jueves, 29 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 11

 

Pedro se frotaba las manos mientras esperaba que se calentase el agua para el té. Con las tareas hechas, podía sentarse en el sofá y disfrutar del atardecer, su momento favorito del día.


No tenía muchas cabezas de ganado, pero entre eso y las cabañas se mantenía ocupado todo el día.


Pero por las noches…


Las noches eran un asco.


Entonces sonó un golpecito en la puerta. ¿Paula?


Tenía que ser ella. ¿Quién si no? Nadie pasaba por allí, que era lo que le gustaba. Él no era un hombre sociable y esperaba haberlo dejado claro aquella mañana.


A lo mejor había ido a decirle que se iba. Y le daba igual. No le importaba lo más mínimo.


—¿Pedro? —oyó su voz en el porche.


Mascullando una palabrota, Pedro fue a abrir la puerta. Pero se quedó helado al verla con una tarta de chocolate en las manos y un brillo de esperanza en los ojos.


Maldición.


—Hola —sonrió Paula.


Él gruñó como respuesta. Parecía recién duchada y su pelo mojado brillaba con la última luz del atardecer. Y le pareció ver más tonos de castaño de los que era posible en un ser humano. Había de todo, desde el color miel hasta el castaño rojizo.


Olía a fruta. Pero no a manzana sino a algo más exótico. Algo como piña o… ¿pepino? Olía a una noche de verano en la playa.


No recordaba la última vez que él había estado en la playa. O cuándo había querido ir a la playa. Y tampoco recordaba la última vez que había comido una tarta de chocolate.


—Esto es para ti.


Pedro no tuvo más remedio que aceptar el plato.


—¿Por qué? —preguntó. No confiaba en lo que sentía cuando la miraba y tampoco confiaba en ella.


—Pues…


—¿Quieres volver a usar el teléfono?


Típicamente femenino. No podía vivir sin…


—No, es para darte las gracias por la botella de vino.


Sabía que iba a acabar lamentando haberle dado esa botella, pensó Pedro, observándola. Tenía la barbilla puntiaguda como un duendecillo. Le habría gustado alargar la mano y tocarla…


¡Pero no pensaba hacerlo! De modo que le devolvió la tarta.


—No la quiero.


Ella dio un paso atrás y luego, curiosamente, soltó una risita.


—Ésa es una respuesta equivocada. Se supone que debes dar las gracias.


Pedro se sintió avergonzado. Había un mundo de diferencia entre ser insociable y ser grosero.


—Sí, tienes razón. Lo siento —se disculpó—. Y llámame Pedro—dijo luego, sabiendo que también iba a lamentar la siguiente frase—. Acabo de hacer té. ¿Quieres?


Los puntitos dorados de los ojos de Paula Chaves se iluminaron.


—Sí, por favor.




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