamaran Melly. Suena mejor, ¿no te parece?
—Creo que Melly es el nombre más bonito del mundo.
Melisa soltó una risita. Paula se sentó en uno de los taburetes que había en la tienda para alivio de los clientes con dolor de pies.
—Creo que tu padre va a tardar media hora en acabar, Melly.
—No debería estar aquí. ¡No se lo digas! —exclamó mientras se levantaba de un salto y miraba alrededor.
—¿Por qué no?
—Porque, después de la escuela, tenía que ir a casa de la señora Benedict, pero odio ir allí.
—¿Por qué?
—Porque el aliento le huele raro y a veces me pega.
¡Que le pegaba! Paula sintió que le hervía la sangre.
—¿Lo sabe tu padre?
Melly hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Por qué no, Melly?
—¿Te vas a chivar? —preguntó Melly mientras volvía a negar con la cabeza y el labio inferior comenzaba a temblarle.
Paula sabía que no podía dejar que aquella situación continuara, pero…
—¿Y si hacemos un trato?
La niña volvió a mirarla con recelo.
—¿Cuál?
—Si me prometes venir aquí cada tarde de esta semana después de clase, no diré nada a nadie —al menos, la niña estaría a salvo allí.
—Vale —Melisa se relajó y volvió a sonreír levemente—. De todas maneras, es lo que hago siempre.
—Entonces, de acuerdo —Pau le sonrió a su vez. Calculaba que tardaría un par de días en convencerla de que se lo contara a Pedro. Y no querría estar en el pellejo de la señora Benedict cuando éste se enterara de que pegaba a su hija.
—¿Quién te va a buscar a casa de la señora Benedict? ¿Tu padre?
—Sí, a las cinco en punto en la puerta principal.
—Todavía falta casi una hora —dijo Paula mirando el reloj—. ¿Sabes una cosa, Melly? Para celebrar que he hecho mi primera amistad en Clara Falls, voy a cerrar la tienda pronto y a acompañarte a casa de la señora Benedict.
—¿Soy tu amiga? —preguntó Melisa con los ojos muy abiertos.
—Desde luego.
Melly le sonrió de verdad, de oreja a oreja, y el dolor se volvió tan agudo en el pecho de Pau que creyó que se le iba a partir en dos.
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