sábado, 14 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 11

 



Pau entró en la librería a las ocho y media en punto de la mañana del lunes. Oyó a Pedro y a sus hombres dando martillazos en el piso de arriba. Cerró la puerta y se dirigió a la cocina de la parte trasera. Tras unos segundos de vacilación, abrió la puerta para echar un vistazo al exterior. Había aparcadas dos camionetas de la empresa de Pedro con las puertas traseras abiertas de par en par. Oyó que alguien bajaba por la escalera y cerró la puerta. Mientras llenaba una jarra de agua, miró por la ventana que había encima del fregadero para leer lo que ponía en el lateral de la camioneta más próxima: Carpintería Clara Falls. Un personaje de dibujos animados sonreía y saludaba.


¿Pedro? ¿Carpintero? ¿Habría pintado él los dibujos? Era evidente que había tenido éxito, pero ¿le compensaba eso haber renunciado al arte, a su talento para el dibujo y la pintura? Claro que ser carpintero no tenía nada de malo. Y a Pedro siempre se le había dado bien el trabajo manual. Se sonrojó al recordar lo bien que se le daba.


Se sobresaltó cuando el agua comenzó a rebosar. Cerró el grifo y se puso a preparar café. En el piso de arriba seguían los golpes. «No les hagas caso y ponte a trabajar», pensó.


Tenía que familiarizarse con el día a día de la librería. Llevar un pequeño negocio no era nuevo para ella, ya que, junto a su amigo Marcos, llevaba un salón de tatuajes en Sidney. Pero había contado con tener empleados que la pusieran al día.


Había una oficina minúscula, con un ordenador, una impresora y un archivador, en una esquina del almacén. El ordenador era claramente antiguo. Lo encendió y contuvo la respiración hasta ver que el aparato se ponía en marcha. Miró el reloj. Faltaba un cuarto de hora para abrir la librería. Se sentó, hizo clic en las carpetas desplegadas en la pantalla… y no sucedió nada. Se pasó las manos por el pelo y miró la pantalla. Tal vez las horas de insomnio le impedían entender lo que sucedía. Tal vez haber vuelto a Clara Falls había sido una mala idea.


—¡No! —se puso en pie de un salto y se bebió el café de un trago. Abriría la librería, llamaría por teléfono a una agencia de colocación… y ya se encargaría del ordenador después.


Sin darse tiempo a que la asaltaran más pensamientos negativos, cruzó la tienda, abrió la puerta principal y puso el cartel de «Abierto». Consultó la guía telefónica, marcó un número y explicó a una mujer que parecía muy eficaz lo que necesitaba.


—Me temo que no tenemos a tanta gente disponible —le explicó la mujer—. Veré lo que puedo hacer —tomó los datos de Pau—. Con suerte, tendremos algo al final de la semana.


—Gracias —dijo Paula.


¡Al final de la semana! Se quedó mirando el auricular. Necesitaba empleados ese mismo día y en ese mismo momento.


—¿Qué pasa?


Paula se sobresaltó. ¡Pedro! Colgó el auricular.


—Lo siento, pero no te he oído tocar la campanilla que hay encima de la puerta.


Pedro tenía una expresión seria, la boca apretada. No sonreía. Paula se imaginó que deseaba estar lejos de allí, lejos de ella, lo que era estupendo.


—Te he preguntado que qué pasa.


No iba a decírselo de ninguna manera. No era su chico, ni siquiera su amigo. Era quien le iba a hacer las obras. Y punto. Oyó una risa burlona en su cabeza, a la que trató de no hacer caso.


—Nada.


Él no iba a insistir. Paula sabía que lo único que quería era marcharse lo antes posible. Sólo un amigo insistiría, alguien que se preocupara por ella.


—Eres una mentirosa —dijo él en voz baja, con los ojos brillantes.


—¿Es esto una visita social o necesitas algo? —le espetó ella.


—Sólo quería decirte que tus cosas han llegado bien.


—Gracias —se pasó la lengua por los labios. Se dio cuenta de que era algo que hacía con frecuencia en presencia de Pedro. Le bastaba mirarlo para que se le secara la boca. Él se dio la vuelta para marcharse.


Pedro


Se volvió hacia ella de mala gana. A Pau se le cayó el alma a los pies. ¿Tanto la detestaba? Volvió a humedecerse los labios. Él la miró mientras lo hacía. Si creía que lo estaba provocando a propósito, la detestaría aún más. Se dijo que no le importaba lo que creyera.


—Necesito algunas de mis cosas. Sólo he traído lo justo para el fin de semana —dijo en tono de disculpa. ¿Por qué demonios tenía que disculparse?


Él la miró de arriba abajo. Llevaba puestos los pantalones del día anterior y la blusa del sábado. Los había sacudido y estirado lo mejor que había podido, sin grandes resultados.


—Sólo necesito una maleta —afirmó ella alzando la barbilla con orgullo—. Te agradecería que me dejaras pasarme por tu casa a recogerla.


—¿Cómo es?


—Es grande, de cuero rojo.


—¿La que tiene pegatinas de todos los países del mundo?


—Sí, ésa.


Esperó a que le preguntara por sus viajes. Habían hecho planes para casarse y viajar después de acabar los estudios. Él no le preguntó nada. Paula recordó que él había renunciado a todo aquello, al igual que había renunciado a ella. ¿Viajar? ¿Con todas las responsabilidades que tenía? Pedro había elegido un tipo de vida, pero, de todos modos, le inspiraba compasión. Se puso las manos detrás de la espalda para que no se diera cuenta de que le temblaban.


—¿A qué hora te viene bien que me pase a recogerla?


—¿Vas a ir a la pensión de Guadalupe? —al ver que ella asentía, añadió—: Entonces, te la mandaré allí.


Ella entendió lo que subyacía en sus palabras: no le venía bien ninguna hora para que se pasase por su casa. Tragó saliva.


—Gracias.


Él asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta. Agarró el picaporte y…


Pedro, una última cosa. Tus hombres y tú podéis usar la cocina y el cuarto de baño —señaló la parte trasera de la tienda—. Dejaré abierta la puerta de atrás.


Pedro volvió al mostrador y puso un dedo sobre él.


—Ya no se puede dejar la puerta trasera abierta en Clara Falls, Pau. Y me parece que ya tienes bastantes problemas como para buscarte más.


Quiso decirle que no tenía problema alguno, pero su boca se negó a pronunciar esa mentira.


—Muy bien. Entonces, toma la llave —se sacó el llavero del bolsillo y la buscó, aunque no sabía de dónde era cada llave—. Es probable que sea ésta —eligió una, salió de detrás del mostrador y se dirigió a la puerta trasera. Introdujo la llave en la cerradura y la giró. La sacó del llavero y se la dio a Pedro—. Toma, y no consientas que el hecho de que yo no te caiga bien vaya en perjuicio de tus hombres. Están trabajando mucho —no lo miró a los ojos.


—No iba a rechazar el ofrecimiento, Pau. A todos nos gustará poder tomarnos una bebida caliente o usar el microondas.


Sorprendentemente, sonrió. Fue una sonrisa leve, que se le borró en cuanto la esbozó, pero, de todas maneras, a Paula se le aceleró el pulso.


—¿Tienes una llave de repuesto? Quizá la necesites.


Sostuvo la llave entre los dedos encallecidos por el trabajo, pero ella habría reconocido aquellas manos en cualquier parte. Mucho tiempo atrás las había observado y examinado durante horas, fascinada por la facilidad con la que se movían sobre el bloc de dibujo y por la facilidad con la que se desplazaban por su cuerpo, provocando en ella una respuesta que era incapaz de ocultar, aunque nunca había pensado en hacerlo.


Tragó saliva. Una llave de repuesto: eso era lo que Pedro le había preguntado. Buscó entre las llaves dos veces, porque la primera fue incapaz de verlas.


—No hay otra.


—Haré una copia y te devolveré la original antes de que cierres.


—Gracias. Ahora debo volver a la tienda —pero antes de marcharse, un impulso hizo que añadiera—: Y no te olvides de cerrar la puerta cuando salgas. No quiero más problemas —salió y estuvo a punto de jurar que Pedro se había reído entre dientes.




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