viernes, 6 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 38

 

Pedro no sabía cómo lo había conseguido, pero allí estaba, en la cocina, haciendo una tarta. Intentaba convencerse a sí mismo de que sólo se había quedado con ella para que no trabajase demasiado, pero era mentira.


Se quedaba porque no podía alejarse de Paula. Disfrutaba cuando ella lo regañaba por su ineptitud en la cocina, se reía con sus bromas, le gustaba ver que el color había vuelto a sus mejillas…


Paula metió la tarta en el horno y luego tomó un poquito de chocolate que había quedado en el bol y se lo llevó a los labios. También le gustó eso.


—Venga, pruébalo. Seguro que Belen y tú os peleabais por lamer la cuchara cuando vuestra madre hacía algo rico.


Pedro dio un paso atrás, esperando sentir la amargura de siempre al pensar en su familia. Pero no fue así.


—Mi madre no solía hacer tartas. Pero hacía unas sopas riquísimas.


No había pensado en eso en mucho tiempo.


—¡Sopa! —Paula lo miró, indignada—. ¡Tu madre hacía unas sopas riquísimas y tú tienes la poca vergüenza de darme sopa de bote!


—Si quieres que te sea sincero, pensé que no te darías cuenta.


—Si quieres que te sea sincera, la verdad es que no. Estaba demasiado enferma.


Pedro deseaba besarla otra vez, de modo que se apartó un poco. Paula había convertido la cabaña en un sitio agradable, lleno de color. Seguramente fuera la cabaña más alegre de esas montañas. Él nunca había estado en casa de Smiley McDonald, pero estaba seguro de que la señora McDonald no tenía el mismo talento para la decoración. Paula tenía la habilidad de crear un hogar de la nada.


Quizá debiera dedicarse a la decoración. Pedro se preguntó si una persona necesitaría un título para hacer eso o…


—¿Cuántos dormitorios has dicho que había en tu casa?


—Ocho —contestó ella.


—¿Y cuántas habitaciones más?


Ella lo miró por encima del hombro.


—Hay dos salones, el cuarto de estar, un office, el comedor y la biblioteca. Ah, y el salón de baile.


Pedro abrió los ojos como platos.


—¿Por qué no conviertes tu casa en un pequeño hotel?


Ella dejó el plato que estaba fregando y se volvió. Con la boca abierta. Y Pedro se encontró a sí mismo deseando besarla.


Otra vez.


Paula, incapaz de contener su emoción, corrió a su lado.


—¿Tú crees que podría hacerlo?


—Por supuesto. Mira lo que has hecho con este sitio.


Paula no podía dejar de sonreír. Pedro, además de guapo, era bueno, amable y generoso. Por mucho que intentara ocultarlo, de una forma u otra eso siempre salía a la superficie.


Ahora entendía lo que Camilo había querido decir. A Pedro no le gustaba aquella soledad. Y enterrarse allí era un crimen.


Pero no era asunto suyo, le dijo una vocecita interior.


Bah. ¿Qué importaba eso? Ella metería la nariz en sus cosas si así podía hacerle algún bien. Pero Pedro no la escucharía. Se volvería un extraño y se alegraría de verla marchar.


—Si has podido hacer esto aquí, donde no había nada, ¿qué no podrías hacer en tu casa?


Podría hacer muchas cosas, desde luego. Podría decorar cada habitación de una manera diferente, con estilos distintos. Incluso podría organizar tours de los viñedos cercanos para los turistas.


—Y podrías vender productos locales.


Oh, sí. Susana hacía unas frutas en conserva para chuparse los dedos y había mucha gente en Buchanan's Point que hacía pepinillos y mermeladas.


—Además, se te da bien la gente. Serías una anfitriona perfecta.


Paula se dejó caer sobre una silla.


—Hay cien pueblos en la costa idénticos a Buchanan's Point. Por no hablar de las ciudades grandes, que ofrecen restauración y todo lo demás. ¿Cómo voy a competir con ellos? ¿Qué puedo ofrecerles además de una casa enorme?


—Tenemos que pensar algo —Pedro tamborileó en la mesa con los dedos—. ¿Por qué no ofreces habitaciones para personas mayores? Incluso personas que no puedan valerse por sí mismas y vayan con un acompañante. En este país el porcentaje de jubilados es enorme. Ahí hay mercado, Paula.


Ella lo miró, atónita.


—Podrías tener razón.


—¿Tienes algo de dinero ahorrado?


—Algo. ¿Por qué?


—Porque necesitarás dinero para hacer las reformas y todo lo demás.


Paula se preguntó si el banco le concedería un préstamo…


—Deja que yo invierta en ese proyecto —dijo Pedro entonces.


—¿Qué?


—No te preocupes, no estoy siendo completamente altruista. Tengo dinero ahorrado y me da la impresión de que esa inversión podría ser rentable.


¿De verdad tenía tanta fe en ella? Paula habría querido decir que sí inmediatamente, pero decidió pensarlo un momento.


—No —dijo por fin.


—¿Por qué no?


Porque él había dejado claro que no estaba interesado en ningún tipo de relación personal. Si invertía en su proyecto, tendría que mantener contacto con él… y no podría evitar hacerse ilusiones.


Que no llegarían a ningún sitio.


Paula lo miró entonces y sintió una pena que no podría describir. No llegaría a ningún sitio y, sin embargo, en algún momento durante esas semanas se había enamorado de Pedro Alfonso.


¿Cuándo? ¿Cuando cuidaba de ella? O antes, cuando la rescató del varano. O quizá la primera vez que habían jugado al ajedrez. O en el mercadillo de Martin's Gully o en el río…


«¡Bueno, basta ya!».


Pedro no la querría nunca. Ella tenía miedo de los perros, de los varanos, de las garrapatas y hasta de las arañas. Incluso a veces de Bridget Anderson. Él nunca querría a una mujer así.


Y aunque el destino quisiera que se enamorase, ella no podría vivir allí, en aquella soledad.


Y él no se marcharía nunca de Eagle's Reach.


Estaban en tablas.


Pedro se inclinó y le levantó la barbilla con un dedo.


—Estás muy pálida, tienes que descansar. Hablaremos de esto después.


Paula quería reír, no porque lo encontrase divertido, sino porque se le estaba rompiendo el corazón y la preocupación de Pedro sobre su palidez le parecía de repente trivial.


Sin embargo, no protestó. Se tumbó sobre el sofá-cama y hundió la cara en la almohada.


Los minutos le parecieron horas mientras lo oía lavar los platos y sacar la tarta del horno cuando sonó el temporizador. Lo sentía a su lado, pero no quería darse la vuelta, se negaba a apartar la cara de la almohada.


Sólo cuando lo oyó salir de la cabaña dejó rodar las lágrimas por su rostro.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 37

 


—Jaque mate.


Paula apartó el tablero y dejó escapar un suspiro.


—No estoy mejorando nada.


—Es que no te concentras —sonrió Pedro.


¿Cómo iba a concentrarse en la partida cuando los labios de Pedro estaban justo frente a ella, creando todo tipo de tentadoras fantasías?


Fantasías mucho más excitantes que una partida de ajedrez.


Era domingo y habían pasado dos días desde el beso. Pero Paula no había pensado en otra cosa. Lamentablemente, Pedro parecía creer que aún no estaba suficientemente recuperada para repetir la experiencia.


—¿Qué tal el catering? —dijo él de repente.


—¿Eh?


—Podrías abrir una empresa de catering. Con los pasteles tan ricos que haces…


Ah, estaban hablando de eso. En fin, era mejor que nada.


—No puedo dedicarme al catering.


—¿Por qué no?


—Susana de Freits se ha hecho con todo el mercado en Buchanan's Point, por no hablar de los pueblos cercanos como Crescent Beach y Diamond Head.


—¿Te da miedo la competencia?


Paula sonrió. Evidentemente, pensaba que tenía que darle una charla.


—Sus canapés son mejores que los míos. Más imaginativos.


—Pero seguro que no hace una tarta de chocolate como la que haces tú.


Qué bueno era. Parecía decirlo en serio, además. De repente, Paula volvió a pensar en besarlo.


—Susana es madre soltera y tiene tres hijos pequeños. No pienso robarle a sus clientes.


—¿Ni siquiera… para salvar tu casa?


—La gente es más importante que los ladrillos y el cemento. Prefiero cuidar de otro paciente con demencia senil.


—No, no hagas eso.


Podría no tener más remedio, pensó ella, frustrada. Debería haber pasado los últimos días buscando una solución a ese problema en lugar de obsesionarse con Pedro.


—Ooooh, una araña gigantesca —dijo entonces, señalando la pared.


Suspirando, Pedro enrolló un periódico y se dirigió a la pared…


—¿Se puede saber qué estás haciendo?


—Iba a aplastarla.


—Pero tú eres cien millones de veces más grande que ella —protestó Paula, quitándole el periódico—. Sólo es una araña.


—Pero si has dicho…


—¡No he dicho que la matases! —exclamó ella, dándole un golpe con el periódico—. Y que sea una chica no significa que vaya a salir corriendo cuando veo una araña.


—Pero sales corriendo cuando ves un perro o un varano.


—Voy a hacer como que no he oído eso. Apártate.


Paula desenrolló el periódico, lo dobló por la mitad y, con mucho cuidado, consiguió que la araña se subiera. Estaba bajando al jardín cuando el arácnido, que de repente le parecía enorme, empezó a correr hacia ella. Paula soltó el periódico lanzando un alarido de pavor.


Pedro soltó una carcajada.


—Creo que he encontrado un trabajo para ti.


—¿Cuál?


—Cómica.


—Ah, ja, ja, qué gracioso —murmuró ella, poniendo los ojos en blanco—. ¿Dónde está?


—No te dan miedo la arañas, ¿eh?


—No tanto como para matarlas a sangre fría.


Pedro sacudió la cabeza. Y luego, sin pensar, la besó.


—Si quieres curar mi miedo a las arañas, creo que me harán falta dos o tres sesiones más de esa terapia.


Su sonrisa, cuando apareció, fue una de esas sonrisas torcidas que hacían que el corazón de Paula se pusiera al borde del infarto.


—Eres imposible.


—Si ser cómica es lo mío, será mejor que practique, ¿no? ¿Qué piensas hacer esta tarde?


—¿Por qué?


—Me apetece hacer una tarta de chocolate.


—Se supone que tienes que descansar…


—No te preocupes —sonrió Josie—. Serás tú quien haga todo el trabajo.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 36

 


Paula dejó caer los hombros y Pedro sintió el deseo de sentarla en sus rodillas y envolverla en sus brazos hasta que dejase de tener esa expresión tan triste.


Pero no era buena idea.


Estaba seguro de que, si la abrazaba, Paula se haría una idea equivocada.


—¿Martin te dijo algo más cuando hablaste con él? ¿Ha llamado Francisco?


¿Estaba disgustada por culpa de sus hermanos?


—No y no —suspiró Pedro—. Estaban preocupados por ti, naturalmente, pero les dije que te pondrías bien.


Aunque ellos no se habían molestado en llamar para preguntar cómo estaba su hermana.


—¿Por qué? —dijo Pedro.


—No, por nada.


—¿Es por ellos por lo que pareces tan enfadada?


—No. Es que aún no he decidido qué voy a hacer el resto de mi vida y ésa era la razón para estas vacaciones —suspiró Paula.


—¿Por qué no sigues haciendo lo que hacías antes?


¿La habrían despedido?


—Durante los últimos dos años lo único que hice fue cuidar de mi padre. Y ese puesto de trabajo ya no existe.


—Lo siento, yo…


—No es culpa tuya. Mi padre sufría demencia senil y yo no quise llevarlo a una residencia, así que hice un curso de auxiliar de enfermería. Y no lo lamento.


—Pero ya no quieres hacer eso.


—No, ya no quiero hacer eso —suspiró Paula.


Pedro lo entendía. Ver morir a alguien era lo más difícil del mundo. Especialmente cuando era una persona querida.


—¿Qué hacías tú, Pedro? Antes de venir a Eagle's Reach quiero decir.


La pregunta lo pilló por sorpresa. Sabía que no le había creído cuando le había dicho que era médico y él no se había molestado en insistir…


—¿Pedro?


—Era médico.


Un hombre dedicado a salvar vidas. Pero se había apartado de todo cuando se dio cuenta de que tenía un gran talento para destrozarlas.


Y si tuviera una pizca de decencia, también dejaría en paz a Paula.


—¿Eres médico? —ella se echó hacia delante en la silla con tal energía que estuvo a punto de caerse.


—Sí, médico de familia.


—¿Y por qué…?


—Me di cuenta de que no estaba capacitado para ejercer esa profesión.


Paula no lo creía en absoluto.


—Entonces, las órdenes del médico que he estado siguiendo estos días…


—Sí.


¿No habría dejado su profesión por lo que le pasó a su familia?, se preguntó.


—Puedes pedir una segunda opinión, si quieres. El doctor Jenkins es el médico de Gloucester…


—No, no. Confío en ti. Tú cuidaste de Molly, ¿no? —al oír su nombre, la perrita levantó la cabeza y movió la cola. Apenas se había separado de su lado desde que se puso enferma—. Y ella estaba mucho peor que yo.


—No me gusta tener que decir esto, Paula, pero Molly es un perro.


—Pero tú la curaste como me estás curando a mí. No creo que no estés capacitado para ejercer tu profesión, Pedro. Aunque a mí no me esté sirviendo de nada…


Pedro soltó una carcajada.


—Vaya, gracias.


—No, tonto. Quería decir en cuanto a ayudarme a decidir qué voy a hacer con mi vida.


—¿Qué hacías antes de cuidar de tu padre?


—Estudiaba Magisterio, pero volver a la universidad no me apetece mucho. Además, no quiero irme de Buchanan's Point y no hay muchos puestos de trabajo para profesores en esa zona.


—¿Por qué no quieres irte?


—Porque es mi sitio —contestó Paula—. Tengo una casa que ha pertenecido a mi familia durante generaciones. No puedo dejarla.


—¿Tus hermanos no podrían cuidar de ella?


Martin y Francisco otra vez. El cielo se volvió un poco más gris, aunque no había una sola nube.


—La casa era de mi madre. Su familia había vivido en ella desde que la construyeron hace más de cien años.


Y no pensaba venderla.


—Si tienes una casa, al menos tienes un techo sobre tu cabeza.


—Tengo un hogar —lo corrigió ella. Algo que Pedro no podía decir de su cabaña en Eagle's Reach, por muchas vacas que tuviera. O terneros.


—¿Y cómo es esa casa?


Cuando pensó en Geraldine's Gardens, Paula no pudo evitar una sonrisa.


—Muy bonita. Tiene nombre y todo. Se llama Geraldine's Gardens y está frente al mar. Se llega a la playa por un caminito… es una playa privada. Pequeña, pero muy bonita.


—Ah, qué suerte.


—Es estilo federación, con un porche que da la vuelta a toda la casa y tejas antiguas. Es demasiado grande para una sola persona, pero… ¿quién sabe?


Ella esperaba llenarla de niños algún día.


—¿Demasiado grande? ¿Cuántos dormitorios tiene?


—Ocho.


—¡Ocho!


—Sí, es grande.


Y costaba mucho limpiarla. Pero no pensaba venderla.


—¿Paula?


—¿Sí?


—¿Martin y Francisco… viven en esa casa?


—No, ellos quieren que la venda. Creen que es demasiado para mí.


Pedro juntó las cejas.


—Ya.


—La casa es una herencia familiar, me la dejó mi madre. Tengo que preservarla para la siguiente generación.


—Debe de ser una casa muy bonita, Paula Chaves —murmuró Pedro, rozando su cara con los dedos.


El corazón de Paula empezó a latir como loco.


—Entonces deberías ir a visitarme alguna vez. No me faltan habitaciones. La próxima vez que pases por allí…


Imposible, lo sabía. Y también sabía que estaba diciendo tonterías.


—Bueno, es hora de que vuelvas a la cama.


—Pero si no estoy haciendo nada. Estoy sentada.


La protesta murió en sus labios cuando Pedro la tomó en brazos.


—Oye… que puedo andar.


Aunque no quería hacerlo. Quería quedarse donde estaba. Cuando le pasó un brazo por los hombros, sus anchos hombros, tuvo que disimular un ronroneo de placer.


La mirada de Pedro se deslizó hacia sus labios… pero luego movió las cejas cómicamente.


—Tienes que conservar la energía. Órdenes del médico.


Pero no se movió. Paula sentía el duro cuerpo masculino apretado contra ella y su corazón seguía latiendo como una locomotora.


—Yo… creo que conservaré mejor la energía si me dejas en el suelo.


—¿Ah, sí?


—Le haces cosas muy raras a mi pulso, Pedro Alfonso.


Él sacudió la cabeza.


—Y eso no es bueno para conservar la energía. Tendremos que hacer algo.


¿Como qué? Todas las imágenes, ideas y sugerencias que pasaban por su mente incluían acciones en las que había que usar mucha energía, no conservarla.


—Ordenes del médico, ¿eh?


—Eso es.


Paula pasó un dedo por su cara y luego, haciéndose la valiente, acarició el vello oscuro que asomaba por el cuello de la camisa. Pedro se quedó sin aliento.


—Paula…


—¿Sabes una cosa? Me dan miedo los perros que no conozco, los lagartos y no ver a otro ser humano en tres días, pero no le tengo miedo a esto.


Él la apretó con fuerza, pero se mantenía rígido, negándose a responder.


Ella nunca había tomado la iniciativa. En parte la asustaba, en parte la emocionaba.


No, la emocionaba por completo. Pero la falta de entusiasmo de Pedro era frustrante.


—Qué rico —murmuró, trazando su labio inferior con la lengua.


Él se puso tenso como si hubiera recibido una descarga eléctrica, pero luego la aplastó contra su pecho, devorándola. Paula no sabía que pudiera ponerse tanto sentimiento en un beso y le echó los brazos al cuello, poniendo en aquella caricia todo lo que llevaba guardado en el corazón. Apretada contra él, su parte más sensible rozando el bulto bajo los vaqueros, todo dejó de tener sentido salvo Pedro Alfonso.


Pedro, que la besaba ardientemente en el cuello. Una mano sobre su trasero para apretarla contra su entrepierna, la otra enredada en su pelo. Siguió besándola apasionadamente hasta que casi se le doblaron las piernas…


Y entonces le dio un ataque de tos.


Pedro la dejó en el suelo y Paula se apoyó en él, sin fuerzas, intentando buscar aire. Desgraciadamente, el momento estaba roto.


Aun así, menudo beso.


Una mirada al rostro de Pedro le dijo que aquel día no habría doble función. Y, por su expresión, al día siguiente tampoco.


Bueno, así podría recuperarse. Con un suspiro de pena, se apartó.


—Ha sido…


Las palabras murieron en sus labios porque, por segunda vez, Pedro la tomó en brazos y entró en la cabaña. Que Pedro Alfonso la tomase en brazos era como estar en casa.


Y ella echaba de menos su casa. Mucho.


La dejó sobre la cama con un cuidado normalmente reservado para las obras de arte y luego dio un paso atrás.


—Ese beso…


—Ha sido una maravilla —lo interrumpió Paula—. ¿Cuándo podemos hacerlo otra vez?


Él la miró, boquiabierto. Y luego se dio la vuelta y salió de la cabaña.


Pedro Alfonso—murmuró ella, cerrando los ojos—. Eres un hombre muy sexy.


Pero se preguntó si algún día dejaría de escapar.




jueves, 5 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 35

 


El viernes por la tarde, cuando Camilo se marchó, Paula se hartó de mirar las paredes. En realidad, se había hartado el día anterior, pero aquel día la inactividad empezaba a hacerle perder la cabeza. De modo que se envolvió en el albornoz y salió al porche para sentarse en su silla de camping. Pero hasta eso la dejaba agotada.


Luego hizo una mueca al recordar las cosas que le había gritado a Pedro el día anterior. Le había llamado tirano cuando quiso quitarse el pijama para ponerse ropa normal y él no la había dejado. Y voyeur. No podía creer que le hubiera llamado voyeur.


Él se había reído, claro. Tenía la impresión de que, desde que se puso enferma, no la veía como a una mujer. Sí, le daba consejos de amigo, le tomaba el pelo por lo mal que jugaba al ajedrez y elogiaba su habilidad resolviendo crucigramas.


Pero había conseguido superar su deseo por ella y Paula quería saber cómo lo había hecho. Aunque quizá nunca la hubiera deseado de verdad. Posiblemente ella no fuera su tipo de mujer. De alguna forma, Pedro estaba alejándose de ella. Y no sabía cómo cambiar eso.


Pero no estaba allí para obsesionarse con un hombre. Si Pedro quería apartarse, era asunto suyo. Ella había ido allí con el objetivo de formular un plan para el resto de su vida y no estaba más cerca de eso que cuando llegó a Eagle's Reach.


Y sólo le quedaba una semana. Martin y Francisco esperarían una respuesta. Prácticamente podía verlos con el ceño fruncido, golpeando el suelo con el pie, impacientes.


¡Por favor! ¿Qué les importaba a ellos? No tenían que mantenerla.


Pero eran sus hermanos… claro que se preocupaban. Y ahora que su padre había muerto, Paula esperaba afianzar los lazos.


Sí, ella quería afianzar los lazos familiares, pero sus hermanos no iban a decirle lo que tenía que hacer con su vida. No lo permitiría nunca.


—¡Oye! ¿A quién quieres matar?


Pedro.


Paula estuvo a punto de pasarse una mano por la barbilla porque se le caía la baba.


—¿Sigues imaginando que me despellejas vivo?


—No, qué va. Además, no debería haberte llamado voyeur.


Pedro se sentó en el primer escalón del porche.


—No te preocupes, es verdad. Estoy esperando con ansia el regreso de ese pijamita rosa. Esas ovejas provocaban en mí cosas extrañas…


—¿Cosas extrañas? ¿Como un ataque de risa, por ejemplo?


—No, más bien me excitaban cuando me imaginaba a mí mismo quitándotelo.


Paula tragó saliva y sintió la frente tan caliente que pensó que le había vuelto la fiebre.


Pedro se echó hacia atrás, como si ni él mismo pudiera creer que había dicho eso. Murmurando una palabrota, se levantó de golpe y dio un par de pasos adelante. Paula esperaba que saliera corriendo sin mirar atrás, pero no lo hizo.


Siempre llevaba vaqueros y camiseta o una camisa de cuadros. Y no podía decidir cuál de las dos prendas le sentaba mejor. Los vaqueros, bajos de cadera, le aceleraban el pulso. Y dejaban pocas dudas sobre sus… encantos.


También se le caía la baba mirando esos bíceps. Pero la camisa azul intensificaba el color de sus ojos y se imaginaba haciendo el amor con él durante una larga y perezosa tarde de verano.


¿A quién quería engañar? Le daba igual lo que llevase puesto.


—Lo siento, será mejor que olvides lo que he dicho.


Pero Paula no quería olvidarlo. Ella quería…


—Ya habíamos decidido que eso no sería sensato —añadió Pedro.


¿Ah, sí? ¿Cuándo?


—Yo estoy cansada de ser sensata.


Los ojos de Pedro se oscurecieron, pero enseguida sonrió.


—De todas maneras, Paula Chaves, no estás preparada para hacer el amor. Además, va contra las órdenes del médico.


Paula sabía que tenía razón. Si una ducha la dejaba agotada…


Pero las imágenes que aparecían en su cabeza no ayudaban nada e intentó apartarlas, ponerlas donde no podrían atormentarla.


—Mientras tanto… —siguió Pedro, volviendo a sentarse en el escalón— ¿por qué no me cuentas por qué tenías cara de querer matar a alguien?



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 34

 


Cuando Lu se marchó, Pedro se puso a limpiar la cocina. Pensaba que Paula se había dormido, pero cuando volvió al salón la encontró mirándolo.


—¿No estás cansada?


—Me siento agradablemente perezosa. Y me alegro de no haber tenido que limpiar.


Paula colocó la almohada para estar más cómoda.


—Háblame de tu hermana.


Pedro tardó un momento en entender. Y cuando lo hizo tuvo que apretar los dientes.


—¿Por qué?


Paula no parecía darse cuenta de cuánto le dolía hablar de eso.


—Porque yo siempre quise tener una hermana.


Pedro pensó en Martin y Francisco y entendió por qué.


—¿Cómo se llamaba? ¿Qué cosas le gustaba hacer?


Él tragó saliva. Por ella, lo haría por ella.


—Se llamaba Belen —murmuró, recordando la risa de su hermana.


—Siempre me ha gustado ese nombre —Paula guiñó los ojos—. ¿Podrías apagar la luz? Voy a encender la lamparita.


Cuando apagó la bombilla, ella dio un golpecito al borde de la cama, pero Pedro se sentó en una silla. No confiaba en sí mismo estando tan cerca de ella. Fuera era de noche y aquella mujer lo transportaba lejos de su solitaria montaña. Si fuera un hombre imaginativo, diría que la cabaña de Paula Chaves era la cueva de Aladino, donde los cuentos se hacían realidad.


Pero era demasiado mayor para creer en fantasías.


—¿Cómo era Belen?


—Cuando había gente se mostraba como una señorita, pero cuando nadie estaba mirando era un chicazo. Intentaba ganarme en todo.


—¿Y te ganaba?


—Nunca —sonrió Pedro—. Tenía dos años menos que yo y no era más grande que tú.


—¿A qué se dedicaba?


Él le contó que le gustaba navegar, le habló de su trabajo como patóloga, de su adicción a los caramelos y que cuando tenía quince años se tiñó el pelo de color morado y se pasaron las Navidades llamándola Miss Ciruela. Y cuanto más hablaba de ella, más fácil le resultaba. Por fin, cuando terminó, se sentía más ligero.


—Te envidio —dijo Paula—. No por perder a Belen, claro. Eso debió de ser horrible. Pero la relación que tenías con ella… era maravillosa.


Pedro asintió. Para protegerse del dolor, había corrido el peligro de olvidarla.


—¿No es como la relación que tú tienes con tus hermanos?


—No, mis hermanos tienen diez años más que yo. No crecimos juntos, son los hijos del primer matrimonio de mi padre.


De repente, Pedro imaginó la historia, junto con el resentimiento de Martin y Francisco y sus celos de la hermana pequeña.


—Sus vidas han sido más duras que la mía —siguió Paula—. Ellos crecieron con su madre… era una mujer muy amargada.


—Eso no es culpa tuya.


—No, claro, pero yo quiero que nos llevemos bien. Le prometí a mi padre que lo intentaría. ¿Qué te dijo Martin, por cierto?


—Le he dejado un recado en el contestador.


—No, esta noche no. Antes, cuando hablaste con él.


Pedro no quería disgustarla, pero tampoco quería mentir. Y debía ponerla en guardia contra Martin y Francisco.


—Me dijo que tenía muchísimo trabajo y que le sería imposible venir a buscarte antes del martes que viene.


—Ah.


Al ver su expresión, Pedro deseó otra vez pegar a Martin.


—Siempre están tan ocupados… —suspiró Paula—. Yo creo que se esconden detrás del trabajo. Creo que… tienen miedo de quererme.


—¿Qué tontería es ésa?


—No, es verdad. Además, diría que es la misma tontería que la tuya, Pedro.


Él se levantó, pasándose una mano por el cuello.


—Se está haciendo tarde. Es hora de que descanses un poco.


—Gallina —murmuró Paula.


—Buenas noches.


—Buenas noches, Pedro.


Él se quedó un momento, deseando darle un beso en la frente, pero se apartó a tiempo.


CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 33

 


—¡Sí! —gritó Pedro, una vez en su cabaña. Tenía ganas de ponerse a dar saltos. Paula iba a quedarse. Y él no tendría que decirle que sus hermanos eran unos miserables.


No se quedaría muchos días, pero sí los suficientes para ponerse bien, que era lo importante. Y él quería celebrarlo con una botella de vino… pero entonces recordó que Paula no podía beber alcohol mientras tomaba antibióticos, de modo que sacó varias latas de limonada de la nevera. Lo celebrarían de forma apropiada cuando estuviese bien del todo.


No Paula y él solos, claro. No.


Pedro imaginó una cena a la luz de las velas, champán y Paula con ese pijama rosa…


De repente, sintió una presión en la entrepierna e intentó reemplazar esa imagen por otra, menos excitante. Luciana, Camilo, Paula y él haciendo una fiesta de despedida. Eso podría ser divertido.


No tanto como la primera imagen, claro.


Sonriendo, marcó el número de Martin Chaves. Como imaginaba, saltó el contestador.


—Soy Pedro Alfonso. Paula se quedará hasta el final de la semana que viene, como estaba previsto —y luego colgó.


No le había contado a Luciana la conversación que mantuvo con el hermano de Paula, sólo que ella le había pedido que los llamase para que fueran a buscarla. Y se quedó helado al ver que tanto Camilo como Lu se mostraban horrorizados. Y habían hecho un gran trabajo convenciéndola para que se quedase. Él no podría haberlo hecho mejor. Él no podría haberlo hecho en absoluto.


Luciana y Camilo la echarían de menos cuando se fuera.


Y, no podía negarlo, él también. Pero un hombre como él no tenía derecho a meterse en la vida de una mujer como Paula Chaves.


Apartando ese pensamiento, tomó las latas de limonada y salió al porche. Era hora de disfrutar de la cena con Paula. Y con Luciana, no podía olvidarse de Luciana.




miércoles, 4 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 32

 


Debía de haberse quedado dormida, porque cuando volvió a abrir los ojos el sol había cambiado de posición y el porche estaba en sombras. Paula alargó la mano para mirar el reloj…


—Son casi las cuatro —oyó la voz de Pedro.


No podía creer que hubiese dormido tantas horas. Un pensamiento que se le olvidó en cuanto vio su cara. Tenía un cuaderno de crucigramas en la mano y estaba tan guapo que se le hizo la boca agua. No tenía sentido, pero no podía evitarlo.


Cuanto antes se marchase de allí, mejor. Por los dos.


—¿Has llamado…?


—¿Un condimento de siete palabras que acaba en «o»?


—¿Un condimento? ¿No hay más letras?


—En el medio creo que hay una «g».


—No me suena… seguro que te has equivocado.


—No, no lo creo…


—¡Orégano! —exclamó Paula entonces.


Pedro sonrió.


—Por cierto, no me has dicho si te gustan los cambios que he hecho en la cabaña —añadió ella.


—¿Cómo no van a gustarme? Has transformado este sitio.


—No, qué va.


—¿Cómo que no? El ambiente es completamente diferente —Pedro miró alrededor—. Aunque todavía no sé qué has hecho exactamente.


—Sólo he puesto una alfombra y un mantel en la mesa y he colgado una cortina más alegre en la ventana.


—¿Y eso? —preguntó él, señalando con el dedo.


Paula se encogió de hombros.


—Una acuarela. La compré en el pueblo.


—¿Y eso otro?


—Velas de colores. Se supone que huelen a chocolate.


—Puede que tengas razón —dijo Pedro, pensativo—. Quizá debería hacer algo… con estas cabañas.


Paula se quedó boquiabierta. Le habría gustado echarle los brazos al cuello.


«No, no, no. Lo que deberías hacer es preguntar si ha hablado con Martin».


Pero no parecía capaz de pronunciar esas palabras y, al final, fue Pedro quien sacó el tema: —¿Te llevas bien con tus hermanos, Paula?


—¿Por qué preguntas eso?


—No, por nada. Pero te enviaron aquí, al fin del mundo…


Lo decía como una broma, pero eso la puso a la defensiva.


—¿Por qué? ¿Qué te han dicho? Has hablado con ellos, ¿no?


—Con Martin.


—¿Y?


—¡Hola! —Camilo apareció en la puerta con un enorme ramo de flores en una mano y una bolsa en la otra—. ¿Cómo te encuentras, cariño?


—Camilo, son preciosas…


—Sabía que te gustarían. Son un soborno.


—¿Un soborno?


—Si no puedes ir a comer conmigo, tendré que venir yo a comer contigo —sonrió el anciano—. Si tienes un ratito para mí, claro.


—Oh, Camilo… me parece estupendo.


El anciano sonrió, satisfecho, y Paula se sintió culpable. Lo echaría de menos cuando se fuera de allí y se prometió a sí misma que comería con él al día siguiente… aunque a Martin y Francisco no les gustaría tener que esperar. De hecho, se enfadarían. Siempre tenían tanto que hacer…


Camilo le dio las flores a Pedro.


—Toma, ponlas en agua —sonrió, entrando en la cocina para hacerse un té, como si estuviera en su propia casa.


—No tienes que sobornarme para que coma contigo.


—No son por la comida, sino por esto —dijo el anciano, sacando un juego de dominó de la bolsa—. He estado un poco triste estos días y necesito una partida de dominó para animarme.


Tonterías. Quería animarla a ella, evitar que se aburriese. Su amabilidad la emocionó.


Cuando iba a servir el té, Pedro intentó ayudarlo, pero Camilo lo apartó.


—Soy perfectamente capaz de servir a la paciente. ¿No tienes trabajo que hacer?


Paula contuvo una risita.


—Muy bien, muy bien. Me voy —se rio Pedro.


Camilo se quedó durante una hora y media y se marchó con la promesa de volver al día siguiente. Incluso dejó allí el juego de dominó. Paula lo miró, suspirando.


Unos minutos después, Pedro asomó la cabeza en la cabaña.


—¿Va todo bien por aquí?


—Sí, gracias. Pedro, ¿qué…?


—Ha sido un detalle, ¿verdad?


—¿Te refieres a Camilo? Desde luego. Es un hombre encantador.


—Sólo tiene un pariente lejano que vive en Escocia. Se siente solo y venir a visitarte lo hace sentirse… necesitado, supongo.


—Yo disfruto mucho de su compañía —sonrió Paula—. Oye, Pedro, ¿qué…?


—¿Hola?


Oyeron pasos en el porche y enseguida entró Luciana, cesta en mano.


—Entra, entra —sonrió Paula.


—¿Interrumpo?


—No, claro que no. Las visitas siempre son bienvenidas.


—La verdad, tenía que alejarme de Bridget durante un rato. Qué pesada es mi hermana, de verdad.


Paula no dijo nada, por supuesto, mientras Lu sacaba una cacerola de la cesta.


—Le he dicho a Bridget que iba a cenar fuera. Espero que no te importe.


—Por supuesto que no.


—No te ofendas, Pedro, pero mi estofado es mucho más sabroso que una sopa de bote.


—No me ofendo en absoluto.


Cuando el rico aroma del estofado llegó a su nariz, a Paula se le hizo la boca agua. Y, por la expresión de Pedro, a él le pasaba lo mismo.


—Estará listo en treinta minutos —anunció Luciana—. Mientras tanto, podemos charlar.


Pedro carraspeó.


—Bueno, yo voy a… hacer cosas.


Paula vio la mirada que lanzaba sobre las dos, como si quisiera quedarse. Y recordó lo que Camilo le había dicho el domingo en el mercadillo, que Pedro Alfonso no estaba hecho para esa soledad. Y le habría gustado preguntarle qué cosas tenía que hacer.


Le habría gustado decirle que se quedase.


Luego recordó que era una carga para él. Pedro no buscaba compañía. Al menos, no la suya. Sería el estofado, pensó. Y olía tan bien que era comprensible.


—Lo serviré en media hora —dijo Lu—. Si no quieres perdértelo…


Pedro sonrió y Paula sintió calor por dentro. Una sonrisa como ésa debería aparecer con campanas de alarma, luces y sirenas para que una persona pudiera apartar la mirada a tiempo.


—Volveré en media hora —Pedro se tocó el ala del sombrero y desapareció.


Paula, después de admirar la vista, se volvió hacia Luciana.


—Esto va a sonar horrible, pero que te hayas puesto enferma es una bendición para mí.


—¿Por qué?


—No te lo tomes a mal, Paula. Siento mucho que estés malita, pero así tengo una excusa para salir de mi casa.


—¿Tan horrible es?


—Que tú desayunes con nosotras me ayuda un poco, pero Bridget me hace sentir como una inválida. Yo quería a Gustavo y lo echo mucho de menos, pero que él ya no esté no significa que no pueda cuidar de mí misma.


—Claro que no.


—Pues intenta decirle eso a mi hermana.


—Supongo que lo hace con buena intención…


—Sí, ya lo sé. Si no, la habría echado a patadas. Pero venir a verte me hace sentirme útil otra vez. No estoy lista para convertirme en una viejecita todavía. Por fin tengo una razón para volver a cocinar, no sé si me entiendes.


Paula la entendía perfectamente. Cuando murió su padre estuvo una semana sin cocinar. No le apetecía hacerlo para una sola persona. Y no tenía apetito.


—Así que, si no te importa, me gustaría alargar tu enfermedad al menos una semana. Entonces tendré que pensar en otra cosa, porque no sé qué voy a hacer cuando te vayas.


Paula tragó saliva.


—Lu, puede que me marche a casa mañana. Le he pedido a Pedro que llamase a mis hermanos.


—Pues dile que vuelva a llamarlos para decirles que has cambiado de opinión. No querrás acortar tus vacaciones, ¿verdad?


—Pero no puedo ser una carga para Pedro. Él tiene cosas que hacer…


—Tonterías. Tú le vienes muy bien.


¿Ah, sí? ¿Por qué?


Antes de que pudiera preguntar, Lu siguió:—¿Por qué crees que eres una carga? Lo peor ha pasado y ya no tiene que quedarse contigo toda la noche. ¿Qué tiene que hacer, calentar un bote de sopa? Pues nada, yo te haré la cena. Además, si te vas, Camilo te echará de menos.


Paula se mordió los labios. ¿Cómo podía decirle que no?


—Lo único que Pedro tiene que hacer es una tostada para el desayuno y no creo que eso le cueste mucho trabajo.


Dicho así…


—De hecho, él saldrá ganando porque tendrá una cena estupenda todos los días en lugar de las porquerías que hace.


Eso era cierto.


—Y necesito que me ayudes a decidir qué voy a hacer con Bridget. Por favor.


—Bueno… si a Pedro no le importa…


—A Pedro no le importará, te lo aseguro.


—¿Qué no me importará? —preguntó él, asomando la cabeza.


—Que Paula haya cambiado de opinión. Ya no quiere irse.


—¿Has cambiado de opinión?


Paula asintió con la cabeza. En realidad, habían cambiado de opinión por ella. Pero Pedro no tenía el ceño fruncido. De hecho, parecía contento.


—Ah, genial. Por cierto, eso huele muy bien. ¿Cuánto tiempo…?


—El suficiente para que llames a los hermanos de Paula. Diles que no tienen que venir a buscarla porque se queda —sonrió Luciana.


—Ahora mismo.


Pedro salió alegremente de la cabaña y Paula decidió que no entendía a Pedro Alfonso en absoluto.


—El club de tenis —dijo entonces, volviéndose hacia Lu—. Bridget necesita organizar algo que no sea tu vida. ¿Le gusta el tenis?