viernes, 6 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 38

 

Pedro no sabía cómo lo había conseguido, pero allí estaba, en la cocina, haciendo una tarta. Intentaba convencerse a sí mismo de que sólo se había quedado con ella para que no trabajase demasiado, pero era mentira.


Se quedaba porque no podía alejarse de Paula. Disfrutaba cuando ella lo regañaba por su ineptitud en la cocina, se reía con sus bromas, le gustaba ver que el color había vuelto a sus mejillas…


Paula metió la tarta en el horno y luego tomó un poquito de chocolate que había quedado en el bol y se lo llevó a los labios. También le gustó eso.


—Venga, pruébalo. Seguro que Belen y tú os peleabais por lamer la cuchara cuando vuestra madre hacía algo rico.


Pedro dio un paso atrás, esperando sentir la amargura de siempre al pensar en su familia. Pero no fue así.


—Mi madre no solía hacer tartas. Pero hacía unas sopas riquísimas.


No había pensado en eso en mucho tiempo.


—¡Sopa! —Paula lo miró, indignada—. ¡Tu madre hacía unas sopas riquísimas y tú tienes la poca vergüenza de darme sopa de bote!


—Si quieres que te sea sincero, pensé que no te darías cuenta.


—Si quieres que te sea sincera, la verdad es que no. Estaba demasiado enferma.


Pedro deseaba besarla otra vez, de modo que se apartó un poco. Paula había convertido la cabaña en un sitio agradable, lleno de color. Seguramente fuera la cabaña más alegre de esas montañas. Él nunca había estado en casa de Smiley McDonald, pero estaba seguro de que la señora McDonald no tenía el mismo talento para la decoración. Paula tenía la habilidad de crear un hogar de la nada.


Quizá debiera dedicarse a la decoración. Pedro se preguntó si una persona necesitaría un título para hacer eso o…


—¿Cuántos dormitorios has dicho que había en tu casa?


—Ocho —contestó ella.


—¿Y cuántas habitaciones más?


Ella lo miró por encima del hombro.


—Hay dos salones, el cuarto de estar, un office, el comedor y la biblioteca. Ah, y el salón de baile.


Pedro abrió los ojos como platos.


—¿Por qué no conviertes tu casa en un pequeño hotel?


Ella dejó el plato que estaba fregando y se volvió. Con la boca abierta. Y Pedro se encontró a sí mismo deseando besarla.


Otra vez.


Paula, incapaz de contener su emoción, corrió a su lado.


—¿Tú crees que podría hacerlo?


—Por supuesto. Mira lo que has hecho con este sitio.


Paula no podía dejar de sonreír. Pedro, además de guapo, era bueno, amable y generoso. Por mucho que intentara ocultarlo, de una forma u otra eso siempre salía a la superficie.


Ahora entendía lo que Camilo había querido decir. A Pedro no le gustaba aquella soledad. Y enterrarse allí era un crimen.


Pero no era asunto suyo, le dijo una vocecita interior.


Bah. ¿Qué importaba eso? Ella metería la nariz en sus cosas si así podía hacerle algún bien. Pero Pedro no la escucharía. Se volvería un extraño y se alegraría de verla marchar.


—Si has podido hacer esto aquí, donde no había nada, ¿qué no podrías hacer en tu casa?


Podría hacer muchas cosas, desde luego. Podría decorar cada habitación de una manera diferente, con estilos distintos. Incluso podría organizar tours de los viñedos cercanos para los turistas.


—Y podrías vender productos locales.


Oh, sí. Susana hacía unas frutas en conserva para chuparse los dedos y había mucha gente en Buchanan's Point que hacía pepinillos y mermeladas.


—Además, se te da bien la gente. Serías una anfitriona perfecta.


Paula se dejó caer sobre una silla.


—Hay cien pueblos en la costa idénticos a Buchanan's Point. Por no hablar de las ciudades grandes, que ofrecen restauración y todo lo demás. ¿Cómo voy a competir con ellos? ¿Qué puedo ofrecerles además de una casa enorme?


—Tenemos que pensar algo —Pedro tamborileó en la mesa con los dedos—. ¿Por qué no ofreces habitaciones para personas mayores? Incluso personas que no puedan valerse por sí mismas y vayan con un acompañante. En este país el porcentaje de jubilados es enorme. Ahí hay mercado, Paula.


Ella lo miró, atónita.


—Podrías tener razón.


—¿Tienes algo de dinero ahorrado?


—Algo. ¿Por qué?


—Porque necesitarás dinero para hacer las reformas y todo lo demás.


Paula se preguntó si el banco le concedería un préstamo…


—Deja que yo invierta en ese proyecto —dijo Pedro entonces.


—¿Qué?


—No te preocupes, no estoy siendo completamente altruista. Tengo dinero ahorrado y me da la impresión de que esa inversión podría ser rentable.


¿De verdad tenía tanta fe en ella? Paula habría querido decir que sí inmediatamente, pero decidió pensarlo un momento.


—No —dijo por fin.


—¿Por qué no?


Porque él había dejado claro que no estaba interesado en ningún tipo de relación personal. Si invertía en su proyecto, tendría que mantener contacto con él… y no podría evitar hacerse ilusiones.


Que no llegarían a ningún sitio.


Paula lo miró entonces y sintió una pena que no podría describir. No llegaría a ningún sitio y, sin embargo, en algún momento durante esas semanas se había enamorado de Pedro Alfonso.


¿Cuándo? ¿Cuando cuidaba de ella? O antes, cuando la rescató del varano. O quizá la primera vez que habían jugado al ajedrez. O en el mercadillo de Martin's Gully o en el río…


«¡Bueno, basta ya!».


Pedro no la querría nunca. Ella tenía miedo de los perros, de los varanos, de las garrapatas y hasta de las arañas. Incluso a veces de Bridget Anderson. Él nunca querría a una mujer así.


Y aunque el destino quisiera que se enamorase, ella no podría vivir allí, en aquella soledad.


Y él no se marcharía nunca de Eagle's Reach.


Estaban en tablas.


Pedro se inclinó y le levantó la barbilla con un dedo.


—Estás muy pálida, tienes que descansar. Hablaremos de esto después.


Paula quería reír, no porque lo encontrase divertido, sino porque se le estaba rompiendo el corazón y la preocupación de Pedro sobre su palidez le parecía de repente trivial.


Sin embargo, no protestó. Se tumbó sobre el sofá-cama y hundió la cara en la almohada.


Los minutos le parecieron horas mientras lo oía lavar los platos y sacar la tarta del horno cuando sonó el temporizador. Lo sentía a su lado, pero no quería darse la vuelta, se negaba a apartar la cara de la almohada.


Sólo cuando lo oyó salir de la cabaña dejó rodar las lágrimas por su rostro.




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