jueves, 12 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 6

 

Pedro observó la dureza con la que Paula lo miraba y tuvo ganas de marcharse. El instinto que predominaba en él en aquel momento era consolarla. A pesar de la armadura con la que se presentaba, sabía que la vuelta no era fácil para ella. Su madre se había suicidado un mes antes, lo cual debía de estarla consumiendo.


No parecía que fuera a agradecerle su consuelo. No dejaba de mirarlo como si fuera algo viscoso y húmedo recién salido de una alcantarilla. Tensó los músculos del cuello y la mandíbula. ¿Qué le pasaba? Había sido Paula, no él, la que había destruido todos sus planes y sueños, ocho años antes. Al menos podía tener la delicadeza de… «¿De qué?», se burló una voz en su interior. «¿De sonreírte? Vamos, hombre. No quieres sus sonrisas».


Pero, al mirarla a la cara y observar la luminosidad de su piel, sus largas pestañas y sus labios pintados de color melocotón, un instinto primitivo le encendió la sangre. Quiso abrazarla, besarla en la boca y probar su sabor. Grabarse en sus sentidos. La intensidad de la sensación lo pilló desprevenido. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Después de ocho años no esperaba sentir nada y, desde luego, no aquello.


Trató de borrar las imágenes de su cerebro. Todos los estúpidos errores que había cometido en su vida ocurrieron en las semanas posteriores a la marcha de Pau.


No la culpaba por su modo de reaccionar a la traición de ella, porque sería infantil, pero no volvería a consentir que tuviera semejante poder sobre él.


—¿Por qué has cambiado el rótulo? —preguntó ella con agresividad, alzando la barbilla y poniendo los brazos en jarras, tan distinta de la Paula que conocía que lo pilló desprevenido—. ¿Quién te ha dado permiso? —se colocó detrás del mostrador, dejó el bolso en él y se puso a dar golpecitos en el suelo con el pie.


La bota que llevaba puesta, de cuero marrón, muy bonita y totalmente distinta de las Doc Martens de él, resonó en el parqué. O tal vez fuera debido al silencio que se había producido. Pedro trató de concentrarse. Pero aquel carmín… Años atrás creyó que nada le podía sentar mejor que el color mate con que se pintaba los labios. Volvió a mirar el color melocotón que llevaba en aquel momento y supo que se había equivocado.


—¡Pedro!


—Me he limitado a seguir las instrucciones que dejaste a la recepcionista de mi empresa.


Ella lo miró fijamente durante unos segundos.


—¿De verdad te imaginas que quiero que la librería se llame «El tugurio de Pau»? —hizo una mueca de desprecio—. Parece el nombre de una guarida de malvados, no el de una librería.


Furiosa como estaba, parecía llena de vida. De pronto se le ocurrió que él llevaba mucho tiempo sin sentirse vivo. Volvió a mirarla de arriba abajo y observó que ella se daba la vuelta y se mordía los labios. Eso le resultaba familiar. No se sentía ni la mitad de segura de sí misma de lo que pretendía hacerle creer.


—No me pagan para imaginar. Ocho años son mucho tiempo. La gente cambia.


—¡Y que lo digas!


—Le dijiste a la recepcionista que querías ese nombre. Me he limitado a seguir tus instrucciones.


—No le di esas instrucciones.


Pedro se le hizo un nudo en el estómago. Si ésas no habían sido sus instrucciones, entonces…


—Me limité a pedirle que se adecentara el rótulo.


Pedro soltó un taco.


—¿Cómo dices? —preguntó ella dando un respingo.


El tono que empleó casi hizo sonreír a Pedro. Cuando era una adolescente, había hecho todo lo posible para parecer dura, pero rara vez decía palabrotas ni consentía que lo hicieran los demás.


—Es evidente que ha habido un malentendido —si la recepcionista había tomado parte en la broma, la despediría de inmediato.


Paula vio que miraba la panadería del señor Sears.


—¡Ah! Ya entiendo —dijo ella.


Pedro se preguntó si era así. Por razones inexplicables, el señor Sears quería la librería a toda costa. Pau salió de detrás del mostrador y se puso a recorrer los pasillos llenos de estanterías. Él la siguió.



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