Cuando volvió a mirarla, tenía los ojos entrecerrados, su mirada era intensa.
—¿Nunca te has parado a pensar que lo que sientes no tiene nada que ver conmigo, sino contigo misma?
—No seas ridículo.
—Piénsalo, Paula. Eres la única persona de toda la ciudad que se opone a mi proyecto, que se enfrenta conmigo. ¿Y por qué?
Paula apretó los dientes.
—No lo sé, Pedro. ¿Por qué no me lo dices tú que pareces saberlo todo?
—¿Una o dos líneas? —preguntó el empleado de la telefónica.
—Dos —contestó Pedro.
Tomó a Paula del brazo y la condujo a la puerta.
—No creo que sea momento de discutirlo. ¿Por qué no vienes a mi casa esta noche? Te debo una cena. Podemos hablar. Contestaré a las preguntas que quieras hacerme, te lo prometo.
—No quiero cenar contigo.
—¿De qué tienes miedo?
—No cambies de tema, el miedo no tiene nada que ver. Estamos hablando de confianza —replicó ella.
—¡Ah, sí! Confianza. Continúas utilizando esa palabra. Resulta interesante saliendo de tus labios.
—Y cuéntame, ¿qué demonios significa eso?
—Ven esta noche y averígualo.
—No quiero…
—¿Desea otra toma al otro lado? —preguntó el técnico.
—Un momento, por favor. Me portaré bien contigo. Esta noche a las siete. ¡Ah! No se te olvide traer el vino.
Pedro cerró la puerta. Paula se quedó paralizada, mirándolo embobada. Lo había vuelto a hacer, le había ganado la partida. No, ella le había permitido que lo volviera a hacer. Era culpa suya. Su primer error había sido invitarle a pasar cuando había aparecido en su puerta. Tenía que haberle preguntado qué quería sin permitirle cruzar el umbral y después haberle deseado que pasara una buena noche. Pero no, la buena de Paula tenía que invitarle a pasar, pedirle que cenara con ella y que se tomara un brandy. Incluso había encendido la chimenea.
Todo había sido como una invitación abierta para él. La mera idea de que pensara que ella lo deseaba hacía que su estómago diera saltos. Apenas hubo entrado en su oficina, cuando el martilleo volvió a empezar. La imagen de sus músculos abultados con el ejercicio se coló en su imaginación. Gruñó. No podía quedarse allí ni un segundo más. Recogió su bolso y salió derecha al Chaves Central Bank.
Saludó al guardia de seguridad al acercarse a la oficina de su hermano. Sus zapatos taconeaban sobre el suelo de mármol reforzando su decisión de actuar antes que reaccionar. Si quería recuperar su vida normal, tenía que hacer algo con Pedro Alfonso.
Tenía que librarse de él.
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