Paula estaba frente a él vestida con el vestido de punto más ceñido que había visto en su vida. El vestido era azul, de mangas largas y escote bajo, y tan corto que no estaba seguro de dónde acababa. Ignorando su expresión, Paula entró en la casa proporcionándole una buena vista de su escote trasero que exhibía la mayor parte de su espalda.
—¿Se quedaron sin tela? —preguntó él.
Paula se observó, los ojos muy abiertos, el puro reflejo de la inocencia.
—¿No te gusta?
—Me encanta.
—Tu vino —dijo ella, dándole la botella.
Pedro estaba perplejo. Intentó disimularlo estudiando la etiqueta, cara y francesa, en lo que era un inútil acto de autopreservación. No podía evitar que sus ojos mirarán a la mujer que tenía junto a él. Paula le devolvió la mirada con aire desafiante, retándole a que encontrara algún defecto en ella. No pudo, era perfecta. El pelo castaño llamaba a sus dedos para que lo acariciaran. El maquillaje era una obra de arte que resaltaba unos labios de rosa, y el vestido… estaba tan cercano a lo indecente que su libido hervía a fuego lento.
Pedro hizo un esfuerzo por apartar su atención de los pechos y fijarla en la etiqueta de la botella.
—Es una buena cosecha.
—¿Te sorprende?
—La verdad es que no. Tu familia siempre se ha rodeado de todo lo mejor. Con el tiempo, yo también me he aficionado.
Pedro hizo un gesto que abarcaba la sala donde se encontraban pero sus ojos no se apartaron de ella.
Paula resistió la tentación de cruzar los brazos sobre el pecho. Él la miraba y eso era buena señal. A juzgar por su reacción, el vestido había merecido la semana de sueldo que había invertido en él.
Con un aire lo más despreocupado posible, contempló el antiguo salón de estar de su familia. Era evidente que Pedro había contratado a alguien para adecentar la casa, todo estaba ordenado, limpio y brillante. Había cambiado la disposición de los muebles, pero todavía conservaban ese ambiente que ella adoraba. Una punzada de nostalgia le atravesó el corazón. Respiró profundamente para apartarla de sus pensamientos. No había tiempo para la nostalgia, tenía un trabajo que hacer.
—Tiene un aspecto maravilloso. Me alegro de ver que hay gente viviendo aquí otra vez.
Pedro la invitó a sentarse y le sirvió una copa de borgoña.
—Se puede vivir, pero todavía necesita mucho trabajo. Tengo algunas ideas sobre la renovación. Cuando las dibuje, me gustaría que les echaras un vistazo —dijo mientras intentaba inútilmente mirarla a los ojos—. Si te apetece, claro.
—¿De verdad piensas quedarte? —preguntó ella, cruzándose de piernas.
Que la falda era demasiado corta, no podía negarse. Pedro sentía que tenía la cabeza en un planeta y el cuerpo en otro. No podía evitar que sus ojos fueran de un punto estratégico de Paula al siguiente. Se aclaró la garganta.
—Creí que lo había dejado claro. Me gustaría devolverle su belleza original. Tú eres la persona más indicada para aconsejarme en ese tema, ¿no crees?
—Supongo que sí.
Paula se dio cuenta de que tenía los ojos fijos en el punto donde sus piernas se cruzaban. Tuvo que hacer un esfuerzo para no tirar del borde de la falda.
—A no ser que se te haga difícil. Ya sabes, tenerme a mí viviendo en la antigua casa de tu familia y todo eso.
—Pedro, lo único que se me hace difícil es creerte.
Se sentó junto a ella. No tenía más remedio. Paula podía sentir el calor que irradiaba de su cuerpo, su olor limpio y masculino. Paula miró al azul cristal de aquellos ojos y estuvo a punto de olvidar todas las preguntas.
—¿Qué puedo decir para demostrarte que soy sincero?
—La verdad, Pedro —contestó ella, bajando la mirada—. La verdad.
Pedro le alzó la barbilla. Cediendo al impulso, enredó los dedos entre su pelo. Aquellos ojos luminosos le miraron y sintió un hueco en el estómago. Deseaba besarla. No, no besarla tan sólo. Quería devorarla.
—¿La verdad? La verdad es que quiero…
La alarma del horno avisó. El asado estaba listo. Pedro dejó caer las manos.
—La cena —dijo en tono de disculpa levantándose.
Paula le sonrió cordialmente mientras él iba a la cocina. Cuando salió de la habitación, se apresuró a beberse de un trago la copa de vino. Se levantó para alisarse el vestido. Estaba muy nerviosa. Sabía que estaba sudando, pero tenía las manos heladas. Se las llevó a las mejillas para refrescarlas.
Jugar a seductora era un trabajo arduo y no estaba muy segura de servir para el papel. Ella era la aficionada, mientras que él lucía los galones de la experiencia. Sin embargo, creía estar triunfando. Pedro no había podido quitarle los ojos de encima. Confiaba en que, antes de que la noche acabara, habría conseguido su propósito. Se dirigió a la cocina, pero se quedó en la puerta, apoyando una cadera contra la pared.