Debía de haberse quedado dormida, porque cuando volvió a abrir los ojos el sol había cambiado de posición y el porche estaba en sombras. Paula alargó la mano para mirar el reloj…
—Son casi las cuatro —oyó la voz de Pedro.
No podía creer que hubiese dormido tantas horas. Un pensamiento que se le olvidó en cuanto vio su cara. Tenía un cuaderno de crucigramas en la mano y estaba tan guapo que se le hizo la boca agua. No tenía sentido, pero no podía evitarlo.
Cuanto antes se marchase de allí, mejor. Por los dos.
—¿Has llamado…?
—¿Un condimento de siete palabras que acaba en «o»?
—¿Un condimento? ¿No hay más letras?
—En el medio creo que hay una «g».
—No me suena… seguro que te has equivocado.
—No, no lo creo…
—¡Orégano! —exclamó Paula entonces.
Pedro sonrió.
—Por cierto, no me has dicho si te gustan los cambios que he hecho en la cabaña —añadió ella.
—¿Cómo no van a gustarme? Has transformado este sitio.
—No, qué va.
—¿Cómo que no? El ambiente es completamente diferente —Pedro miró alrededor—. Aunque todavía no sé qué has hecho exactamente.
—Sólo he puesto una alfombra y un mantel en la mesa y he colgado una cortina más alegre en la ventana.
—¿Y eso? —preguntó él, señalando con el dedo.
Paula se encogió de hombros.
—Una acuarela. La compré en el pueblo.
—¿Y eso otro?
—Velas de colores. Se supone que huelen a chocolate.
—Puede que tengas razón —dijo Pedro, pensativo—. Quizá debería hacer algo… con estas cabañas.
Paula se quedó boquiabierta. Le habría gustado echarle los brazos al cuello.
«No, no, no. Lo que deberías hacer es preguntar si ha hablado con Martin».
Pero no parecía capaz de pronunciar esas palabras y, al final, fue Pedro quien sacó el tema: —¿Te llevas bien con tus hermanos, Paula?
—¿Por qué preguntas eso?
—No, por nada. Pero te enviaron aquí, al fin del mundo…
Lo decía como una broma, pero eso la puso a la defensiva.
—¿Por qué? ¿Qué te han dicho? Has hablado con ellos, ¿no?
—Con Martin.
—¿Y?
—¡Hola! —Camilo apareció en la puerta con un enorme ramo de flores en una mano y una bolsa en la otra—. ¿Cómo te encuentras, cariño?
—Camilo, son preciosas…
—Sabía que te gustarían. Son un soborno.
—¿Un soborno?
—Si no puedes ir a comer conmigo, tendré que venir yo a comer contigo —sonrió el anciano—. Si tienes un ratito para mí, claro.
—Oh, Camilo… me parece estupendo.
El anciano sonrió, satisfecho, y Paula se sintió culpable. Lo echaría de menos cuando se fuera de allí y se prometió a sí misma que comería con él al día siguiente… aunque a Martin y Francisco no les gustaría tener que esperar. De hecho, se enfadarían. Siempre tenían tanto que hacer…
Camilo le dio las flores a Pedro.
—Toma, ponlas en agua —sonrió, entrando en la cocina para hacerse un té, como si estuviera en su propia casa.
—No tienes que sobornarme para que coma contigo.
—No son por la comida, sino por esto —dijo el anciano, sacando un juego de dominó de la bolsa—. He estado un poco triste estos días y necesito una partida de dominó para animarme.
Tonterías. Quería animarla a ella, evitar que se aburriese. Su amabilidad la emocionó.
Cuando iba a servir el té, Pedro intentó ayudarlo, pero Camilo lo apartó.
—Soy perfectamente capaz de servir a la paciente. ¿No tienes trabajo que hacer?
Paula contuvo una risita.
—Muy bien, muy bien. Me voy —se rio Pedro.
Camilo se quedó durante una hora y media y se marchó con la promesa de volver al día siguiente. Incluso dejó allí el juego de dominó. Paula lo miró, suspirando.
Unos minutos después, Pedro asomó la cabeza en la cabaña.
—¿Va todo bien por aquí?
—Sí, gracias. Pedro, ¿qué…?
—Ha sido un detalle, ¿verdad?
—¿Te refieres a Camilo? Desde luego. Es un hombre encantador.
—Sólo tiene un pariente lejano que vive en Escocia. Se siente solo y venir a visitarte lo hace sentirse… necesitado, supongo.
—Yo disfruto mucho de su compañía —sonrió Paula—. Oye, Pedro, ¿qué…?
—¿Hola?
Oyeron pasos en el porche y enseguida entró Luciana, cesta en mano.
—Entra, entra —sonrió Paula.
—¿Interrumpo?
—No, claro que no. Las visitas siempre son bienvenidas.
—La verdad, tenía que alejarme de Bridget durante un rato. Qué pesada es mi hermana, de verdad.
Paula no dijo nada, por supuesto, mientras Lu sacaba una cacerola de la cesta.
—Le he dicho a Bridget que iba a cenar fuera. Espero que no te importe.
—Por supuesto que no.
—No te ofendas, Pedro, pero mi estofado es mucho más sabroso que una sopa de bote.
—No me ofendo en absoluto.
Cuando el rico aroma del estofado llegó a su nariz, a Paula se le hizo la boca agua. Y, por la expresión de Pedro, a él le pasaba lo mismo.
—Estará listo en treinta minutos —anunció Luciana—. Mientras tanto, podemos charlar.
Pedro carraspeó.
—Bueno, yo voy a… hacer cosas.
Paula vio la mirada que lanzaba sobre las dos, como si quisiera quedarse. Y recordó lo que Camilo le había dicho el domingo en el mercadillo, que Pedro Alfonso no estaba hecho para esa soledad. Y le habría gustado preguntarle qué cosas tenía que hacer.
Le habría gustado decirle que se quedase.
Luego recordó que era una carga para él. Pedro no buscaba compañía. Al menos, no la suya. Sería el estofado, pensó. Y olía tan bien que era comprensible.
—Lo serviré en media hora —dijo Lu—. Si no quieres perdértelo…
Pedro sonrió y Paula sintió calor por dentro. Una sonrisa como ésa debería aparecer con campanas de alarma, luces y sirenas para que una persona pudiera apartar la mirada a tiempo.
—Volveré en media hora —Pedro se tocó el ala del sombrero y desapareció.
Paula, después de admirar la vista, se volvió hacia Luciana.
—Esto va a sonar horrible, pero que te hayas puesto enferma es una bendición para mí.
—¿Por qué?
—No te lo tomes a mal, Paula. Siento mucho que estés malita, pero así tengo una excusa para salir de mi casa.
—¿Tan horrible es?
—Que tú desayunes con nosotras me ayuda un poco, pero Bridget me hace sentir como una inválida. Yo quería a Gustavo y lo echo mucho de menos, pero que él ya no esté no significa que no pueda cuidar de mí misma.
—Claro que no.
—Pues intenta decirle eso a mi hermana.
—Supongo que lo hace con buena intención…
—Sí, ya lo sé. Si no, la habría echado a patadas. Pero venir a verte me hace sentirme útil otra vez. No estoy lista para convertirme en una viejecita todavía. Por fin tengo una razón para volver a cocinar, no sé si me entiendes.
Paula la entendía perfectamente. Cuando murió su padre estuvo una semana sin cocinar. No le apetecía hacerlo para una sola persona. Y no tenía apetito.
—Así que, si no te importa, me gustaría alargar tu enfermedad al menos una semana. Entonces tendré que pensar en otra cosa, porque no sé qué voy a hacer cuando te vayas.
Paula tragó saliva.
—Lu, puede que me marche a casa mañana. Le he pedido a Pedro que llamase a mis hermanos.
—Pues dile que vuelva a llamarlos para decirles que has cambiado de opinión. No querrás acortar tus vacaciones, ¿verdad?
—Pero no puedo ser una carga para Pedro. Él tiene cosas que hacer…
—Tonterías. Tú le vienes muy bien.
¿Ah, sí? ¿Por qué?
Antes de que pudiera preguntar, Lu siguió:—¿Por qué crees que eres una carga? Lo peor ha pasado y ya no tiene que quedarse contigo toda la noche. ¿Qué tiene que hacer, calentar un bote de sopa? Pues nada, yo te haré la cena. Además, si te vas, Camilo te echará de menos.
Paula se mordió los labios. ¿Cómo podía decirle que no?
—Lo único que Pedro tiene que hacer es una tostada para el desayuno y no creo que eso le cueste mucho trabajo.
Dicho así…
—De hecho, él saldrá ganando porque tendrá una cena estupenda todos los días en lugar de las porquerías que hace.
Eso era cierto.
—Y necesito que me ayudes a decidir qué voy a hacer con Bridget. Por favor.
—Bueno… si a Pedro no le importa…
—A Pedro no le importará, te lo aseguro.
—¿Qué no me importará? —preguntó él, asomando la cabeza.
—Que Paula haya cambiado de opinión. Ya no quiere irse.
—¿Has cambiado de opinión?
Paula asintió con la cabeza. En realidad, habían cambiado de opinión por ella. Pero Pedro no tenía el ceño fruncido. De hecho, parecía contento.
—Ah, genial. Por cierto, eso huele muy bien. ¿Cuánto tiempo…?
—El suficiente para que llames a los hermanos de Paula. Diles que no tienen que venir a buscarla porque se queda —sonrió Luciana.
—Ahora mismo.
Pedro salió alegremente de la cabaña y Paula decidió que no entendía a Pedro Alfonso en absoluto.
—El club de tenis —dijo entonces, volviéndose hacia Lu—. Bridget necesita organizar algo que no sea tu vida. ¿Le gusta el tenis?
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