Paula llegó a su despacho temprano para adelantar el trabajo que había descuidado. Con su secretaria Jhoana enferma, sabía que iba a estar muy atareada. Se sirvió un café en un tazón que rezaba «Yo soy la jefa» y se puso manos a la obra. Revisó rápidamente el correo y los mensajes del contestador.
Todo parecía tan normal como de costumbre. Hacía un día soleado y demasiado cálido para la estación. Sin embargo, a Paula nada le parecía igual desde que Pedro había reaparecido en su vida. La misma atmósfera de la ciudad se había cargado, realimentándose con nuevas energías.
Por mucho que luchara contra él, el pasado seguía atormentándola. La inesperada visita de Pedro hacía un par de noches, había abierto el dique a una marea de recuerdos que, por mucho que lo intentara, no podía dejar a un lado.
Paula jugueteó con los documento y los bolígrafos de su mesa, llevándolos de un lado a otro, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Sabía que tenía que revisar las cuotas del plan de reparación de carreteras, pero no podía centrar la vista en las letras de la carta que tenía delante.
Estaba inquieta, nerviosa. También estaba enfadada consigo misma por haber reaccionado ante Pedro, por haberle permitido llevarle la mano, por haberle permitido acercarse, por haberle dejado besarla.
«¡Déjalo!».
Pero ése era el problema, que no podía dejarlo. No podía dejar de pensar en él. Se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Y el nerviosismo daba paso a un miedo creciente.
Hacía años, cuando la había abandonado, había fantaseado sobre cómo reaccionaría si volvían a encontrarse. Iba a mostrarse distante, fría, indiferente a su presencia excepto por una leve sonrisa con la que le daría a entender que no le importaba lo más mínimo. Bien, había madurado, y era lo bastante adulta como para darse cuenta de que tendría que hablar con él.
Hablar, comunicarse, no quería decir besarse.
Podía haberlo rechazado, haberle dicho no sin dejar lugar a dudas. No, había tenido que responderle, aceptarlo como si se hubiera estado muriendo de sed y él fuera un oasis. Los músculos del estómago se le tensaron al recordarlo. Aquel beso había sido algo más. Algo desesperado, sofocante como una noche de verano. Todas las emociones que creía enterradas habían salido a la superficie con la fuerza de una ola de marea.
Y todo con un simple beso.
Giró la silla y miró por su ventana situada en la segunda planta. La gente entraba y salía de los comercios. Oyó el martilleo abajo al mismo tiempo que se dio cuenta del pequeño camión todo terreno aparcado frente a su edificio.
—¿Qué demonios…?
Paula salió de su oficina y se dirigió a la recepción. El edificio no era demasiado grande. Ella compartía la segunda planta con la oficina de impuestos, pero la planta baja llevaba varios meses vacía. Bajó por la escalera de caracol siguiendo el sonido.
La puerta de la oficina se abrió al apoyar la mano descubriendo una habitación grande, con un mostrador de metal por todo mobiliario. Pedro estaba subido a una escalera de mano al fondo de la oficina, de espaldas a ella. El ruido ahogó el sonido de la puerta al cerrarse.
Pedro estaba vestido con una camiseta y unos vaqueros, ambos un tanto ajustados. Su cuerpo reflejaba la solidez de sus músculos mientras martilleaba. Debía hacer gimnasia. Entonces se preguntó por qué, con todo lo que tenía que decirle, aquel había sido el primer pensamiento en ocurrírsele. En ese momento, Pedro se bajó de la escalera y descubrió su presencia.
—Hola, Paula.
—Pedro.
Durante un momento se quedaron mirando, una oficina y todo un pasado les separaban. Ella no lo había visto desde la noche del beso y tuvo que resistirse al impulso de salir corriendo. Él le mantuvo la mirada con unos ojos completamente carentes de la incomodidad que Paula sentía. Tenía que reconocer que le envidiaba por eso. Una parte de ella quería excavar un agujero en el suelo y esconderse. La otra parte quería que volviera a besarla. Apartó la mirada y se ajustó la chaqueta para ocultar su nerviosismo.
—¿Qué pasa? —preguntó él, mientras levantaba una estantería del suelo.
Volvió a subir la escalera y colocó cuidadosamente la estantería sobre las escuadras. Paula se sintió mejor en cuanto le dio la espalda y avanzó hasta el centro de la oficina. Involuntariamente, sus ojos subieron por los músculos de sus piernas, de sus nalgas, hasta sus anchas espaldas.
—¿Paula?
—¿Hum?
—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó él, volviéndose a mirarla.
Muy buenos los 5 caps.
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