Cuando Lu se marchó, Pedro se puso a limpiar la cocina. Pensaba que Paula se había dormido, pero cuando volvió al salón la encontró mirándolo.
—¿No estás cansada?
—Me siento agradablemente perezosa. Y me alegro de no haber tenido que limpiar.
Paula colocó la almohada para estar más cómoda.
—Háblame de tu hermana.
Pedro tardó un momento en entender. Y cuando lo hizo tuvo que apretar los dientes.
—¿Por qué?
Paula no parecía darse cuenta de cuánto le dolía hablar de eso.
—Porque yo siempre quise tener una hermana.
Pedro pensó en Martin y Francisco y entendió por qué.
—¿Cómo se llamaba? ¿Qué cosas le gustaba hacer?
Él tragó saliva. Por ella, lo haría por ella.
—Se llamaba Belen —murmuró, recordando la risa de su hermana.
—Siempre me ha gustado ese nombre —Paula guiñó los ojos—. ¿Podrías apagar la luz? Voy a encender la lamparita.
Cuando apagó la bombilla, ella dio un golpecito al borde de la cama, pero Pedro se sentó en una silla. No confiaba en sí mismo estando tan cerca de ella. Fuera era de noche y aquella mujer lo transportaba lejos de su solitaria montaña. Si fuera un hombre imaginativo, diría que la cabaña de Paula Chaves era la cueva de Aladino, donde los cuentos se hacían realidad.
Pero era demasiado mayor para creer en fantasías.
—¿Cómo era Belen?
—Cuando había gente se mostraba como una señorita, pero cuando nadie estaba mirando era un chicazo. Intentaba ganarme en todo.
—¿Y te ganaba?
—Nunca —sonrió Pedro—. Tenía dos años menos que yo y no era más grande que tú.
—¿A qué se dedicaba?
Él le contó que le gustaba navegar, le habló de su trabajo como patóloga, de su adicción a los caramelos y que cuando tenía quince años se tiñó el pelo de color morado y se pasaron las Navidades llamándola Miss Ciruela. Y cuanto más hablaba de ella, más fácil le resultaba. Por fin, cuando terminó, se sentía más ligero.
—Te envidio —dijo Paula—. No por perder a Belen, claro. Eso debió de ser horrible. Pero la relación que tenías con ella… era maravillosa.
Pedro asintió. Para protegerse del dolor, había corrido el peligro de olvidarla.
—¿No es como la relación que tú tienes con tus hermanos?
—No, mis hermanos tienen diez años más que yo. No crecimos juntos, son los hijos del primer matrimonio de mi padre.
De repente, Pedro imaginó la historia, junto con el resentimiento de Martin y Francisco y sus celos de la hermana pequeña.
—Sus vidas han sido más duras que la mía —siguió Paula—. Ellos crecieron con su madre… era una mujer muy amargada.
—Eso no es culpa tuya.
—No, claro, pero yo quiero que nos llevemos bien. Le prometí a mi padre que lo intentaría. ¿Qué te dijo Martin, por cierto?
—Le he dejado un recado en el contestador.
—No, esta noche no. Antes, cuando hablaste con él.
Pedro no quería disgustarla, pero tampoco quería mentir. Y debía ponerla en guardia contra Martin y Francisco.
—Me dijo que tenía muchísimo trabajo y que le sería imposible venir a buscarte antes del martes que viene.
—Ah.
Al ver su expresión, Pedro deseó otra vez pegar a Martin.
—Siempre están tan ocupados… —suspiró Paula—. Yo creo que se esconden detrás del trabajo. Creo que… tienen miedo de quererme.
—¿Qué tontería es ésa?
—No, es verdad. Además, diría que es la misma tontería que la tuya, Pedro.
Él se levantó, pasándose una mano por el cuello.
—Se está haciendo tarde. Es hora de que descanses un poco.
—Gallina —murmuró Paula.
—Buenas noches.
—Buenas noches, Pedro.
Él se quedó un momento, deseando darle un beso en la frente, pero se apartó a tiempo.
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