jueves, 12 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 5

 

A Paula le resultaba increíble estar en la calle principal de Clara Falls hablando con Pedro Alfonso como si nada hubiera sucedido entre ellos, como si fuera un hecho cotidiano. Cometió el error de mirarlo a los ojos, sus hermosos ojos castaños con reflejos dorados. Y recordó todos los momentos maravillosos que había pasado con él. Si hubiera podido retroceder, lo habría hecho, pero tenía la espalda apoyada en el escaparate de la librería. Si hubiera podido apartar la mirada, lo habría hecho, pero sus ojos se negaban a obedecer las órdenes del cerebro y se regodeaban en la belleza de Pedro, como si estuvieran hambrientos de ella.


Como si no pudiera evitarlo, Pedro le recorrió el cuerpo con la mirada con una insoportable lentitud. Cuando volvió a mirarla a los ojos, los suyos se le habían oscurecido hasta adquirir el tono de la lava líquida, que ella recordaba muy bien.


Paula sintió que se le aceleraba el pulso y tuvo que juntar las manos. Después de tantos años y de lo que había pasado entre ellos, ¿cómo podía experimentar algo más que amargura? ¡De ninguna manera! No estaba dispuesta a volver a recorrer aquel camino hacia el infierno. Ocho años antes había creído en él, en ellos, de modo absoluto, pero Pedro la había acusado de engañarlo. Su falta de confianza le había partido el corazón, la había destrozado. En cambio, él no se había quedado destrozado, ya que, nueve meses después de que ella se marchara, había tenido una hija con Fernanda.


Paula cruzó los brazos. Se dio cuenta demasiado tarde de que, al hacerlo, realzaba aún más sus… encantos. No podía descruzarlos sin revelarle que sus miradas continuas le molestaban.


—No hace falta que me defiendas, Pedro.


—Siempre hago lo que me parece correcto. No te creas que porque hayas vuelto a la ciudad voy a cambiar.


—¿Lo que te parece correcto? —ella lanzó un bufido—. ¿Sacar conclusiones precipitadas, por ejemplo? ¿Lo sigues haciendo, Pedro? —habló sin pensar lo que decía y se escuchó a sí misma con incredulidad. El aire se volvió tan espeso con la historia de ambos que se preguntó cómo podían respirar. Siempre había sabido que las cosas entre ellos no podrían ser normales después de la intensidad de lo que habían compartido. Por eso necesitaba mantenerlo alejado—. ¿Lo que te parece correcto? —bufó por segunda vez—. ¿Como ese rótulo, por ejemplo? ¿Es eso lo que consideras un mal chiste?


—Oye, Paula… —comenzó a decir él con el ceño nuevamente fruncido.


Justo en ese momento apareció Ricardo respirando agitadamente.


—Lo siento, Pau. Te he visto pasar en el coche pero no he podido salir porque estaba con un cliente.


—Si sólo por correr por la calle te pones así, tendrías que hacer más ejercicio —le dijo Pedro al tiempo que le daba unas palmadas en la espalda.


—Es cuesta arriba —Ricardo sonrió. La sonrisa se le evaporó al dirigir la vista a la librería—. Lo siento, Pau. ¿Te parece un fiasco?


—No es lo que me esperaba —reconoció ella—. ¿Dónde están los empleados?


Ricardo miró a Pedro en busca de ayuda. Este se metió las manos en los bolsillos y se puso a mirar el suelo.


—A eso iba, Pau. Los últimos empleados se despidieron ayer.


—Así que… ¿no tengo empleados? —Paula miró a Ricardo, y luego a Pedro. Ambos negaron con la cabeza.


—Pero… —no iba a consentir que la derrotaran—. ¿Por qué?


—¿Vamos dentro? —propuso Pedro al tiempo que miraba hacia atrás.


Entonces, Paula se dio cuenta de que varias caras pegadas al escaparate de la panadería del señor Sears la miraban con avidez. Las saludó alegremente con la mano, como si no le importara. Luego se dio la vuelta y entró por la puerta que Ricardo acababa de abrir. Pedro la sujetó, pero no entró.


—Voy a seguir trabajando.


—No —dijo ella en tono seco—. Quiero hablar contigo.


Ricardo la miró como si… como si…


—Caramba, Pau. Antes vestías que daba pena, pero siempre hablabas con dulzura.


—Pues he descubierto que consigo muchas más cosas haciendo justamente lo contrario.


Nadie habló durante unos segundos.


—Muy bien, dime lo que ha pasado con los empleados.


—Ya te habrás dado cuenta por las cifras de ventas que te he enviado de que la librería no va bien. Por eso, en los últimos meses, tu madre despidió a la mayor parte del personal. Sólo quedaron Anita y Diana. El señor Sears se llevó a Anita a la panadería…


—Así que sólo quedaba Diana —lo interrumpió Paula. Se volvió hacia Pedro—. ¿No será la misma Diana que…?


—La misma.


—Me dejó muy claro lo que pensaba —le dijo Paula a Ricardo, que lanzó una mirada desesperada al reloj—. No tienes tiempo para esto, ¿verdad?


—Lo siento, pero tengo una cita, estaré ocupado dos horas y…


—Entonces, vete antes de que se te haga tarde —lo empujó hacia la puerta.


—Volveré después —prometió él.


Se marchó y Pedro y Paula se quedaron solos.


—Así que… —dijo él rompiendo el silencio—. ¿Sigues sin estar interesada en vender la librería al señor Sears?


—No voy a venderla. Al menos, de momento.


—Entonces, ¿te vas a quedar en Clara Falls?


—No —lo dijo con todo el desdén del que fue capaz—. No a largo plazo. Mi vida está en la ciudad. Esto es sólo… —vaciló—. Un asunto pasajero —concluyó bruscamente—. Quiero que la librería vuelva a ser rentable, lo que me llevará un año como máximo, supongo, y luego volveré a mi vida habitual.


—Entiendo.


Tal vez fuera así, pero ella lo dudaba.




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