La habitación estaba casi a oscuras, iluminada tan sólo por los rayos de la luna, que se colaban a través de las cortinas diáfanas de las ventanas francesas. Le costó un poco acostumbrarse a la falta de luz, pero cuando Pedro la depositó sobre el colchón y se apartó un poco para desabrocharse la chaqueta, decidió que no importaba. Podía verle lo bastante bien y en pocos minutos estaría acariciándolo por todas partes, sintiéndolo en todas partes.
Pedro se quitó la chaqueta y los zapatos, y empezó a desabrocharse los primeros botones de la camisa, sin dejar de mirarla ni un solo momento.
Paula, que no quería ser un mero espectador, se puso de rodillas y empezó a quitarse las sandalias de tiras, que tiró fuera de la cama. Entonces alargó las manos hacia atrás con la intención de bajarse la cremallera.
—No.
El tono de voz bajo e imperativo la detuvo. Pedro avanzó hasta el borde de la cama y le acarició los brazos desnudos seductoramente.
—Déjame a mí.
Paula notó el manojo de nervios que se le formó en el estómago, cuando Pedro le pasó los dedos por el abdomen y los costados, en dirección a la parte baja de la espalda. Lentamente, deslizó las palmas hacia arriba a lo largo de toda la espina dorsal.
El contacto de sus manos le abrasaba la espalda, a medida que ascendían por el terciopelo del vestido, y entonces le bajó la cremallera. El sonido áspero de los dientes de metal separándose, se parecía a su dificultosa respiración.
Pedro la ayudó a salir del vestido con sus grandes manos y lo dejó caer sin contemplaciones a sus pies.
Paula se arrodilló en el borde del enorme colchón de dos metros cubierta sólo con un conjunto de lencería de color rojo cereza y un par finas medias que le llegaban hasta el muslo. El corazón le latía desbocado y temblaba de nervios como si tuviera un enjambre rabioso en el estómago. Se humedeció los labios resecos y permaneció totalmente quieta, observando a Pedro y esperando.
Él también se había quedado inmóvil, los ojos azules clavados en su rostro. Entonces terminó de desabrocharse los botones y se sacó los faldones de la camisa de los pantalones.
Se movía sin prisa, pero sin pausa. No tardó en quitársela y entonces hizo lo mismo con los pantalones. Como no había cinturón que aflojar, le bastó con un giro de la muñeca para soltar el botón y la cremallera.
Medio desnudo ya era bastante impresionante, pero desnudo por completo, era el objeto de las fantasías de cualquier mujer. Sus brazos y torso estaban bellamente esculpidos. El vientre totalmente liso descendía hasta unas estrechas caderas y unas piernas largas y musculosas.
Paula notó que se le aceleraba el pulso y se le secaba la boca, cuando centró la mirada en la zona que quedaba entre sus muslos. También era impresionante en ese sentido.
Como no sabía qué decir o hacer decidió quedarse donde estaba y esperar a que Pedro diera el primer paso.
No tuvo que esperar mucho. De una sola zancada se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos mientras la comía a besos.
Sus labios se amoldaban a la perfección, sus lenguas se entrelazaron y allí donde Paula notaba que su piel entraba en contacto con la de él, sentía como si la quemaran.
Paula le clavó los dedos en los hombros, arañándoselos ligeramente. Notó cómo Pedro manipulaba el broche del sujetador hasta que lo soltó. Tuvo que separarse de él, pero sólo lo justo para permitir que se lo quitara.
En vez de estrecharla nuevamente entre sus brazos, Pedro tomó sendos pechos en las palmas de las manos y jugueteó un poco con los pezones duros. Pero sin romper el beso en ningún momento.
Ella gimió en su boca y se pegó más a él, acariciando cada centímetro de carne dura y caliente a su alcance: los brazos, la espalda, los pectorales y los sensibles costados.
Entonces fue él quien dejó escapar un entrecortado gemido de deseo, cuando Paula le pasó las yemas de los dedos por el fibroso trasero y después continuó ascendiendo por la base de la espina dorsal con la punta de las uñas.
Paula casi sonrió. Percibía la desesperación que iba creciendo dentro de él, por la forma en que le apretó más los pechos y profundizó el beso, al tiempo que se pegaba más a ella, totalmente excitado.
Sin previo aviso, desenroscó las piernas de Paula de debajo de ella y la tumbó de espaldas sobre la cama. Acto seguido se puso encima, cubriéndola por completo con su cuerpo, mientras perfilaba con los labios el contorno de las mejillas, los párpados, la mandíbula y detrás de las orejas.
Al mismo tiempo, le fue quitando las medias, deslizándolas lentamente por los muslos y las pantorrillas hasta llegar a los pies. A continuación procedió a hacer lo mismo con las braguitas, y Paula levantó un poco las caderas para que le fuera más fácil, hasta que por fin quedó totalmente desnuda, y pudo sentir el cuerpo de Pedro en los lugares más oportunos.
Pedro posó la boca en la garganta de Paula y empezó a lamerla y a chuparla y a gemir, provocándole escalofríos de placer que la sacudieron hasta lo más profundo de su ser, al tiempo que la atraía hacia él sujetándola por las nalgas, haciendo que Paula se encendiera al sentir su erección y todo su cuerpo se derritiera de deseo.
—Eres tan hermosa —murmuró él, besándola por todas partes—. Más de lo que imaginaba. Y mucho más de lo que hubiera podido fantasear en las últimas semanas.
Ella sonrió y le acarició el pelo mientras disfrutaba con la ronca declaración, aunque se lo hubiera dicho a un millón de mujeres antes que a ella. Aquello no se trataba de compromiso o sinceridad. Se trataba sólo de lujuria, deseo e indecible placer, por fugaz que fuera.
—Tú tampoco estás mal —respondió ella, recordando la multitud de sueños eróticos que había tenido con él desde que llegara al palacio.
Sonriendo ampliamente, Pedro levantó la cabeza y la miró. Se inclinó y la besó apasionadamente y entonces se apartó y la miró con expresión seria.
—Dime que me deseas —exigió.
Ella lo contempló un momento, sin apartar los ojos de los suyos. Era más guapo de lo que un hombre merecía ser, y cuando la hacía objeto de todas sus atenciones, la hacía sentir como si fuera la única mujer en el mundo. Al menos la única que le interesaba.
Y en ese momento, eso era lo único que importaba.
—Te deseo —susurró, abrazándolo con brazos y piernas para que no pudiera separarse de ella—. Hazme el amor, príncipe Nicolás Pedro Alfonso.
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