lunes, 2 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 24

 


Debería haber puesto alguna excusa, pensó Pedro con enfado.


Paula llevaba unos pantalones cortos de color blanco y un top verde sin mangas… y estaba más apetitosa que una tarta de chocolate. Pero tenía la impresión de que cuanto menos tiempo pasara en su compañía, mejor. Porque ella lo hacía desear cosas que se había obligado a sí mismo a olvidar.


Pero viendo esos ojos llenos de esperanza no pudo echarla. Se lo había prometido.


—¿Por qué no nos sentamos aquí, en el porche?


—Muy bien —sonrió Paula, sentándose y cruzando las piernas.


Demonios. No podía medir más de un metro sesenta, pero tenía unas piernas interminables. Pedro se volvió para mirar la cocina y frunció el ceño. No quería oír nada más sobre la falta de «ambiente hogareño». Eso le había dolido.


—Sonríe —le ordenó Paula cuando salió con el tablero de ajedrez.


Él hizo lo que pudo por sonreír. El día anterior le había parecido muy fácil hacerlo, pero no era un hábito que pensara cultivar. Las mujeres como Paula deberían protegerse de hombres como él.


Lección de ajedrez. Tenía que concentrarse en la lección de ajedrez.


—¿Sabes algo del juego?


—Sé cómo se mueven las piezas.


Cuarenta minutos después, Pedro llegó a la conclusión de que Paula Chaves no tenía ni idea. Parecía sentir aversión a comerle las piezas al contrario. O a dejarse comer las suyas. Él atacaba y ella se echaba hacia atrás, intentando encontrar la forma de salvar un simple peón. No entendía que sacrificando una pieza podía conseguir una jugada mejor. No era capaz de atacar.


Pero tenía un bonito cuerpo.


«No hagas eso. Piensa en la partida y nada más».


Debería estar pendiente de la lección y no fijarse en otras cosas. Por ejemplo, en lo bonitas que eran sus manos, en cómo se mordía los labios mientras intentaba descifrar las complejidades del juego. En cómo su piel había empezado a adquirir un tono dorado después de una semana bajo el sol.


La camiseta verde se ajustaba a una esbelta figura que él tenía que hacer un esfuerzo para no tocar. Incluso había colocado la silla de tal forma que no pudiera ver sus piernas. Pero sabía que estaban ahí. Y seguramente serían muy suaves. Se preguntó entonces si debería pedirle que, para la próxima lección, se pusiera un pantalón largo. Y una bolsa en la cabeza.


«Cálmate».


Estaba perdiendo la cabeza. El tiempo que pasaba en su compañía estaba empezando a convertir su cerebro en pulpa.


Pedro se movió en la silla, incómodo. Pero no sirvió de nada. Por mucha ropa que llevase no podría ocultar la gracia de sus movimientos. Incluso cuando cerraba los ojos, podía olerla.


Estaba muy callada, lo cual era una pena, porque la charla tonta siempre lo ponía de los nervios. Y si lo pusiera de los nervios, podría distraerlo de… otras cosas. Pero no, no tenía esa salida.


Con algo entre un suspiro y un gemido, Pedro movió el rey.


—Jaque mate.


Paula miró el tablero, perpleja.


—Puede que no sea muy buena en esto, pero creo que acabas de darme una paliza, ¿verdad?


—Sí.


—Se me da fatal.


—Sí.


—Pero aprenderé… con la práctica.


Maldición.


Ella señaló el tablero.


—¿Quieres que te ayude a guardarlo?


—No.


—Bueno, pues gracias por la lección —Paula se levantó y, diciéndole adiós con la mano, bajó los escalones del porche.


Y si Pedro no supiera que era imposible, diría que se sentía más picado que aliviado al verla marchar. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla.


Tomando el tablero de ajedrez, entró en la casa con los hombros tan tiesos como una de las piezas de madera.






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