lunes, 19 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 26

 


Hacía años que nadie lo llamaba por su primer nombre, desde que decidiera que lo llamaran Pedro. Le sostuvo la mirada un segundo y volvió a besarla, con tanto ardor esta vez que Paula se quedó sin aire en los pulmones, pero lo besó con idéntico entusiasmo.


Pedro le acarició los costados y los muslos, por dentro y por fuera.


En su ir y venir, rozó con los nudillos el triángulo de rizos alojado entre sus piernas y empezó a explorarlo. La acarició, incitándola, y un gemido brotó de sus labios cuando notó que ya estaba mojada.


Paula se retorció debajo de él, mientras éste hundía dos dedos en la húmeda cavidad. Jadeaba y le costaba respirar más cada vez, mientras él exploraba en busca del diminuto botón de placer oculto entre sus pliegues íntimos.


Entonces presionó y Paula explotó. Experimentó un orgasmo avasallador que la inundó de calor.


Se encontró con la sonrisa satisfecha de Pedro, cuando abrió los ojos. Se ruborizó bajo el intenso escrutinio de él, avergonzada de pronto por la manera en que había reaccionado a sus caricias.


—Estás preciosa cuando te sonrojas —le dijo él, besándola en la comisura de los labios.


No le dio oportunidad de responder sin embargo, sino que empezó a acariciarla de nuevo con manos hábiles sin dejar un solo milímetro de piel insatisfecho.


La punta de su erección presionó ligeramente en la entrada vaginal, y Paula abrió las piernas, invitándolo a entrar. Él entró poco a poco, llenándola con su miembro duro y cálido. Cuanto más profundizaba, más potente era la reacción de ella. El deleite que vibraba en ella la hizo olvidar cualquier sensación dolorosa.


Pero cuando Pedro se hundió en una potente embestida, lo que hasta el momento había sido una soportable incomodidad se convirtió en una afilada punzada de dolor que la obligó a gritar entrecortadamente.


Pedro se retiró de inmediato, el ceño fruncido y los ojos entornados.


—Paula —dijo, con respiración entrecortada, totalmente inmóvil—. ¿Eres virgen?



EN SU CAMA: CAPÍTULO 25

 


La habitación estaba casi a oscuras, iluminada tan sólo por los rayos de la luna, que se colaban a través de las cortinas diáfanas de las ventanas francesas. Le costó un poco acostumbrarse a la falta de luz, pero cuando Pedro la depositó sobre el colchón y se apartó un poco para desabrocharse la chaqueta, decidió que no importaba. Podía verle lo bastante bien y en pocos minutos estaría acariciándolo por todas partes, sintiéndolo en todas partes.


Pedro se quitó la chaqueta y los zapatos, y empezó a desabrocharse los primeros botones de la camisa, sin dejar de mirarla ni un solo momento.


Paula, que no quería ser un mero espectador, se puso de rodillas y empezó a quitarse las sandalias de tiras, que tiró fuera de la cama. Entonces alargó las manos hacia atrás con la intención de bajarse la cremallera.


—No.


El tono de voz bajo e imperativo la detuvo. Pedro avanzó hasta el borde de la cama y le acarició los brazos desnudos seductoramente.


—Déjame a mí.


Paula notó el manojo de nervios que se le formó en el estómago, cuando Pedro le pasó los dedos por el abdomen y los costados, en dirección a la parte baja de la espalda. Lentamente, deslizó las palmas hacia arriba a lo largo de toda la espina dorsal.


El contacto de sus manos le abrasaba la espalda, a medida que ascendían por el terciopelo del vestido, y entonces le bajó la cremallera. El sonido áspero de los dientes de metal separándose, se parecía a su dificultosa respiración.


Pedro la ayudó a salir del vestido con sus grandes manos y lo dejó caer sin contemplaciones a sus pies.


Paula se arrodilló en el borde del enorme colchón de dos metros cubierta sólo con un conjunto de lencería de color rojo cereza y un par finas medias que le llegaban hasta el muslo. El corazón le latía desbocado y temblaba de nervios como si tuviera un enjambre rabioso en el estómago. Se humedeció los labios resecos y permaneció totalmente quieta, observando a Pedro y esperando.


Él también se había quedado inmóvil, los ojos azules clavados en su rostro. Entonces terminó de desabrocharse los botones y se sacó los faldones de la camisa de los pantalones.


Se movía sin prisa, pero sin pausa. No tardó en quitársela y entonces hizo lo mismo con los pantalones. Como no había cinturón que aflojar, le bastó con un giro de la muñeca para soltar el botón y la cremallera.


Medio desnudo ya era bastante impresionante, pero desnudo por completo, era el objeto de las fantasías de cualquier mujer. Sus brazos y torso estaban bellamente esculpidos. El vientre totalmente liso descendía hasta unas estrechas caderas y unas piernas largas y musculosas.


Paula notó que se le aceleraba el pulso y se le secaba la boca, cuando centró la mirada en la zona que quedaba entre sus muslos. También era impresionante en ese sentido.


Como no sabía qué decir o hacer decidió quedarse donde estaba y esperar a que Pedro diera el primer paso.


No tuvo que esperar mucho. De una sola zancada se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos mientras la comía a besos.


Sus labios se amoldaban a la perfección, sus lenguas se entrelazaron y allí donde Paula notaba que su piel entraba en contacto con la de él, sentía como si la quemaran.


Paula le clavó los dedos en los hombros, arañándoselos ligeramente. Notó cómo Pedro manipulaba el broche del sujetador hasta que lo soltó. Tuvo que separarse de él, pero sólo lo justo para permitir que se lo quitara.


En vez de estrecharla nuevamente entre sus brazos, Pedro tomó sendos pechos en las palmas de las manos y jugueteó un poco con los pezones duros. Pero sin romper el beso en ningún momento.


Ella gimió en su boca y se pegó más a él, acariciando cada centímetro de carne dura y caliente a su alcance: los brazos, la espalda, los pectorales y los sensibles costados.


Entonces fue él quien dejó escapar un entrecortado gemido de deseo, cuando Paula le pasó las yemas de los dedos por el fibroso trasero y después continuó ascendiendo por la base de la espina dorsal con la punta de las uñas.


Paula casi sonrió. Percibía la desesperación que iba creciendo dentro de él, por la forma en que le apretó más los pechos y profundizó el beso, al tiempo que se pegaba más a ella, totalmente excitado.


Sin previo aviso, desenroscó las piernas de Paula de debajo de ella y la tumbó de espaldas sobre la cama. Acto seguido se puso encima, cubriéndola por completo con su cuerpo, mientras perfilaba con los labios el contorno de las mejillas, los párpados, la mandíbula y detrás de las orejas.


Al mismo tiempo, le fue quitando las medias, deslizándolas lentamente por los muslos y las pantorrillas hasta llegar a los pies. A continuación procedió a hacer lo mismo con las braguitas, y Paula levantó un poco las caderas para que le fuera más fácil, hasta que por fin quedó totalmente desnuda, y pudo sentir el cuerpo de Pedro en los lugares más oportunos.


Pedro posó la boca en la garganta de Paula y empezó a lamerla y a chuparla y a gemir, provocándole escalofríos de placer que la sacudieron hasta lo más profundo de su ser, al tiempo que la atraía hacia él sujetándola por las nalgas, haciendo que Paula se encendiera al sentir su erección y todo su cuerpo se derritiera de deseo.


—Eres tan hermosa —murmuró él, besándola por todas partes—. Más de lo que imaginaba. Y mucho más de lo que hubiera podido fantasear en las últimas semanas.


Ella sonrió y le acarició el pelo mientras disfrutaba con la ronca declaración, aunque se lo hubiera dicho a un millón de mujeres antes que a ella. Aquello no se trataba de compromiso o sinceridad. Se trataba sólo de lujuria, deseo e indecible placer, por fugaz que fuera.


—Tú tampoco estás mal —respondió ella, recordando la multitud de sueños eróticos que había tenido con él desde que llegara al palacio.


Sonriendo ampliamente, Pedro levantó la cabeza y la miró. Se inclinó y la besó apasionadamente y entonces se apartó y la miró con expresión seria.


—Dime que me deseas —exigió.


Ella lo contempló un momento, sin apartar los ojos de los suyos. Era más guapo de lo que un hombre merecía ser, y cuando la hacía objeto de todas sus atenciones, la hacía sentir como si fuera la única mujer en el mundo. Al menos la única que le interesaba.


Y en ese momento, eso era lo único que importaba.


—Te deseo —susurró, abrazándolo con brazos y piernas para que no pudiera separarse de ella—. Hazme el amor, príncipe Nicolás Pedro Alfonso.





EN SU CAMA: CAPÍTULO 24

 


Recorrieron el camino hasta su habitación en silencio, y le sorprendió notar que era un silencio cómodo. Tal vez se debiera a que había sido un día muy largo y ajetreado, y estaba demasiado cansada para pensar en algo que decir o hacer. Y tampoco parecía preocuparle lo que Pedro pudiera hacer o decir.


Cuando llegaron, Pedro abrió la puerta y se hizo a un lado para que entrara ella primero. Paula atravesó el salón a oscuras y se acercó a encender la lámpara que había en una mesita, derramando su luz dorada por el espacio circundante.


Se irguió entonces y al girarse estuvo a punto de chocar con Pedro, que se le había acercado por detrás en silencio y en esos momentos se encontraba a escasos centímetros de ella. Por un momento, se quedó sin saber qué hacer o decir. Contuvo la respiración y notó que el corazón empezaba a latirle como si fuera un tambor.


Tragó el nudo provocado por los nervios y abrió la boca para hablar, aunque no tenía ni idea de qué quería decir.


Aunque tampoco tenía mucha importancia, porque antes de que pudiera emitir sonido alguno o lograra que su cerebro diera las órdenes necesarias. Pedro ahuecó la palma de la mano contra su nuca y hundió los dedos entre sus cabellos. Tiró suavemente de ella y Paula accedió de buen grado, como una marioneta dirigida por hilos.


Sus miradas se encontraron, y en el breve segundo que transcurrió, Paula vio pasión, fuego y deseo en los ojos de él, sentimientos que hicieron que el corazón le diera un vuelco y se sintiera ligeramente mareada.


A continuación Pedro se inclinó y la besó.


En el momento que sus labios entraron en contacto, fue como si la tierra se pusiera a girar enloquecidamente sobre su eje. Paula jamás había sentido un calor y una electricidad semejantes, jamás había experimentado un anhelo tan increíble y abrumador.


Pedro le presionó la nuca con más fuerza. Ella lo sujetaba por los hombros, clavándole los dedos. No le parecía que lo tuviera lo bastante cerca.


Su aroma penetró a través de las aletas de la nariz, especiado y masculino, mientras su lengua exploraba cada rincón de su boca. Sabía igual que olía.


Ella le devolvió el beso con idéntico fervor, deleitándose en la manera en que el contacto con él le invadía los sentidos.


Justo cuando ya creía que iba a morirse de placer, Pedro se separó.


—Dime que no —le susurró con voz estrangulada muy cerca de sus labios—. Dime que me vaya. Dime que no deseas que ocurra esto.


Entonces la besó de nuevo, un beso rápido, aunque no por eso menos apasionado.


—Vamos, Paula —la incitó él con suavidad—. Dímelo.


Paula sabía lo que pretendía Pedro. La estaba desafiando a mantenerse fiel a sus principios: no acostarse con él mientras estuviera de visita en Glendovia, no dejarse seducir.


Pero que Dios la ayudara, no podía. Deseaba a Pedro demasiado para seguir negándoselo. Para seguir rechazándolo.


Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó. Al instante, se vio envuelta en la misma ola de fuego abrasador, y, con un suspiro, susurró: —No te detengas. No te vayas. Deseo esto tanto como tú.


Esperaba que Pedro sonriera, su modo de decirle de forma engreída y jactanciosa que había sabido que ganaría a su particular juego del ratón y el gato desde el principio.


Pero no sonrió. En su lugar, sus ojos brillaron enardecidos y al momento los entornó peligrosamente.


Se inclinó levemente sobre ella y la tomó en sus brazos, vestido de fiesta, tacones y todo, y se dirigió con paso resuelto al dormitorio, cerró la puerta con el pie y se acercó hasta la amplia cama con dosel



domingo, 18 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 23

 


La velada terminó tarde, pero Paula acompañó a todos los invitados a la salida, feliz al comprobar que la mayoría se marchaba con una gran sonrisa en los labios. Y mejor aún, la señora Vincenza le había informado con gran alborozo que había recibido varias contribuciones muy generosas a lo largo de la noche y la promesa de que aún llegaría alguna otra.


Ver cómo Santa Claus repartía regalos entre los niños había tenido en los corazones de los presentes el efecto que Paula esperaba. Se había fijado en que a más de uno se le habían llenado los ojos de lágrimas durante el reparto de regalos, y en que varios habían acompañado a los niños a sus habitaciones a la hora de irse a la cama.


Aunque no hubiera sido su principal objetivo, Paula esperaba que la fiesta terminara en forma de las adopciones, que hacían tanta falta como las aportaciones.


Ahogando un bostezo con su cartera de mano, observó cómo se cerraba la puerta detrás del último de los invitados momentos, antes de percibir la presencia de Pedro a su lado.


Aunque no le sorprendió haber percibido su presencia antes de verlo siquiera, sí le resultó preocupante. No quería percibirlo. No quería creer que hubieran llegado a estar tan unidos en tan poco tiempo, y menos aún cuando se había pasado las últimas tres semanas evitándolo.


Aunque tampoco podía decirse que hubiera tenido mucho éxito. Había comprendido que Pedro tenía la habilidad de estar presente allí donde ella iba, tanto si ésta quería como si no.


Con todo, tenía que admitir que había sido una baza importante para la fiesta. No sólo había conseguido que los presentes se relajaran hasta el punto de bailar al son de los villancicos, sino que había pasado toda la velada recorriendo el salón estrechando manos, besando mejillas y ensalzando la labor del orfanato al que tachaba de labor benéfica encomiable.


Y lo admiraba por ello. Por preocuparse por el hogar infantil y por hacer que la gala para recaudar fondos hubiera resultado un éxito.


Glendovia era su país, y la había contratado para trabajar para él. Pero parecía saber que se iba a tomar su trabajo organizando labores benéficas muy en serio. Parecía saberlo y, a su manera, parecía importarle.


Aquello la conmovió más que una docena de rosas, un centenar de copas de champán o mil cenas románticas.


Tal vez hubiera cometido un error en la manera de aproximarse a ella invitándola a su cama antes de conocerla, pero desde entonces había rectificado.


Cuando la tomó del codo, sintió el ya familiar hormigueo allí donde su piel entraba en contacto con los dedos de él.


—¿Nos vamos? —preguntó.


Ella asintió y dejó que Pedro le colocara el chal que llevaba sobre los hombros, antes de conducirla hasta la limusina que los esperaba fuera.


Pese a lo tarde que era, un montón de paparazzi aguardaba todavía para sacar las últimas fotos de la familia real a la salida de la gala. Los flashes la cegaban. Se alegró cuando la puerta del coche se cerró tras ella, bloqueando la presencia de los molestos fotógrafos.


Cuando llegaron al palacio, todos se dieron las buenas noches y se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Paula les deseó a todos las buenas noches y echó a andar hacia el ala en la que se encontraba su habitación.


—Te acompaño —dijo Pedro, alcanzándola y haciendo que enlazara el brazo con el suyo.


Paula comenzó a decir que no hacía falta que la acompañara, pero se lo pensó mejor al ver que los padres y los hermanos de Pedro no estaban tan lejos como para no oírla. De modo que inclinó la cabeza, aceptó el brazo y murmuró:—Gracias.





EN SU CAMA: CAPÍTULO 22

 


A su llegada, Paula y Pedro se encontraron con una multitud de fotógrafos, que se habían congregado a las puertas del orfanato. El interior del hogar había sido decorado con motivos navideños para la ocasión. Había un árbol en el vestíbulo de entrada, cubierto con adornos que los niños habían hecho personalmente. Los villancicos flotaban en el aire.


Paula se ocupó de unos detalles de última hora, pero enseguida empezó a mezclarse con los invitados que iban llegando.


La aparición del resto de la familia real causó gran revuelo. La gente empezó a susurrar, entonces volvieron la cabeza y se quedaron todos quietos al paso de los monarcas.


Paula dejó a Pedro con su familia y se dirigió al resto de las habitaciones, a comprobar que todo marchaba según lo planeado.


Parecía que todo iba como la seda. Suspiró y rezó porque no ocurriera ningún incidente que pudiera enturbiar la velada.


Al girarse para inspeccionar el salón principal, localizó de inmediato a Pedro que se acercaba a ella. Con su tremenda e imponente estatura, sobresalía entre la multitud.


Paula sintió como si se quedara sin aire. Le habría gustado poder echarle la culpa al ceñido vestido que llevaba, pero sabía que la culpa la tenía sólo él.


Pedro, que podía hacer que se le detuviera el corazón con sólo mirarla.


Pedro, que hacía que le sudaran las manos y sentir como si tuviera mariposas en el estómago.


Pedro, que quería que cambiara de opinión respecto a lo de no acercarse a él más de lo estrictamente necesario.


«Sé fuerte», se dijo, tragando con dificultad al tiempo que se esforzaba por juntar bien las piernas para que no le temblaran conforme se acercaba a ella.


Cuando por fin la alcanzó, le hizo una pequeña inclinación de cabeza y la tomó de la mano, sin dejar de mirarla a los ojos ni un solo momento.


—Baila conmigo —murmuró suavemente.


Fue más una orden que una petición, a juzgar por su tono de voz y sus modales principescos, pero ella intentó negarse.


—No creo que la música navideña sea la más indicada para bailar —dijo ella, mirando a su alrededor. Aunque había varias parejas bailando.


—Claro que sí.


Pedro ladeó un poco la cabeza, como si estuviera prestando atención a los lentos acordes de un villancico clásico. La sujetó con más fuerza y tiró de ella en dirección al centro de la pista de baile.


—Además, es mi obligación como príncipe dar ejemplo a los demás, y queremos que todos se lo pasen bien esta noche, ¿no? ¿No era eso lo que pretendías para que todos los invitados se mostraran más generosos a la hora de hacer sus aportaciones?


Paula estaba segura, a juzgar por la expresión que vio en su rostro, que disfrutaba mucho pinchándola. Pedro sonrió levemente y unas pequeñas arruguitas aparecieron a ambos lados de sus ojos en su intento por no parecer demasiado divertido.


Podría haber seguido quejándose, pero ya era demasiado tarde. Habían encontrado un espacio vacío en la pista, y Pedro le rodeaba ya la cintura y la estrechaba contra sí.


Extendió la palma en la parte inferior de la espalda de ella, sujetándola en su sitio mientras dirigía sus movimientos en pequeños círculos. Y tal como había previsto, los demás empezaron a bailar al ritmo de los villancicos que sonaban por todo el edificio.


Aquello no formaba parte de los planes de Paula, pero parecía que estaba teniendo un efecto positivo. Paula esperaba que Pedro no se diera cuenta, o tendría que tragarse su orgullo y decirle que tenía razón.


La canción terminó y dejaron de moverse, pero en vez de soltarla, Pedro la retuvo un rato más entre sus brazos, mirándola a los ojos hasta que Paula sintió la boca seca y toda una bandada de mariposas revoloteando en su estómago. El pecho le oprimía tanto que no podía tomar aire profundamente y la cabeza empezó a darle vueltas.


Por un momento, pensó que iba a besarla. Justo allí, en medio de aquel salón abarrotado.


Y le disgustó profundamente darse cuenta de que ella lo esperaba con la boca entreabierta, expectante. Deseosa, incluso.


Sin apartar los ojos de los de ella, se inclinó levemente hasta que ésta pudo sentir el cálido aliento haciéndole cosquillas en el rostro.


—No puedo besarte aquí y ahora como me gustaría, pero te prometo que lo arreglaré antes de que acabe la noche —dijo, inundándola con su voz susurrante y cautivadora.


Le soltó entonces la cintura y sonrió, hizo otra pequeña inclinación y, girándose sobre sus talones, se apartó de ella, como si no acabara de ponerle todos los nervios de punta con sus palabras.


Lo siguió con la mirada mientras trataba de recuperar el control de sus sentidos. Y de sus piernas, que parecían incapaces de moverse, por mucho que su cerebro les ordenara que lo hicieran.


No fue capaz de hacerlo hasta que notó que la gente empezaba a mirarla y, finalmente, rompió el hechizo que Pedro parecía haberle lanzado.


Se dirigió con paso mesurado a la mesa de refrescos. Se sirvió una copa de ponche y bebió lentamente.


Aquello pintaba muy, pero que muy mal. La estaba desgastando poco a poco, minando una a una sus defensas.


Y se temía que no iba a ser capaz de seguir evitándolo mucho más tiempo.



EN SU CAMA: CAPÍTULO 21

 


A lo largo de las siguientes dos semanas, Paula trató de evitarlo todo lo posible, y lo trataba con seriedad profesional cuando no podía.


Pedro, por su parte, hacía todo lo posible por quedarse a solas con ella siempre que tenía ocasión, por tocarle la mano, el brazo o la mejilla y persuadirla para que bajara la guardia y lo invitara a su habitación y a su cama.


Pero hasta el momento, se había mantenido firme en su determinación y no se había dejado seducir. Aunque tenía que admitir, por lo menos para sí, que no le estaba resultando fácil.


Pedro era casi irresistible. Era atractivo y encantador, y si no le hubiera pedido que se acostara con él de aquella manera tan fría cuando se conocieron en Texas, algo que seguía pareciéndole de lo más arrogante, probablemente ya se hubiera dejado seducir a esas alturas.


Triste, pero cierto, por no decir irónico. Si se hubiera molestado en cortejarla desde el principio, habría conseguido lo que se proponía.


Muchos hombres la consideraban hermosa, algo que a veces era una verdadera maldición para ella, pero desde luego no era dócil.


Y además estaba la sensación de culpa permanente y la humillación provocada por el escándalo que había estallado en torno a ella en Texas.


Había llamado a su casa varias veces desde su llegada a Glendovia y todos y cada uno de ellos le había preguntado a su hermana cómo iban las cosas. Elena había admitido que la gente seguía hablando, pero que los periodistas habían dejado de montar guardia en la puerta de su casa.


Sin embargo y pese a que la atención se hubiera disipado un poco, Paula sabía que había hecho bien en alejarse de la ciudad. Y estaba más decidida que nunca a no volver a ser la comidilla del barrio.


Se lo iba recordando con firmeza una vez más, mientras bajaba al vestíbulo.


En el tiempo que llevaba como invitada de la familia real, la decoración del palacio había pasado de prolijamente opulenta a sencillamente desbordante, conforme se acercaban las fiestas de Navidad.


Habían adornado la escalinata con guirnaldas de acebo y hiedra que se enroscaban a todo lo largo del pasamanos. Coronas inmensas colgaban a ambos lados de cada una de las puertas de entrada. Y en el centro del vestíbulo se erguía un gigantesco pino, cubierto con adornos de oro y presidido por un angelito, también dorado, en lo más alto.


Los adornos navideños hacían que se sintiera más como en casa. Echaba mucho de menos a su familia, y le entristecía pensar que iba a pasar las Navidades lejos de ellos, pero la reconfortaba verse rodeada por el bullicio.


Llegó sonriendo a la puerta principal donde Pedro la esperaba. Esa noche se celebraba la fiesta de Santa Claus en el hogar infantil, y había insistido en acompañarla, pese a que ella tenía que estar allí antes. El resto de la familia real llegaría más tarde.


Incluso la reina Eleanor había terminado por reconocer, no sin reticencia, lo mucho que Paula se había esforzado con el proyecto de orfanato. No es que se hubiera acercado a ella a felicitarla ni tampoco había cambiado su actitud hacia ella, pero los pocos comentarios que había hecho sobre la gala habían sido fundamentalmente positivos.


Paula no dejó que se le subiera a la cabeza. Sabía que no le gustaba a la reina.


Tan pronto como llegó hasta él, un sonriente Pedro la tomó por el codo. Iba vestido con su traje de gala, incluida una banda de seda roja desde el hombro a la cadera y un buen número de medallas de aspecto importante cosidas a la solapa.


Paula llevaba un suntuoso vestido largo de terciopelo rojo sin mangas, que se ceñía a sus curvas a la perfección. Había optado por unos discretos diamantes como adorno en orejas y cuello.


—¿Nos vamos? —dijo Pedro, saliendo al fresco aire de la noche. Aún no había anochecido por completo, pero el sol ya se había ocultado y no faltaba mucho para que oscureciese.


La fiesta estaba pensada para hacer que los niños disfrutaran y los adultos tuvieran la oportunidad de conocerse, sobre todo porque había invitado a algunas de las personalidades más ricas e influyentes del país, de quienes esperaba generosas aportaciones.





sábado, 17 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 20

 


«Oh, Dios mío».


Pedro sabía a vino y a las fresas y la nata que habían comido con el postre, envuelto todo ello en el sabor del café que habían tomado después. Dulce, ácido y ahumado a la vez.


Era una mezcla embriagadora, pero nada en comparación con la sensación de tener su lengua dentro de la boca, saboreándola, acariciándola, reclamándola.


Tenía las manos apoyadas sobre los hombros y el comienzo del cuello de Paula, de forma que pudo tirar ligeramente de ella para hacer que se levantara. Paula no estaba muy segura de cómo había ocurrido todo, no recordaba haberse movido, pero de pronto se encontró en las rodillas de él, el pecho unido al torso de él, besándolo con el mismo fervor.


Mientras él le acariciaba la parte superior de los brazos, ella se aferraba a su camisa, sujetándose y tirando de él para pegarse más. Sus pechos estaban aplastados totalmente contra el torso de él, pero aun así pudo notar cómo se le erizaban los pezones. Se le formó una sensación de fuego en la parte inferior del vientre, y el corazón empezó a latirle con tanta fuerza que le atronaban los oídos.


Se había equivocado al tratar de mantener las distancias con él, y también al intentar convencerse de que aquel hombre no le interesaba. Aquel hombre estaba muy excitado, era fuerte y seguro de sí mismo, y despertaba en ella sentimientos que jamás había sentido antes, al menos en ese grado.


Sus dedos ascendieron hasta enredarse en las puntas de su sedoso cabello. Besándose, con los cuerpos pegados todo lo humanamente posible sin desprenderse de la ropa, pero así y todo ella tiró de la nuca de él para profundizar más aún en el beso.


Pedro dejó escapar un gemido al tiempo que deslizaba las manos sobre sus senos y ahuecaba las palmas contra ellos, valorando su plenitud y su peso antes de empezar a acariciarle los pezones con los pulgares.


Fue un leve roce, pero profundamente erótico, más aún porque fue como si le estuviera acariciando los pezones directamente por lo fino que era el tejido de su camisón y su bata, y un escalofrío le recorrió el cuerpo.


Al empezar a removerse entre sus manos, una de sus rodillas chocó contra la taza de café que Pedro había apartado del borde. El tintineo de la porcelana la sobresaltó, sacándola de la bruma de la pasión y la excitación.


Se apartó de él ligeramente, rompiendo así el beso, pese a que su cuerpo le gritaba que buscara aquellos labios de nuevo. Respiraba entrecortadamente, le temblaban los brazos y las piernas, débiles como nunca antes los había sentido.


Santo Dios, ¿qué había estado a punto de hacer? ¿Cómo podía haberse dejado llevar de esa forma sólo con un beso?


Pedro no apartó las manos de los pechos de ella, sus dedos seguían rozando los rígidos pezones. Sus ojos resplandecían como dos zafiros a la luz del fuego, rebosantes de una pasión no menos intensa que momentos antes.


¿Es que no se había dado cuenta de que se había apartado de él o estaba tan cegado por la pasión como ella hasta hacía unos segundos?


Fuera como fuese, tenía que detener aquello, tenía que dejarle claro que lo que acababa de ocurrir entre ellos era un error. Uno monumental que no podía, no debía, repetirse.


—Para —jadeó ella.


—¿Qué ocurre? —preguntó él con voz igualmente entrecortada. Aunque dejó caer los brazos a lo largo de los costados, tuvo que apretar los puños, traicionando así la tensión que palpitaba en su interior.


—Esto no va a ocurrir —dijo ella, aunque con un tono mucho menos firme de lo que le habría gustado. Todavía en las rodillas de Pedro, se separó un poco más, temerosa de que la abrazara nuevamente porque no estaba tan segura de que pudiera resistirse mucho más.


Pedro arqueó una ceja.


—Pues a mí me ha parecido que íbamos por muy buen camino —respondió él.


Sin mirarlo, se levantó.


—Ya te he dicho que no había venido a Glendovia a convertirme en tu última conquista. Estoy aquí por motivos estrictamente laborales. Este beso ha sido un error. Jamás debería haber ocurrido, y no volverá a ocurrir. Las cosas se han descontrolado un poco sólo porque estoy cansada y había bajado la guardia.


Pero Pedro no estaba dispuesto a irse todavía.


Se puso en pie también y entonces le tocó el codo, acariciándolo por encima del tejido de satén de la manga.


—Podría quedarme —susurró seductoramente—, y asegurarme de que descanses y disfrutes. Que disfrutes mucho.


El brillo que Pedro captó en los ojos de Paula, le dijo que se había extralimitado. Paula se zafó de él y se escabulló a abrir la puerta, esperando, rígida y con cara de pocos amigos, a que Pedro saliera.


—Buenas noches, alteza —dijo con un tono un tanto desprovisto de respeto.


Si no fuera un hombre paciente, decidido a salirse con la suya, tal vez se hubiera ofendido. Pero era un hombre paciente, y sabía que presionándola no sacaría nada de ella. Sería mejor tomarse las cosas con calma, cortejarla y seducirla debidamente.


—Hasta mañana entonces —dijo él con cortesía, colocándose frente a ella sin dar señales de sentirse molesto por su actitud.


Aunque permanecía rígida, Pedro le tomó la mano y le dio un tierno beso en el dorso.


—Gracias por haber sido la compañera perfecta durante la cena, y por todo el trabajo que estás haciendo para el hogar infantil. Sabía que traerte sería un acierto.


Entonces salió de la habitación con una enorme sonrisa y se alejó caminando despreocupadamente pasillo abajo. Segundos después, oyó el golpe de la puerta al cerrarse y su sonrisa se ensanchó aún más.


Paula Chaves era una mujer ardiente y apasionada con un fuerte temperamento. Tal vez pensara que se lo había quitado de encima, que podría mantenerlo a raya, pero su reticencia no había hecho más que intrigarlo todavía más.