La puerta se cerró detrás de Pedro de manera tan irrevocable que Paula estuvo a punto de echarse a llorar, lo cual era ridículo. Le temblaban las rodillas de tal forma que creyó que se iba a caer. Se sentó con precaución en el taburete que había detrás del mostrador. Cerró los ojos, inspiró profundamente y trató de que sus pulsaciones disminuyeran. Saldría adelante. Ya sabía que el primer encuentro con Pedro le resultaría difícil, pero no esperaba enfrentarse a él el primer día. Sin embargo, había sido más que difícil: penoso, tenso y agotador. No creía que sentiría dolor ni que su cuerpo lo recordaría todo ni que sus sentidos se despertarían al tenerlo cerca. No sabía que desearía volver a tenerlo todo: su amor, el bienestar que sentía a su lado…
Pedro le había enseñado la magia del amor, pero también su cara oscura y fea: la desesperación. La había convertido en una persona airada y destructiva. Tardó mucho tiempo en vencer la oscuridad, y no quería volver a ser esa persona. Y la única manera de estar segura era manteniendo a Pedro a distancia. Todo lo cual no le impidió observarlo por la ventana mientras trabajaba.
Abrió la librería y atendió a los clientes, pero eso no le impidió percatarse de la eficacia con la que trabajaba. Le recordaba su forma de dibujar, cuando salían con el bloc de dibujo y el carboncillo a esbozar paisajes. Ella se sentaba en una piedra, inclinada sobre el bloc, y trataba de captar todos los detalles de lo que veía. Él apoyaba la espalda en un árbol con el bloc sobre la rodilla y los ojos entrecerrados, y sus dedos bailaban sobre el papel como si no le costara esfuerzo alguno.
En la escuela de secundaria, el profesor de arte les había puesto la misma nota, pero Paula supo desde el principio que Pedro tenía mucho más talento que ella. Ella se limitaba a copiar lo que tenía enfrente. Los dibujos de Pedro captaban algo más profundo y verdadero, la esencia de las cosas. ¿Y a qué se dedicaba ocho años después? ¿A pintar rótulos en las tiendas, cuando su trabajo debería estar expuesto en una galería?
Pedro bajó de la escalera para ir a buscar algo a la camioneta. Al darse la vuelta, sus miradas se cruzaron. Le señaló el rótulo y alzó los pulgares. Paula pensó que había malgastado todo su potencial y no fue capaz de levantar la mano para contestarle ni de esbozar una sonrisa. Se dio la vuelta y se alejó.
Al decirle de modo desafiante que debía de ser la última persona a la que querría ver, él no lo había negado. Sabía que al volver a Clara Falls iba a experimentar dolor y sentimiento de pérdida, pero por su madre, no por Pedro. Se había pasado ocho años tratando de olvidarlo, y aquellos sentimientos no podían volver a emerger.
«Si lo hubieras olvidado, habrías vuelto a casa ante los ruegos de tu madre», se acusó en silencio. Pero se había negado a volver por orgullo, ira y amargura, que le habían distorsionado la visión de las cosas y la habían vuelto insensible a la desesperación de su madre.
Por segunda vez aquel día, se tragó las lágrimas. No se merecía el desahogo que le proporcionarían. Haría que la librería saliera adelante. Cumpliría el último sueño de su madre. Cuando lo hiciera, tal vez encontrara algo de paz, tal vez se la hubiera ganado.
Volvió a mirar por el escaparate. Pedro aún no se había ido. Estaba apoyado en la camioneta hablando con Ricardo. Durante un instante, le pareció que no había pasado el tiempo. ¿Cuántas veces había visto a Pedro y Ricardo hablando así, en la escuela, en el campo de criquet o al esperarla a que saliera de la librería? Las cosas tendrían que haber sido distintas, muy distintas.
Ella no había engañado a Pedro con Samuel Hancock ni con ningún otro, pero Pedro ya no se merecía la amargura que sentía. Tenía una hija pequeña, responsabilidades. Había pagado por sus errores como ella por los suyos. Si lo que su madre le había contado era cierto, Fernanda había abandonado a Pedro y a la niña seis años antes. Ella no estaba dispuesta a hacerle la vida más difícil. Sintió que respiraba mejor.
Pedro se volvió y la miró a través del escaparate, y ella sintió de nuevo la opresión en el pecho, pero con más fuerza. Aunque Pedro no se mereciera su amargura, tenía que hallar el modo de mantenerlo a distancia, porque había algo en él que seguía atrayéndola y que podía destruirla si no tenía cuidado.
Ricardo también se volvió, la vio y la saludó con la mano. Le dijo algo a Pedro y ambos fruncieron el ceño y se dirigieron a la librería. Paula sintió un escalofrío. ¿Tenía que volver a enfrentarse a Pedro el primer día? En cuanto entró, todas sus fuerzas la abandonaron y tuvo que sentarse de nuevo en el taburete.
—Hola —dijo Ricardo.
—Hola —Pau consiguió sonreír. Miró a Pedro por el rabillo del ojo y vio que miraba el techo con el ceño fruncido. Ella también lo miró buscando humedades y desconchones, pero le pareció que todo estaba bien. Ricardo carraspeó y ella concentró su atención en él.
—Estas son las llaves de la tienda —dejó un juego de llaves en el mostrador—. Y ésta es la llave del piso de arriba —se la enseñó, pero no la puso con las demás.
—¿Qué te dijo la recepcionista sobre el piso de arriba? —le preguntó Pedro a Paula al tiempo que le quitaba la llave a Ricardo.
—Que le habías dado la última mano de pintura la semana pasada y que estaba listo para entrar a vivir —y al ver que Ricardo y Pedro se miraban, añadió—: Pero eres constructor, no pintor —sin embargo, le había pintado el rótulo de la tienda, así que, tal vez…—. No te dedicas a pintar pisos, ¿verdad?
—No, pero, si quieres, puedo conseguir alguien que te lo haga.
—La recepcionista me dijo que me llamaba de tu parte y no se me ocurrió ponerlo en duda. Cuando me preguntó si necesitaba que me hicieran algo más, le hablé del rótulo —lo quería brillante y reluciente, que el nombre de su madre destacara en la fachada.
—Lo siento, Paula, pero…
—Pero me han informado mal —concluyó ella. Por la expresión de Pedro, no le gustaría estar en el pellejo de la recepcionista cuando éste volviera a la oficina. Se sintió avergonzada. No debería haber pensado que Pedro formaba parte de los elementos más miserables del pueblo. Tragó saliva—. No te preocupes. Ya me encargaré yo de la pintura. ¿En qué estado está el piso?
—Ayer quitamos los armarios de la cocina y las tablas del suelo que están podridas. Está hecho un desastre.
—¿Está habitable? —al ver la mueca que hacía Pedro, prosiguió—: Muy bien. Mis cosas llegan mañana.
—¿Qué cosas? —preguntó él.
—Todo: la nevera, la lavadora, el microondas. Y los muebles: una mesa, la cama, una librería…
—¿Vas a traer una librería? —Pedro miró a su alrededor—. ¿Cuando tienes todo esto?
—Necesito una librería en el piso.
—¿Para qué?
—Para los libros que llegan mañana.
Pedro y Ricardo lanzaron un gemido a la vez.
—¿No ha disminuido tu afición a la lectura con los años? —le preguntó Ricardo.
Le solían tomar el pelo sobre eso ocho años antes. Por un momento se sintió más joven y libre.
—No. Si acaso, ha aumentado.
Los dos hombres volvieron a gemir, y ella se echó a reír. ¿Era posible que se estuviera riendo el primer día de su vuelta a Clara Falls? Quizá existieran los milagros.
—Tranquilos, chicos. He alquilado mi piso en Sidney. Parte de mis cosas llegarán aquí, pero la mayor parte está en un guardamuebles, incluyendo casi todos los libros. ¿Hay sitio arriba para dejar las cosas?
—Trabajaremos más deprisa si las dejas en otra parte —respondió Pedro.
—¿Cuál es el guardamuebles más cercano?
—Déjalas en mi casa —se ofreció Pedro.
—¿Cómo dices?
—Es culpa mía que creyeras que el piso estaba listo. Así que me haré cargo de tus cosas —afirmó él al tiempo que se cruzaba de brazos.
—Tonterías —dijo ella cruzándose de brazos también—. No sabes lo que me dijeron. Tenía que habérseme ocurrido comprobarlo hablando con Ricardo.
—No tenías que haber comprobado nada y…
—Haya paz —dijo Ricardo.
Pedro y Paula dejaron de fulminarse con la mirada.
—Tiene sitio, Paula. Tiene un taller enorme y un garaje para cuatro coches.
—No deberías haberte encontrado con esto, ni estar sin techo por lo que algunos creen que es una broma. Quiero compensarte —dijo Pedro con voz suave.
—De acuerdo —accedió Pau, a quien le resultaba difícil mirarlo a los ojos—. Acepto tu amable oferta con una condición.
—¿Cuál?
—Que no seas duro con la recepcionista.
—¿Cómo dices? —se inclinó sobre el mostrador como si no hubiera oído bien.
—Parecía joven.
—Tiene diecinueve años, la edad suficiente para saber lo que hace.
—Déjala que se explique.
Él se echó hacia atrás, muy pálido. Las palabras de Paula lo habían herido, aunque ella no había tenido intención de hacerlo.
—Todos cometemos errores. Yo los cometí, y tú también.
—Y yo —intervino Ricardo.
—Lo único que te pido es que, antes de despedirla, averigües por qué lo hizo. Mi llegada ya ha generado suficiente hostilidad.
—Si no me gustan sus explicaciones, la echaré de todos modos.
—Pero le darás la oportunidad de explicarse.
—Sí.
Continuaron mirándose fijamente, sin decir palabra, como si el tiempo se hubiera detenido.
—¿Dónde vas a alojarte hasta que lleguen tus cosas? —preguntó Ricardo rompiendo el hechizo.
—He reservado dos noches en el Cascade's Rest.
—¡Qué bien! ¡Cómo te cuidas! —exclamó Ricardo.
—¿Cuánto tiempo tardará el piso en estar listo?
—Entre siete y diez días.
—¿Me puedes recomendar una pensión, Ricardo?
—La de Guadalupe Harwood.
—¿Guadalupe? —Paula sonrió. Los cinco, Pedro, Ricardo, Guadalupe, Fernanda y ella, habían sido amigos.
—Oye, Paula—Pedro se pasó la mano por el pelo—. Me siento responsable de esto y…
—¿Y qué? —no iría a ofrecerle también una habitación, ¿no?—. Y tienes mucho sitio, ¿no es eso?
Teniendo en cuenta lo que había pasado entre ellos, lo que él pensaba de ella, ¿estaba dispuesto a ofrecerle una habitación? La idea la alteró y comenzó a enfadarse. Si no hubiera llegado a conclusiones precipitadas ocho años atrás, si le hubiera permitido explicarse, si entonces se hubiera mostrado así de encantador…
Tenía que olvidarse de todo aquello. Lo deseaba con toda el alma, pero la rabia y el dolor le habían clavado las garras de tal manera que no sabía qué hacer para librarse de ellas sin hacerse más daño.
—Lo siento, pero no.
—No te iba a ofrecer una habitación. Estarás mejor en la pensión de Guadalupe. Pero te descontaré el coste del alojamiento de la factura.
El rubor cubrió la cara y las mejillas de Pau. Deseó poder meterse debajo del mostrador y quedarse allí. Por supuesto que no era su intención ofrecerle una habitación. ¡Qué idiota había sido!
—No me descontarás nada —le respondió orgullosa y con voz cortante—. Mi intención era quedarme en Clara Falls tanto si el piso estaba listo como si no.
Pero entonces habría dado instrucciones distintas a la empresa de mudanzas y habría buscado un sitio donde alojarse. Estaba sin empleados, sin piso; la librería, sin beneficios. ¡Qué desastre! ¿Por dónde empezaba?
De pronto se dio cuenta de que los dos hombres la miraban preocupados. Volvió a ponerse inmediatamente la máscara de indiferencia y se dirigió a Pedro.
—Quiero que me des tu palabra de honor de que me pasarás la factura habitual, sin descuento por el alojamiento. Si no lo haces, contrataré a otra persona para hacer las obras, lo que, con el retraso que supondrá, me costará más.
—¿Eras así de cabezota hace ocho años? —la miró con ojos furibundos.
No, era tan maleable como la plastilina.
—¿Estamos de acuerdo?
—Sí —dijo él entre dientes.
—Estupendo —esbozó una falsa sonrisa y fingió consultar el reloj—. ¡Qué tarde es! Si me disculpan, caballeros, es hora de cerrar. Me espera un jacuzzi en el Cascade's Rest —y los acompañó a la puerta sin mirar ni por un momento a Pedro a los ojos.