Paula habría querido salir corriendo al ver su cara de ogro. Pero entonces recordó que el único sitio al que podía ir era a su cabaña. Su aburrida y triste cabaña. De modo que entró tras él.
Pero arrugó la nariz mientras miraba alrededor. Desde luego, era la casa de un hombre soltero; ni una nota de color, ningún objeto de decoración, prácticamente ningún confort. Una mujer no soportaría aquello.
Pero tenía la impresión de que a Pedro Alfonso le importaría un bledo lo que dijera una mujer sobre la decoración.
Una mesa grande de madera dominaba la cocina. Eso era lo único que había visto el día anterior, cuando entró para llamar por teléfono. Se preguntó entonces si habría un comedor, pero luego pensó que no. No había sitio suficiente.
Parecía una antigua cabaña de mineros. La siguiente habitación sería un cuarto de estar, luego habría un dormitorio y un cuarto de baño. Y nada más.
Pero ella no quería que le enseñase el dormitorio. No podía imaginar a Pedro Alfonso borrando esa expresión antipática de su cara para besar a una mujer y mucho menos para…
«¿Estás segura?», le preguntó una vocecita interior.
Decidida a no seguir pensando en eso, se dio la vuelta… y se encontró con la espalda de Pedro, y con el trasero de Pedro, mientras sacaba dos tazas del armario.
Pero ella no quería admirar su trasero. De hecho, seguramente no sería buena idea admirar el trasero de ningún hombre hasta que decidiera qué iba a hacer durante el resto de su vida.
¿El resto de su vida? ¿Qué iba a hacer durante los próximos diez minutos?
¡Agggg! Paula miró alrededor buscando una distracción y vio un tablero de ajedrez. Un precioso tablero de ajedrez hecho a mano.
—¡Pero bueno…!
—¿Qué? —preguntó Pedro, mirando alrededor como esperando ver un lagarto o una araña.
—¿Tú has hecho eso?
—Sí.
—Es precioso —Paula intentaba conciliar al creador de aquella obra de arte con el hombre que tenía delante—. Es la cosa más bonita que he visto nunca.
—Entonces tienes que salir más.
Cada una de las piezas estaba tallada en forma de árbol. La habilidad y la artesanía del trabajo eran increíbles. Los reyes estaban hechos de roble, las reinas de madera de sauce y los caballos de álamo. Y ella pensando en hacer alguna manualidad…
Paula tomó un peón, una banksia en miniatura, maravillándose de la atención por el detalle. Hasta podía ver las flores cilíndricas en las delicadas ramas. ¿Cómo había podido hacer eso?
—¿Juegas al ajedrez?
Ella dio un paso atrás, sorprendida por su proximidad.
—Pues… no —Paula dejó la pieza en el tablero—. Mi padre estaba enseñándome a jugar antes de ponerse enfermo.
El resto de Pedro Alfonso podía parecer duro como una piedra, pero sus ojos podían pasar de una tormenta de invierno a una brisa primaveral. Y el corazón de Paula empezó a palpitar como loco.
—Siento lo de tu padre, Paula.
—Gracias.
La había llamado Paula.
—Siento que no tuviera tiempo de enseñarte a jugar al ajedrez.
—Yo también.
—Yo te enseñaré, si quieres.
Paula se preguntó si parecería tan sorprendida por la oferta como él. Pero no tenía intención de ponérselo fácil.
—¡Me encantaría!
Pedro dio un paso atrás. Y, en un pestañeo, sus ojos volvieron a ser los del hombre duro como una piedra.
—¿Cuándo? ¿Ahora mismo? —sonrió ella, esperanzada.
—No, el lunes por la tarde. A esta misma hora.
Aquel día era martes. Faltaba una semana entera para el lunes. Lo había hecho a propósito para fastidiarla, estaba segura. Pero se obligó a sí misma a sonreír porque no quería que se retractase.
—Estupendo.
Se preguntaba si podría convencerlo para que le diera clases dos tardes a la semana. Pero, al ver su expresión, decidió dejar la pregunta para otro momento.
—¿Por qué no tomamos el té en el porche?
—Muy bien.
Paula cortó la tarta mientras él servía el té. Pedro no intentó entablar conversación y, curiosamente, no le importó. Lo observaba, en cambio, mientras devoraba su trozo de tarta con un apetito que despertó algo en su interior.
Algo cálido.
Pero tuvo que apartar la mirada cuando empezó a chuparse los dedos. Unos dedos largos, muy masculinos.
Paula carraspeó.
—¿Creciste por aquí?
—No.
Pedro se echó hacia atrás en la silla, con expresión sombría. Paula se sintió decepcionada. No quería contarle nada de su vida, pero al menos sabía que su fortaleza no se debía al paisaje de Eagle's Reach. De modo que aún había esperanza para ella.
—Puedo hacer una tarta mucho mejor en casa. Aquí sólo tenía la mezcla…
—Está muy buena.
Sus maneras estaban mejorando, pero esa expresión desconfiada no desaparecía de sus ojos. ¿Por qué desconfiaba de ella? Eso la hacía sentirse mal y no sabía qué decir.
—Es una pena que no tuviese guindas para ponerlas encima. Pero luego he pensado que a ti no te gustarían las guindas. La tarta de chocolate a lo mejor, pero las guindas…
Pedro la miró. Y entonces, de repente, echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Una carcajada que lo cambió por completo y dejó a Paula sin aliento.
Una cosa quedó totalmente clara entonces: podía imaginar a Pedro Alfonso besando a una mujer. Lo veía prácticamente en tecnicolor.
Pero que lo viera no significaba que quisiera experimentarlo.
No, no.