jueves, 12 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 4

 

Se puso en pie de un salto. Había pedido que modernizaran el rótulo no que… que… Tuvo que contenerse para no salir disparada y tirar al suelo a quien lo estaba pintando subido a una escalera.


—Nos veremos, ¿verdad, Paula?


—Desde luego, señora Lavender —contestó Pau.


Inspiró tres veces antes de cruzar la calle. Solucionaría aquello como una persona adulta, no como una adolescente. Trató de no fijarse en lo prieto que tenía el trasero el trabajador en pantalones vaqueros ni en la longitud de sus fuertes piernas. En algunos sitios, la tela estaba tan gastada que… La adolescente que fue no lo habría notado, ya que sólo tenía ojos para Pedro. Pero la mujer que era…


«¡Deja de comértelo con los ojos!».


Se detuvo junto a la escalera y miró hacia arriba. Sin querer, dio un paso hacia atrás ante lo repentinamente familiar que le resultaba el hombre. El pelo rubio se le ondulaba de la misma manera que a… El corazón se le subió a la garganta y se dijo que lo más probable era que la familiaridad se debiera a la luz, o más bien a una mala jugada de su cerebro. Tragó saliva y el corazón volvió a colocársele en su sitio. Más o menos.


—Perdone —consiguió decir—, quisiera saber quién le ha dado permiso para cambiar el rótulo.


El trabajador se quedó inmóvil, dejó el pincel en la escalera y se limpió las manos en el trasero con desesperante lentitud. Pau se preguntó qué sentiría si fueran sus propias manos las que efectuaran aquel movimiento. Se le puso la carne de gallina. Lentamente, el trabajador se dio la vuelta… y Paula se quedó petrificada.


—Hola, Pau.


Ella no podía respirar. «¡No!», exclamó para sí.


—Tienes buen aspecto —dijo él mientras bajaba un escalón. No le sonrió. La miró de arriba abajo y, aunque tenía la cara a la sombra, ella supo que no se había conmovido.


¡Pedro Alfonso! Tomó aire y retrocedió otro paso. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y salir corriendo.


«Haz algo; di algo», se ordenó. Sabía que se acabarían encontrando, pero no allí, en la librería. No el primer día. A pesar de todo, no echó a correr.


—Te agradecería que dejaras de hacer lo que estás haciendo —señaló el rótulo y, milagrosamente, la mano no le tembló, lo cual le dio la seguridad suficiente para alzar la barbilla.


—¿No te gusta? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Me parece detestable. Pero prefiero no hablar de ello en la calle.


¡Por Dios! Tenía que establecer una serie de reglas básicas, y hacerlo deprisa. Regla número uno: Pedro Alfonso tenía que estar lo más alejado posible de ella. Regla número dos: no debía mirarlo a los ojos.


Trató de buscar refugio en el único lugar del pueblo que consideraba su hogar, pero descubrió que la librería estaba cerrada, como indicaba el cartel que había en la puerta. A su lado, alguien soltó una risita.


—No has podido escapar.


Pau miró a su alrededor y vio a una mujer de mediana edad que la miraba desafiante.


—Perdone, ¿nos conocemos?


La mujer no prestó atención a lo que le decía Paula y aproximó su cara a la de ella.


—No necesitamos a gente como tú en un lugar tan agradable como éste.


Pau percibió sin volverse que Pedro se había bajado de la escalera y estaba detrás de ella. Seguía oliendo como las montañas en otoño. Sacó un paquete de chicles de menta de un bolsillo y se metió uno en la boca, que inmediatamente dominó el resto de olores que la rodeaban.


—¿Como yo? —preguntó con tanta amabilidad como le fue posible. Si aquella gente no podía borrar el recuerdo de su imagen adolescente, si no se daba cuenta de que había madurado, tendría que tener los ojos más abiertos, aunque algo le indicaba a Pau que era la mente lo que necesitaba abrir.


—Una profesional del tatuaje —le espetó la mujer—. ¿Para qué necesitamos a alguien así? Probablemente pertenezcas a una banda de motoristas y tomes drogas.


Paul estuvo a punto de reírse ante algo tan absurdo. Alzó los brazos, se miró y miró a la mujer. Esta pareció desconcertada.


—Ya está bien, Diana —dijo Pedro.


—No dejes que te vuelva a clavar las garras, Pedro. No te olvides de que hizo lo que pudo para que te desviaras del buen camino cuando erais adolescentes —se volvió hacia Paula—. Probablemente crees que esto —indicó la librería con la cabeza— será una mina de oro.


No lo era en aquellos momentos, teniendo en cuenta las cifras de ventas que le había enviado Ricardo.


—No viniste a ver a tu madre durante años y ahora, cuando su cuerpo aún no se ha enfriado, te lanzas sobre la librería como un buitre glotón y avaricioso.


—Ya está bien, Diana.


Paula no quería que él la defendiera, sino que se alejara lo más posible. No le iba a dar otra oportunidad de partirle el corazón. Pero apenas podía respirar, y mucho menos hablar.


«No viniste a ver a tu madre durante años…». La opresión en el pecho era tan fuerte que lo único que deseaba era tumbarse en el suelo y dejar que la aplastara.


—¿Tienes la desfachatez de decirle eso a Paula cuando sabes cuántos fines de semana pasó Frida con ella en Sidney, dándose la gran vida? A Paula no le hacía falta volver a casa, lo sabes perfectamente. Márchate, Diana. No eres más que una entrometida alborotadora y una resentida.


Diana tomó aire y se marchó muy ofendida. Pedro tocó el brazo de Pau.


—¿Estás bien?


Su voz era como una brisa otoñal. Paula se separó un poco para que sus dedos encallecidos no la tocaran y para no sentir el calor de su cuerpo.


—Sí, estoy bien —pero a medida que el sabor de menta del chicle desaparecía, lo único que olía eran las montañas en otoño. Recordó que había habido un tiempo, cuando era joven e ingenua, en que era su olor preferido. Sólo necesitaba unos instantes para recuperarse. Si conseguía dejar de respirar tan profundamente, el olor de Pedro se evaporaría—. No me lo esperaba —dijo señalando el lugar en el que había estado Diana. No se esperaba una bienvenida, pero tampoco una hostilidad declarada, salvo, tal vez, por parte de Pedro Alfonso. Y la habría aceptado de buen grado.


—Diana Keith lleva años enamorada en secreto de Gaston Sears.


—¡Ah! Como no le he vendido la librería, ¿Gaston se ha ofendido, y ella también?


—Exactamente.




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