Recorrieron el camino hasta su habitación en silencio, y le sorprendió notar que era un silencio cómodo. Tal vez se debiera a que había sido un día muy largo y ajetreado, y estaba demasiado cansada para pensar en algo que decir o hacer. Y tampoco parecía preocuparle lo que Pedro pudiera hacer o decir.
Cuando llegaron, Pedro abrió la puerta y se hizo a un lado para que entrara ella primero. Paula atravesó el salón a oscuras y se acercó a encender la lámpara que había en una mesita, derramando su luz dorada por el espacio circundante.
Se irguió entonces y al girarse estuvo a punto de chocar con Pedro, que se le había acercado por detrás en silencio y en esos momentos se encontraba a escasos centímetros de ella. Por un momento, se quedó sin saber qué hacer o decir. Contuvo la respiración y notó que el corazón empezaba a latirle como si fuera un tambor.
Tragó el nudo provocado por los nervios y abrió la boca para hablar, aunque no tenía ni idea de qué quería decir.
Aunque tampoco tenía mucha importancia, porque antes de que pudiera emitir sonido alguno o lograra que su cerebro diera las órdenes necesarias. Pedro ahuecó la palma de la mano contra su nuca y hundió los dedos entre sus cabellos. Tiró suavemente de ella y Paula accedió de buen grado, como una marioneta dirigida por hilos.
Sus miradas se encontraron, y en el breve segundo que transcurrió, Paula vio pasión, fuego y deseo en los ojos de él, sentimientos que hicieron que el corazón le diera un vuelco y se sintiera ligeramente mareada.
A continuación Pedro se inclinó y la besó.
En el momento que sus labios entraron en contacto, fue como si la tierra se pusiera a girar enloquecidamente sobre su eje. Paula jamás había sentido un calor y una electricidad semejantes, jamás había experimentado un anhelo tan increíble y abrumador.
Pedro le presionó la nuca con más fuerza. Ella lo sujetaba por los hombros, clavándole los dedos. No le parecía que lo tuviera lo bastante cerca.
Su aroma penetró a través de las aletas de la nariz, especiado y masculino, mientras su lengua exploraba cada rincón de su boca. Sabía igual que olía.
Ella le devolvió el beso con idéntico fervor, deleitándose en la manera en que el contacto con él le invadía los sentidos.
Justo cuando ya creía que iba a morirse de placer, Pedro se separó.
—Dime que no —le susurró con voz estrangulada muy cerca de sus labios—. Dime que me vaya. Dime que no deseas que ocurra esto.
Entonces la besó de nuevo, un beso rápido, aunque no por eso menos apasionado.
—Vamos, Paula —la incitó él con suavidad—. Dímelo.
Paula sabía lo que pretendía Pedro. La estaba desafiando a mantenerse fiel a sus principios: no acostarse con él mientras estuviera de visita en Glendovia, no dejarse seducir.
Pero que Dios la ayudara, no podía. Deseaba a Pedro demasiado para seguir negándoselo. Para seguir rechazándolo.
Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó. Al instante, se vio envuelta en la misma ola de fuego abrasador, y, con un suspiro, susurró: —No te detengas. No te vayas. Deseo esto tanto como tú.
Esperaba que Pedro sonriera, su modo de decirle de forma engreída y jactanciosa que había sabido que ganaría a su particular juego del ratón y el gato desde el principio.
Pero no sonrió. En su lugar, sus ojos brillaron enardecidos y al momento los entornó peligrosamente.
Se inclinó levemente sobre ella y la tomó en sus brazos, vestido de fiesta, tacones y todo, y se dirigió con paso resuelto al dormitorio, cerró la puerta con el pie y se acercó hasta la amplia cama con dosel
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