martes, 3 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 29

 


Paula estaba teniendo ese sueño otra vez. El bonito sueño en el que Pedro se inclinaba sobre ella, acariciando su cara. Esa vez la habitación estaba bañada en una suave luz. Intentó sonreír, intentó decirle lo maravilloso que era, pero no era capaz, no le salía la voz.


Y cada vez que respiraba era como si tuviera cristales en la garganta.


Por un momento, le pareció que un par de brazos fuertes la sujetaban y luego todo se volvió negro.


Pedro volvió a aparecer en sus sueños después, pero ella quería que se fuera. ¿Por qué no podía soñar lo que quería? ¿Por qué no podían flotar por el río o estar tumbados en un campo de margaritas con el cielo sobre sus cabezas, escuchando el canto de los pájaros?


Sí, seguía siendo tan sexy como siempre y olía mejor que ningún otro hombre, pero era muy pesado. No quería tomar esas pastillas. ¿Por qué insistía?


Ese sueño era el más irritante porque se veía tan débil como un gatito y no recordaba contra qué quería luchar.


Los sueños eran así.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 28

 


Pedro se despertó a las dos de la mañana al oír los aullidos de Molly.


—¡Por el amor de Dios! —exclamó, saltando de la cama para abrir la puerta—. Venga, pasa de una vez.


Pero Molly no intentó congraciarse con él dando saltos y lamiendo su mano como era su costumbre. Siguió ladrando y luego giró la cabeza en dirección a las cabañas.


En dirección a la cabaña de Paula.


Podían ser las dos de la mañana, pero Pedro no necesitaba otra señal. Salió al porche… pero se dio cuenta de que estaba completamente desnudo. Volvió a entrar para ponerse una camiseta y unos vaqueros y corrió detrás de Molly, asustado.


«Que no le haya pasado nada, que no le haya pasado nada», rezaba mientras corría detrás de la perra. Los pocos metros que lo separaban de la cabaña le parecieron kilómetros.


Pero la puerta estaba cerrada.


—¡Paula! —la llamó. Si no contestaba, tiraría la puerta abajo—. ¡Paula!


Sus gritos habrían despertado a un muerto. En el interior oyó un gemido y luego pasos… y la puerta se abrió. En cuanto la vio sintió una oleada de compasión y ternura. La pobre tenía un aspecto terrible.


—¿Qué pasa? —murmuró Paula, casi sin voz.


—Cariño, no estás bien —suspiró Pedro, tomándola del brazo para llevarla al sofá. Parecía tan pequeña, tan frágil… Y estaba ardiendo—. Prometo dejar que duermas en cuanto hayas contestado a un par de preguntas.


—Estoy en pijama. Debería ponerme el albornoz…


El pijama consistía en una camiseta con ovejitas saltarinas y un pantalón corto a juego.


Mono, cursi. Y, en otras circunstancias, sexy.


—Te tomaré el pelo sobre el pijama cuando te encuentres bien. Pero ahora dime dónde te duele.


—El pecho. Me cuesta trabajo respirar.


—¿Sufres de asma?


—No —murmuró ella, apoyando la cabeza en su hombro.


—Paula, quiero que abras la boca y saques la lengua.


Paula abrió un ojo y luego movió un dedo delante de su cara.


—Soy médico. Tienes que confiar en mí —sonrió Pedro. No podía creer que hiciera una broma cuando, evidentemente, se encontraba fatal.


Pero, al final, Paula hizo lo que le pedía. Y una rápida mirada a su garganta confirmó lo que ya había imaginado: tenía una seria infección de pecho y garganta.


Necesitaba antibióticos y mantenerse hidratada. Y dormir. Pedro la ayudó a meterse en la cama de nuevo.


—¿Cuándo comiste por última vez?


Paula no contestó porque se había quedado dormida de forma fulminante. Pero vio un bol de sopa sin tocar y sacó sus propias conclusiones.


—No te muevas —le dijo a Molly, que estaba tumbada en una alfombra al pie de la cama.


¿Una alfombra? Sacudiendo la cabeza, Pedro volvió a su casa para tomar un frasco de antibióticos de su maletín. Y la lamparita que había al lado de la cama.


Una vez de vuelta en la cabaña, la obligó a tomar dos pastillas y le puso un paño húmedo sobre la frente. Luego encendió la lamparita, apagó la bombilla del techo y se sentó para hacer vigilia.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 27

 

Durante los últimos tres días se había hecho una rutina. Despertaba temprano, tomaba una taza de café en el porche con Molly, luego hacía magdalenas o galletas y se iba a la tienda de Martin's Gully.


Conoció a Luciana el lunes, recuperada ya de su resfriado, y entendió por qué 
Pedro la tenía en tan gran estima. Lu Perkins era muy agradable y no tenía ni una mala palabra para nadie. Lu y, Bridget y Paula desayunaban juntas magdalenas y té.


Luego volvía a casa para lavar las bandejas del horno, limpiar la cabaña y leer el periódico. En cuanto algún pensamiento inquietante aparecía en su cabeza, lo apartaba de inmediato. Había decidido que la cuestión de qué iba a hacer con el resto de su vida podía esperar unos días más.


Durante el día era relativamente fácil no pensar en 
Pedro, pero por las noches… en cuanto caía la noche otra mujer parecía habitar su cuerpo. Una mujer inquieta, voluptuosa, que quería llamar a la puerta de Pedro Alfonso vestida de forma seductora, exigiendo que la dejara pasar. Ningún periódico, ningún proyecto de manualidades, ni las postales que tenía que escribir podían borrar esa imagen de su mente.


Cuando por fin se quedaba dormida, daba vueltas y vueltas en la cama hasta que los gemidos de protesta de Molly interrumpían su sueño. Y despertaba con imágenes eróticas grabadas en su mente.


Pronto, Molly decidió dormir en el suelo para poder pegar ojo. Y Paula la entendía. También ella dormiría en el suelo si eso sirviera de algo.


El sábado por la mañana despertó tosiendo y con un horrible dolor de cabeza. Pero no hizo caso y siguió con su rutina como si no pasara nada.


El domingo por la mañana tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarse. Abrió la puerta para que Molly saliera y volvió a meterse en la cama, tapándose con las mantas hasta la cabeza. Aquel día pensaba hibernar.




lunes, 2 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 26

 


Paula no volvió a ver a Pedro hasta el viernes. Habían pasado tres días enteros sin verse. Y no porque ella no lo hubiese intentado. Había mirado desde la ventana de su cabaña dos mil veces, mientras su imaginación creaba una serie de fantasías provocativas…


Tres días. Paula intentaba contener su impaciencia, diciéndose a sí misma que Pedro necesitaba tiempo.


Pero el viernes, cuando volvía de visitar a Camilo en Martin's Gully, lo vio dirigiéndose a su cabaña. En su cara había un gesto de total determinación. ¿Por fin se habría dado cuenta de que no tenía sentido escapar?, se preguntó.


Paula salió del coche con las piernas temblorosas.


Pero entonces vio que llevaba un cubo y una fregona en la mano. No iba a buscarla. Y no iba a su cabaña, sino a la siguiente. No tenía la menor intención de tomarla en sus brazos y besarla hasta que perdiera el sentido.


A unos diez metros el uno del otro, se miraron como dos adversarios en una vieja película del Oeste, cada uno esperando que el otro hiciera el primer movimiento.


—Hola, Pedro. ¿Quieres un café?


Él se tocó el ala del sombrero… y se alejó sin decir una palabra.


Paula tuvo que contener las lágrimas que amenazaban con asomar a sus ojos. En ese momento veía con toda claridad lo que se había negado a ver hasta aquel momento. Pedro tenía razón. Si no era capaz de entender que un beso no era más que un beso, ¿qué pasaría si se acostara con él? ¿Cómo podría marcharse después de las vacaciones si hubieran hecho el amor?


No podría. No estaba preparada. Y él lo sabía.


Pero, por muchas veces que se dijera eso a sí misma, por mucho que intentara convencerse de que hacer el amor con él sería un error, seguía imaginándolo de todas formas.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 25

 


—¿Por dónde, Molly?


Molly, con la lengua fuera, se colocó entre sus piernas cuando llegaron a un cruce de caminos, pero no le indicó por dónde deberían ir.


Paula apretó los labios. La semana anterior habían ido explorando río abajo. ¿Deberían explorar río arriba o cruzarlo para ver lo que había al otro lado?


—Hoy vamos río arriba. ¿Qué te parece, Molly?


La perra movió la cola, contenta. La verdad, le gustaban mucho esos paseos. Habían empezado como una forma de matar el tiempo, pero los beneficios del ejercicio empezaban a notarse. Como había estado prácticamente encerrada en casa durante los últimos meses, era un placer trabajar los músculos y respirar aire fresco. Seguiría paseando cuando volviera a casa, decidió.


Y compraría un perro.


Molly y ella estuvieron paseando diez minutos más y llegaron a una zona en la que el río se hacía más ancho y menos profundo, con las orillas rodeadas de enormes piedras que brillaban con todos los tonos del arco iris. Paula estaba encantada hasta que oyó un chapuzón cerca de ella.


Y, por el ruido, debía de ser un animal grande. ¿Habría jabalíes por allí?, se preguntó, asustada.


—Vamos, Molly, es hora de…


No terminó la frase porque la perra, ladrando, empezó a correr hacia la orilla. Paula corrió tras ella. ¿Qué diría Pedro si le pasaba algo a su perrita?


Pero no podía colarse entre las piedras como lo hacía Molly. Paula se subió a una de ellas dispuesta a mover los brazos y gritar como una posesa para ahuyentar a… lo que fuera.


—Hola, Paula.


—¡Pedro!


Debajo de ella, Pedro estaba nadando tranquilamente. Tenía el torso bronceado y a Paula empezó a palpitarle el corazón. En su mente había aparecido una erótica imagen de sí misma lamiendo las gotas de agua de sus hombros…


El agua era casi transparente, pero la parte inferior de su cuerpo estaba oculta por las sombras que creaban las piedras.


Afortunadamente.


Cuando no contestó, Pedro hizo pantalla con una mano para verla mejor.


—¿Qué pasa?


—Había oído un ruido…


—¿Y decidiste investigar?


—No me apetece encontrarme con un oso polar o un hipopótamo.


Pedro sonrió.


—Que yo sepa, a los osos polares y a los hipopótamos no les va muy bien en Australia.


—Ya sabes lo que quiero decir, un jabalí o algo parecido.


—Si algún día te encuentras con uno, lo mejor es que te subas a un árbol. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


—¿Cómo es que has venido a investigar?


—Molly salió corriendo y…


—Y decidiste que Molly necesitaba protección.


—¿Qué hay de malo en eso?


—Paula, eres un caso perdido —suspiró Pedro.


—Éste es un sitio precioso. Si no hubiera venido a investigar, no lo habría encontrado —murmuró ella, mirando alrededor. Sobre la hierba había un sombrero, una camisa, unos vaqueros… y unos calzoncillos—. ¿Está nadando desnudo, señor Alfonso?


—Desde luego que sí, señorita Chaves.


Paula tragó saliva.


—Yo nunca me he bañado desnuda.



—¿Quieres probar? —sonrió Pedro.


Debería hacer eso más a menudo. Sonreír. Suavizaba las líneas de su rostro y lo hacía parecer un hombre al que ella podría…


¡Tonterías!


—No, gracias. Aunque esto puede convertirse en un deporte del que me haga espectadora.


Oh, sí. Eso tenía potencial. Y Pedro Alfonso tenía unos bíceps que podían enviar el pulso de una chica por las nubes.


—Si no dejas de mirarme así, voy a tirarte al agua.


Por un momento, Paula sintió la tentación de seguir mirando para ver lo que pasaba.


Otro pensamiento loco. Si la tiraba al agua con él…


—Perdona.


—Bueno, voy a salir. ¿Te importaría darte la vuelta?


—¿Por qué, te da vergüenza?


—No —contestó él—. Pensé que a ti te daría vergüenza.


Pedro empezó a salir del agua y, lanzando un grito, Paula se dio la vuelta, con el corazón acelerado. Podía imaginarlo aunque no lo viera. Vívidamente. Y se obligó a sí misma a dar un par de pasos adelante, lejos de la tentación. Si fuera la clase de mujer que tenía aventuras…


¿Por qué no? ¿Por qué no podía serlo? Estaba de vacaciones, ¿no? Quería cambiar de vida, ¿no? A lo mejor eso significaba hacer cosas que no había hecho antes.


Y si eso significaba ver a Pedro desnudo…


Sin pensarlo dos veces se volvió y… oh, calzoncillos azul marino mojados y pegados a…


Paula no podía apartar la mirada de la evidencia de su deseo.


—¿Qué haces? —exclamó Pedro.


Por el momento, intentar que el corazón no se le saliera del pecho. Era un hombre tan atractivo, tan masculino… y la deseaba. Era evidente. Eso le dio ánimos para enfrentarse a su mirada.


—He cambiado de opinión.


—¿Sobre qué?


—Sobre verte desnudo.


—¿Qué?


—Me encantaría nadar desnuda.


Pedro la señaló con el dedo.


—No des un paso más.


Pero Paula dio un paso adelante y se acercó tanto que podía ver el pulso latiendo en su cuello.


—No sabes lo que estás haciendo.


—Sé perfectamente lo que estoy haciendo —murmuró ella, poniendo una mano sobre su corazón. Su piel era fresca y firme, tan masculina que se puso a temblar.


—Piensa, Paula, piensa. Tú no eres de las que tienen aventuras de verano. Para ti sería imposible que no significara algo. He conocido a otras mujeres como tú. Tú me ahogarías, yo tendría que buscar espacio, discutiríamos, tú te pondrías a llorar… todo sería demasiado complicado.


—¿Por qué?


—Tú has dicho que no podrías vivir aquí y yo no puedo vivir en otro sitio.


¿No podía o no quería? Paula lo dejó pasar.


—Demasiado complicado —repitió Pedro.


Pero ella se fijó en cómo apretaba los labios, en cómo brillaban sus ojos de deseo.


—Al contrario, es muy sencillo —murmuró, poniendo la mano de Pedro entre sus pechos para que pudiese sentir los latidos de su corazón—. Yo quiero tocarte y quiero que me toques a mí. ¿Dónde está la complicación?


Apenas había terminado la frase cuando, soltando una maldición, Pedro la tomó entre sus brazos y buscó su boca. Su urgencia, la dureza de su erección contra su estómago encendieron un deseo en ella que no sabía que existiera. Un deseo que la llevaba como la corriente del río, como el viento que movía las copas de los árboles. Se sentía salvaje, libre… deseada.


—¡No!


Él dio un paso atrás. A través de la niebla del deseo, Paula pudo ver el tormento en sus ojos.


—Esto no puede pasar.


—¿No te gusto? —murmuró Paula.


—No te hagas la ingenua —contestó él—. No puedes ser tan ciega, tienes que saber el efecto que ejerces en un hombre.


El efecto que…


¿Ella? Paula tuvo que sonreír. Pero Pedro dio otro paso atrás, como si supiera lo que estaba pensando. Luego se inclinó para tomar los vaqueros y se los puso a toda velocidad.


—Bonito trasero.


Él se puso la camisa, fulminándola con la mirada.


—Y los hombros también son bonitos.


Murmurando algo así como «esta mujer está loca», Pedro tomó su sombrero y se alejó sin decir una palabra más. Paula lo observó hasta que desapareció entre los árboles y luego se dejó caer de rodillas sobre la hierba, hundiendo la cara en el pelo de Molly.


—Le gusto —susurró. No podía evitar sentirse emocionada.


Pedro Alfonso la deseaba. Sólo necesitaba algún tiempo para hacerse a la idea.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 24

 


Debería haber puesto alguna excusa, pensó Pedro con enfado.


Paula llevaba unos pantalones cortos de color blanco y un top verde sin mangas… y estaba más apetitosa que una tarta de chocolate. Pero tenía la impresión de que cuanto menos tiempo pasara en su compañía, mejor. Porque ella lo hacía desear cosas que se había obligado a sí mismo a olvidar.


Pero viendo esos ojos llenos de esperanza no pudo echarla. Se lo había prometido.


—¿Por qué no nos sentamos aquí, en el porche?


—Muy bien —sonrió Paula, sentándose y cruzando las piernas.


Demonios. No podía medir más de un metro sesenta, pero tenía unas piernas interminables. Pedro se volvió para mirar la cocina y frunció el ceño. No quería oír nada más sobre la falta de «ambiente hogareño». Eso le había dolido.


—Sonríe —le ordenó Paula cuando salió con el tablero de ajedrez.


Él hizo lo que pudo por sonreír. El día anterior le había parecido muy fácil hacerlo, pero no era un hábito que pensara cultivar. Las mujeres como Paula deberían protegerse de hombres como él.


Lección de ajedrez. Tenía que concentrarse en la lección de ajedrez.


—¿Sabes algo del juego?


—Sé cómo se mueven las piezas.


Cuarenta minutos después, Pedro llegó a la conclusión de que Paula Chaves no tenía ni idea. Parecía sentir aversión a comerle las piezas al contrario. O a dejarse comer las suyas. Él atacaba y ella se echaba hacia atrás, intentando encontrar la forma de salvar un simple peón. No entendía que sacrificando una pieza podía conseguir una jugada mejor. No era capaz de atacar.


Pero tenía un bonito cuerpo.


«No hagas eso. Piensa en la partida y nada más».


Debería estar pendiente de la lección y no fijarse en otras cosas. Por ejemplo, en lo bonitas que eran sus manos, en cómo se mordía los labios mientras intentaba descifrar las complejidades del juego. En cómo su piel había empezado a adquirir un tono dorado después de una semana bajo el sol.


La camiseta verde se ajustaba a una esbelta figura que él tenía que hacer un esfuerzo para no tocar. Incluso había colocado la silla de tal forma que no pudiera ver sus piernas. Pero sabía que estaban ahí. Y seguramente serían muy suaves. Se preguntó entonces si debería pedirle que, para la próxima lección, se pusiera un pantalón largo. Y una bolsa en la cabeza.


«Cálmate».


Estaba perdiendo la cabeza. El tiempo que pasaba en su compañía estaba empezando a convertir su cerebro en pulpa.


Pedro se movió en la silla, incómodo. Pero no sirvió de nada. Por mucha ropa que llevase no podría ocultar la gracia de sus movimientos. Incluso cuando cerraba los ojos, podía olerla.


Estaba muy callada, lo cual era una pena, porque la charla tonta siempre lo ponía de los nervios. Y si lo pusiera de los nervios, podría distraerlo de… otras cosas. Pero no, no tenía esa salida.


Con algo entre un suspiro y un gemido, Pedro movió el rey.


—Jaque mate.


Paula miró el tablero, perpleja.


—Puede que no sea muy buena en esto, pero creo que acabas de darme una paliza, ¿verdad?


—Sí.


—Se me da fatal.


—Sí.


—Pero aprenderé… con la práctica.


Maldición.


Ella señaló el tablero.


—¿Quieres que te ayude a guardarlo?


—No.


—Bueno, pues gracias por la lección —Paula se levantó y, diciéndole adiós con la mano, bajó los escalones del porche.


Y si Pedro no supiera que era imposible, diría que se sentía más picado que aliviado al verla marchar. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla.


Tomando el tablero de ajedrez, entró en la casa con los hombros tan tiesos como una de las piezas de madera.






domingo, 1 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 23

 


Paula intentó contener los locos latidos de su corazón mientras levantaba la mano para llamar a la puerta de Pedro.


—Hola —dijo, intentando sonreír. Pero descubrió que sus labios se habían vuelto de goma, como sus piernas.


—Hola.


No tenía el ceño fruncido, ni siquiera ese gesto sombrío al que casi había empezado a acostumbrarse.


—¿Va todo bien? —preguntó él.


—Sí, claro.


Se le había olvidado y Paula quería ponerse a gritar de frustración. Ella deseando que llegase aquel día y a Pedro se le había olvidado.


—Es lunes.


—¿Y qué?


—Dijiste que me enseñarías a jugar al ajedrez.


Pedro arrugó el ceño y Paula dio un paso atrás.


—¡No hagas eso!


—¿Que no haga qué?


—Convertirte en el señor Hyde. Sé que no eres mi niñera ni mi amigo, pero al menos podríamos ser amables el uno con el otro y disfrutar de una partida de ajedrez, ¿no?


—Sí, bueno…


—Ayer lo pasamos bien.


Pedro levantó las cejas. Ojalá mostrase un poco más de entusiasmo, pensó ella.


—¿No has traído tarta de chocolate?


—Pues no. ¿No comiste suficiente ayer?


—No —sonrió Pedro. Y Paula se encontró respirando un poco mejor.


—El lunes que viene —le prometió.