Paula lo miró. Sus ojos estaban despejados, descansados, tan abiertos que sintió que podía haberse caído en ellos.
—¿Qué haces?
—Coloco unas estanterías.
—Ya lo veo. Pero, ¿por qué aquí?
—He alquilado la oficina. Necesitaba una sede en la ciudad.
—¿Y has tenido que elegir mi edificio, precisamente?
—No sabía que la dueña eras tú.
—Yo no…
—Entonces, ¿qué te ocurre? Necesitaba una oficina y ésta estaba disponible. ¿Qué problema tienes?
Pedro instaló otra estantería. Paula empezó a impacientarse.
—No tengo ningún problema con esto.
—Pues dime cuál es el problema.
—Tú.
Pedro la miró por encima del hombro y le obsequió con su media sonrisa.
—¿De modo que ya hemos llegado a eso?
—¿A qué?
Pedro bajó de la escalera y anduvo hacia ella.
—A tu problema, que soy yo. Que es el que esté aquí, el que haya vuelto a la ciudad, ¿correcto?
—Correcto.
—¿De qué se trata, Paula?
—Lo sabes perfectamente.
—No, dímelo tú.
—No confío en ti, Pedro. Tampoco te creo cuando dices que has venido a instalarte. Me da igual qué estés haciendo, no quiero que lo hagas aquí. Algo te propones, me da en la nariz.
—¿Donde pongo el teléfono?
Los dos se volvieron al empleado de la compañía telefónica que estaba en la puerta. Pedro señaló al mostrador metálico.
—Ahí estará bien.
Los dos mantuvieron un duelo de miradas mientras el empleado hacía su trabajo. Pedro fue él primero en desviarla. Con la mano en la cadera, dejo escapar un resoplido de enfado y fingió mirar el ajetreo de la calle a través de la ventana.
Contó hasta diez. Su maldita actitud autocrática le enfurecía. Siempre había tenido una lengua afilada, pero lo que quedaba bien en una novia resultaba una verdadera patada en el trasero en un adversario. Y eso era en lo que ella se había convertido.
Se había dado cuenta cuando cruzaba la bahía al regreso de su granja. Todos sus planes habían resultado según lo previsto. Había creído que podía manipularla del mismo modo en que había manipulado a Pablo y a toda la ciudad. Él manipularía y todos responderían como marionetas entre sus manos. Había parecido simple hasta dos noches antes.
Entonces había tenido que besarla.
Aquel había sido su primer error. Había olvidado cómo reaccionaba ante ella, cómo sus ojos de avellana se nublaban cuando él se acercaba. Había olvidado que aquella mirada incitante convertía su gelidez pétrea en vapor siseante e hirviente. Quince años eran demasiado tiempo, había olvidado demasiadas cosas.
Su suavidad, cómo era tenerla entre los brazos, cómo se acoplaban sus cuerpos, cómo sabían sus labios. Se le hizo la boca agua, cambió el peso de pierna para disimular la tensión que crecía bajo sus pantalones ajustados.
Tenía que dejarlo, detenerlo. No era lo que quería y mucho menos lo que necesitaba. Ella era muy peligrosa, y eso sólo hacía que la sangre le hirviera en las venas. Tenía que hacerse con el control de la situación y rápidamente. Sólo había una manera de enfrentarse a un adversario, atacando.
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