lunes, 31 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 25

 


Pedro admiró su asado y roció la carne con la salsa del fondo de la bandeja. El aroma hizo que su estómago protestara de hambre. Comprobó el termostato y pinchó con un tenedor las patatas. Todo iba bien.

Se sirvió una copa de borgoña. Había aprendido a cocinar viviendo solo, primero por necesidad, luego porque le divertía. No era un gourmet, pero sabía manejarse en la cocina.

Se había convertido en una cuestión de orgullo para él. Siempre que conocía a una chica nueva le invitaba a cocinar para ella. Le divertía cambiar los papeles. Tenía mucho que ver con su propia naturaleza, nunca hacer lo que la gente esperaba de él, siempre mantenerla sobre ascuas.

Había funcionado antes y continuaba funcionando. Paula estaba totalmente confusa, que era como él deseaba que se sintiera. No confiaba en él, pero deseaba creerlo, y esa situación le bastaba para conseguir sus fines.

Había habido un tiempo en que le habría molestado hacerle a Paula una jugarreta como aquella, pero ella había sido una buena profesora. Le había enseñado que hablar era gratis, las acciones eran harina de otro costal.

Sin embargo, Pedro no podía sino ser sincero consigo mismo. Su mayor problema con Paula era él. Todavía se sentía muy atraído hacia ella, su cuerpo había vuelto a la vida al besarla y se habían despertado viejos y poderosos sentimientos. Su sentido común le decía que no era razonable estar con ella a solas. Después de aquel beso, se había sermoneado sin piedad por haber cometido una estupidez tan grande. Y claro, había terminado invitándola a cenar para llevarse la contraria a sí mismo.

La idea de que Paula fuera una invitada en la casa de su infancia era demasiado tentadora como para dejarla pasar. Quería verla en aquellas habitaciones, acariciando los muebles, recordando. Al principio, después de marcharse había soñado en una noche como esa muy a menudo, fantaseado con los comentarios de su madre. Se había visto a sí mismo sentado frente a la chimenea en zapatillas, los pies descansando sobre una antigua otomana, una copa de brandy en la mano y Paula con el uniforme blanco y negro de sirvienta atendiéndole.

Sabía que eran fantasías de adolescente pero, aun así, tenía que reconocer que las encontraba muy atractivas. Aunque ya no quería que le sirviera, todavía abrigaba el deseo de entretenerla en lo que ahora era su casa. Se preguntó si iba a hacerla sufrir y decidió que no lo sabía. Paula y el resto de su parentela siempre le habían parecido insensibles a una emoción tan vulgar como el sufrimiento. Parecían pasar por la vida en un suspiro, incapaces de cualquier emoción profunda, salvo el odio.

Sí, sabían perfectamente cómo odiar.

Cualquiera podía pensar que resultaba muy extraño su deseo de vivir en la casa del viejo enemigo, pero Pedro siempre había sentido una fascinación por aquel lugar, incluso desde muy pequeño. Recordaba la primera vez que había ido en la camioneta de su padre cuando tenía siete años. En aquella época, Mauricio y Claudio todavía hacían negocios juntos. Su padre había tenido que ir un domingo por la mañana a dejar unos documentos.

Le dijo a Pedro que le esperara en la camioneta y, a pesar de todo, le obedeció. Se entretuvo mirando las torretas pintadas de rosa y gris e imaginándose a sí mismo escalando la fachada hasta el balcón superior. Más que nada, deseó ver los cuartos del piso de arriba y qué vista tenía la bahía desde allí.

Ahora lo sabía. Había elegido el dormitorio principal desde el que se dominaba todo el paisaje marítimo. Había sido el de Claudio, y cuando descansaba en la cama doselada experimentaba una sensación de estar en casa como nunca había conocido en su vida. Estaba estableciendo un vínculo con la vieja casona, aunque tampoco figuraba en su agenda… como liarse con Paula.

La invitación a cenar tenía un doble propósito. Primero, naturalmente, tranquilizarla a propósito del proyecto. El segundo era tan importante para él como el anterior. Sentía un enorme deseo hacia ella que el tiempo no había logrado mitigar. Años atrás, había sido tan mortífero para él como un diabético que añorara los bombones. Ya no. No se trataba de amor. Nada de lo que ella pudiera decir reavivaría aquel fuego. Era lo único de lo que estaba absolutamente seguro.

Su corazón estaba a salvo.

Cuando sonó el timbre sintió que una oleada de puro placer le corría por las venas. Sonriendo, tomó un último sorbo de vino. La imagen de Paula esperando a que le permitiera entrar en su antigua casa merecía ser paladeada.

Alzó los ojos al techo mientras se levantaba.

«¿Estás mirando, Claudio?»

Pero lo que Pedro vio disipó al instante todos sus deseos de venganza.

—Hola, Pedro.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario