lunes, 10 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 17




Paula bostezó y se estiró y el fino algodón de su camiseta marcó más sus pechos. A Pedro se le quedó la boca seca.


—¿De dónde has sacado eso? —murmuró sin poderse contener.


—¿El qué?


—Eso —dijo señalando su ropa, maravillado por su delicada constitución. 


Nunca hubiera podido imaginar que Paula estuviera tan… tan guapa.


Tenía que reconocer que siempre le habían gustado las mujeres bien dotadas, pero Paula tenía un cuerpo dulcemente equilibrado con curvas en los lugares adecuados. Pensar en añadir algo más a aquel equilibrio era un crimen.


—Fue tu idea —dijo inocentemente—. Pensé que no era una tontería ponerme pantalones cortos, especialmente para trabajar en el jardín. ¿Cuál es el problema?


Pedro abrió la boca, pero la cerró de nuevo. ¿Quién podía imaginar que la Pequeña Señorita 10 lo dejara mudo? Él era quien tenía que impresionarla a ella. 


Intentando recobrar el sentido, echó un vistazo al jardín. Era obvio que Paula había estado trabajando duro durante horas, mientras que él había dormido, ya que la noche anterior se había acostado tarde intentando ponerse al día en sus negocios. Pero se sentía culpable.


—¿Cuándo has llegado?


—Más o menos al amanecer.


—Has hecho mucho.


Paula casi deseó que Pedro no hubiera salido. Había disfrutado de la soledad y no quería estar adivinando lo que él pensaba sobre su nueva indumentaria. 


Él estaba actuando de forma extraña. 


Quizá no le gustaran. O quizá estaba horrible y él estaba siendo demasiado educado.


Paula rió. ¿Pedro? ¿Demasiado educado?


Pedro nunca había sido demasiado educado para nada. Estaba segura de que su madre había querido inculcarle modales, pero estaba claro que no los había aprendido.


—¿Por qué sonríes?


—¿Estaba sonriendo?


—Sí, tenías la típica sonrisa de Mona Lisa, la que pone nerviosos a los hombres. ¿De qué te reías?


—Vas a tener que vivir con la incertidumbre.


—Eres una mujer dura, Paula Chaves, pero debes tener algunos puntos débiles escondidos en alguna parte.


Pedro posó la mirada en el pecho de Paula y ésta tragó saliva. Algo en sus ojos marrones sugirió aprobación masculina.


Era extraño pensar que la podía estar mirando de forma diferente: extraña… y molesta. ¿Por qué algunos hombres tenían que tener todo bien enmarcado para poder ver algo que mereciera la pena en el cuadro? Ella era la misma que el día anterior, sólo que con menos capas de ropa encima.


—Será mejor que vuelva al trabajo —dijo mientras su sonrisa se desvanecía completamente.


No es que quisiera que Pedro la admirara, sino que la situación era extraña y no ayudaba el que él no llevara puesta una camisa. En cuanto Pedro salió, Paula notó que todavía tenía un cuerpo atlético, con los abdominales marcados y hombros esculpidos. No estaba cubierto de pelo como su ex marido, un punto a favor, y no estaba posando ni era consciente de que no llevaba camisa.


Paula se arrodilló nuevamente en el lecho de flores y comenzó a tirar de las malas hierbas. Ya había descubierto que los hierbajos parecían tener raíces duras, mientras que las plantas que quería conservar eran mucho más frágiles.


Una mano pasó por encima de su hombro y arrancó las hierbas con facilidad.


—Gracias —murmuró. Pedro irradiaba calor y el contraste con el aire frío de la mañana hizo que su piel se estremeciera.


—De nada —para su sorpresa, se arrodilló junto a ella—. Yo seré la fuerza y tú la maña. Sólo dime lo que tengo que arrancar.


Paula se puso tensa.


—Pensé que tenías trabajo.


—Esto es trabajo.


—Otro trabajo. Ya sabes, con tu empresa.


—Todavía es temprano, puedo arrancar unas cuantas hierbas. No es justo que tú lo hagas todo.




EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 16




Pedro gruñó al darse la vuelta en la cama mientras metía la cara en la almohada huyendo de la luz matutina. Tenía la cabeza como si se hubiera bebido una botella de whisky, pero no había hecho algo tan estúpido desde la noche que le había dado un puñetazo en la cara a su mejor amigo.


Su amistad había sobrevivido a aquel incidente, pero Pedro se sentía culpable cada vez que veía la cicatriz sobre el ojo de Rubén y recordaba lo estúpidamente que había reaccionado sobre su prometida infiel. Había prometido no perder el control de esa manera nunca más.


Abrió un ojo, miró el despertador y gruñó.


—¿Cómo diablos pueden ser las ocho y cinco? Sólo he dormido diez minutos.


Todo estaba tan silencioso que podía oír una mosca revoloteando en la ventana y una parte de él se sintió bien por el fracaso de Paula, aunque a la otra parte, le hubiera gustado que hubiera mantenido su promesa.


Se puso unos vaqueros y bajó hasta el dormitorio de su abuelo.


—¿Abuelo? —llamó a la puerta, pero todo estaba en silencio. Pedro se quedó de piedra cuando entró y vio la cama vacía—. Idiota —murmuró. El problema del abuelo no era su salud física. Joaquin Alfonso era como un roble y el médico había dicho que viviría hasta los cien años.


Pedro bajó las escaleras de dos en dos y se detuvo cuando vio a su abuelo sentado en su silla. Estaba completamente vestido, algo que no hacía solo desde hacía semanas y miraba por las puertas de cristal que daban al jardín. Pedro se preguntó si recordaría la promesa que Paula le había hecho de trabajar en el jardín aquel día. Si lo recordaba era buena señal, podía significar que…


No. Pedro agitó la cabeza. Era demasiado estúpido esperar esas cosas. ¿No acababa de aleccionar a Paula sobre aceptar la realidad?


—Sí, sí. Exactamente —murmuró su abuelo mientras asentía. Tomó un sorbo de la bebida nutritiva que la familia había comprado para él—. Ésa es la manera en que el Pequeño Sargento lo haría.


Pedro sintió curiosidad, se acercó a las puertas de cristal y se quedó atónito. 


Había montones de hierbajos que indicaban que Paula había trabajado duro, pero era la imagen de Paula lo que lo conmovió. Sus piernas al descubierto, su estrecha cintura, que podía abarcar con sus manos y el firme y redondeado pecho que su estrecha camiseta no hacía nada por ocultar. Sin pararse a pensar, Pedro salió descalzo.


—¿Te he despertado? —preguntó Paula antes de que él pudiera abrir la boca—. Lo siento.


—No, no sabía que estabas aquí.


—Bien. No quería molestar a nadie.


Si no quisiera molestar a nadie, no llevaría el tipo de ropa que provoca ataques de corazón a los hombres, pensó Pedro. Aunque permaneció callado. Era la clase de ataque al corazón que merecía la pena sufrir.


EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 15




Estaba amaneciendo cuando Paula aparcó delante de la casa de los Alfonso. No se atrevía a mirarse por miedo a volver a su casa a cambiarse.


—La gente lleva pantalones cortos continuamente —se regañó a sí misma.


Y sus nuevos pantalones cortos eran respetables. Le llegaban hasta la mitad del muslo y terminaban en un recatado y bien arreglado doblez. La camiseta era como la que cualquier otra mujer se ponía, aunque se ceñía a su cuerpo de una forma nueva para ella. Le llegaban recuerdos del pasado, recuerdos de las pequeñas crueldades de otros niños, del desinterés de su padre, de su ex marido.


Éste había salido con mujeres que vestían como prostitutas, aunque quería una mujer tradicional y correcta en casa para apaciguar a su tensa familia.


Ella no sabía… Las cosas habrían sido diferentes si Butch no hubiera tenido que hacerse cargo del negocio familiar, pero la muerte de su hermano lo había empujado a aquella situación.


Irónicamente, Butch había demostrado tener talento para su negocio. 


Demasiado talento para el gusto de Paula. Dejó de importarle a quién perjudicaba en su camino a la cima del mundo de los negocios, aunque Paula podía constatar que había comenzado decentemente. O quizá era lo que ella quería creer porque necesitaba pensar que había una razón para que hubiera podido amarlo al principio.


Paula suspiró y tocó el doblez de sus pantalones. Durante años, no había pensado demasiado en su ex marido, pero quizá era normal pensar en él en aquellos momentos, ya que Pedro Alfonso era el único otro hombre que había amado y allí estaba, vestida para resultarle atractiva y queriendo pensar que no se parecía al hombre con el que se había casado.


—Todos cometemos errores —murmuró.


No tenía que dejar que el pasado influyera en el futuro, pero tampoco tenía que cometer los mismos errores. 


Butch y Pedro eran ambos ex deportistas que se habían convertido en duros hombres de negocios y ambos le habían llegado al corazón. Y no estaba dispuesta a que volviera a suceder. La próxima vez que se enamorara, sería de alguien a quien mereciera la pena amar.


Paula salió del coche y anduvo hasta la parte trasera de la casa con un saco lleno de utensilios que pensaba que podría necesitar y se arrodilló al lado de las flores que habían hecho enfadar al profesor Alfonso el día anterior. Como la mala hierba era lo más fácil de identificar, sacó el viejo cuchillo de cocina que había traído y comenzó a cavar en el extremo de una gran mata. 


Quitando la tierra de las raíces, puso el matojo a un lado. Según iba trabajando, comenzó a identificar las diferentes variedades de plantas que había estudiado la noche anterior. Con tanto cuidado como si estuviera sujetando pinturas de Georgia O'Keeffe o de Monet, separó las plantas de las malas hierbas.


Sentía cómo el aire fresco tocaba sus extremidades y se colaba por el fino algodón de su camiseta mientras que el olor de la tierra y las plantas llenaban sus pulmones. ¿Qué más se había perdido mientras había estado escondida tras sus libros, sus clases y su ropa práctica?


No era un pensamiento nuevo. Desde que había visto a Pedro de nuevo, se había vuelto más consciente de su cuerpo que en cualquier otra etapa de su vida. No le gustaba saber que era Pedro quien la afectaba de esa manera, pero, de todas formas, le gustaba el sentimiento.


De vez en cuando, Paula miraba la relativamente pequeña cantidad de plantas que había conseguido y el jardín grande con sus caminos y áreas para sentarse. Le llevaría mucho tiempo dejarlo bonito otra vez y quería disfrutar cada momento. No todos los días se puede restaurar una obra de arte y el jardín del Pequeño Sargento era puro arte.



domingo, 9 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 14





A las cuatro, Paula admitió su derrota y puso el trabajo a un lado. Había una boutique en el centro de Divine que tenía ropa bonita. Había visto su escaparate muchas veces y se había sentido tentada a entrar. Quizá entonces fuera el momento. No sabía si tendría agallas para vestirse de forma diferente delante de Pedro y arriesgarse a que se riera de ella, pero nunca lo sabría si no lo intentaba. Además, él la había desafiado al decirle lo de los pantalones cortos. Pedro no pensaba que Paula fuera a hacerlo.


Había oído el teléfono y a Pedro caminando por el vestíbulo unas cuantas veces, probablemente para comprobar que su abuelo estaba bien, pero aparte de aquello, la casa estaba en silencio.


—¿Pedro? —dijo al llamar a la puerta de donde él había salido antes—. Me voy ya. Volveré mañana temprano. ¡Ah! Me llevo algunos libros de jardinería.


La puerta se abrió cuando ella se estaba dando la vuelta.


—¿Algún descubrimiento en cuanto a los cuadros?


—Bueno, no he encontrado ningún Picasso ni ningún Rembrandt, pero hay piezas de valor. Es increíble que estuvieran almacenadas en el desván de esa forma.


—El abuelo se rindió cuando murió la abuela. Vivían el uno para el otro.


—Yo creo que puede mejorarse.


—No. Yo no creo en el conejo de Pascua, Papá Noel o el ratoncito Pérez. Esto es lo que hay.


—¿No quieres que mejore?


—Claro que sí —las palabras prácticamente explotaron en su boca. Cerró los ojos e intentó calmarse. Después de un minuto volvió a mirar a Paula—. El médico dice que el abuelo sufre demencia senil y que probablemente viene de lejos. Alguien en la familia tiene que ser realista y hacer frente a los hechos, y parece que soy el único dispuesto a hacerlo.


—¿Hechos?


—Sí. Hemos probado medicación y varias formas de terapia mental y física y ninguna de ellas ha ayudado. Es obvio que no puede permanecer en la casa, y más cuando no está dispuesto a permitir que contratemos a alguien para que se ocupe de él.


—Pero…


—No. El abuelo te vendió ese cuadro de la abuela, ¿por cuánto?


—Cinco dólares.


—Y vale veinte mil. ¿Te parece que pueda cuidar de sí mismo?


Paula agitó la cabeza con una expresión de aflicción en su cara y Pedro sintió el mismo dolor que cuando le dijeron que no podía seguir jugando al fútbol. Sólo que esa vez era mucho peor.


Habían perdido a la abuela y parecía que también estaban perdiendo al abuelo. Y allí estaba él, perdiendo el control de la forma que odiaba hacerlo, pagando con Paula su enfado y frustración, igual que había hecho hacía catorce años.


Los pequeños pueblos eran así. Las vidas se entrelazaban unas con otras y las viejas cicatrices se abrían. Aun así, Pedro recordaba los buenos momentos que había pasado con Paula en el hospital cuando ella olvidaba que lo odiaba. Momentos en los que él había sido capaz de olvidar que el médico le había dicho que no jugaría más al fútbol. Momentos que habían sido posibles gracias a que Paula era inteligente, tímida y a que besaba muy bien cuando no le preocupaba que les pudieran pillar.


—¿Qué harías si intentara que me dieras un beso? ¿Por los viejos tiempos?


—Pensaría que estás aburrido.


Una parte de él estaba aburrido por estar fuera de su casa y su vida normal, pero ésa no era la razón por la que había preguntado. Paula lo perturbaba. A ella no le gustaba él, cosa que no tenía por qué preocuparle, pero que comenzaba a fastidiarlo.


—No estoy aburrido. Tengo demasiado trabajo como para estar aburrido. Sólo me lo estaba planteando. Antes no me decías que no y te apostaría algo a que incluso considerabas llegar a algo más que besos y flirteo.


—Sí, pero también he crecido y he descubierto que algunos hombres son muy atractivos, pero no tienen sustancia.


—¿Estás hablando de mí o de tu ex marido?


Paula se enfadó, pero sonrió y le dio unas palmaditas en la mejilla.


—¿Qué te ha pasado, Pedro? Has perdido tu tacto. Antes encandilabas mejor a las chicas para que te besaran.


—¿Eso es por lo que tú me besabas, porque estabas encandilada?


—Quizá pensaba que había un chico agradable bajo esa estúpida apariencia de macho. Desgraciadamente, estaba equivocada.


—Lo creas o no, la gente cambia. Tómate algo de tiempo para conocerme de nuevo y quizá te sorprenda —dijo. 


Entonces le dedicó una encantadora sonrisa, la que en el pasado solía funcionarle.


Paula entrecerró los ojos y Pedro supo que estaba luchando entre los instintos y la honestidad.


—¿Qué te parece? —preguntó él.


—No hay suficiente tiempo en el mundo para eso —dijo mientras se daba la vuelta y caminaba resueltamente.


Pedro se rió mientras Paula desaparecía por las escaleras. La honestidad había ganado




EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 13




—¿Crecido? —murmuró Paula minutos más tarde mientras miraba los libros de las estanterías de la biblioteca.


—Ya.


Sacó algunos libros sobre jardinería. 


¿Era tan complicado? Se trataba de plantar algo en el suelo que crecería. 


Era simple. Al igual que Pedro. No era que Pedro fuera estúpido, pero usaba su cabeza de la misma manera en que solía jugar al fútbol: como un bulldog que corría hacia delante sin mirar a los lados. No había ni un ápice de delicadeza en su cuerpo, lo que, probablemente, él habría encontrado útil como promotor inmobiliario. Tampoco era que los deportistas fueran retrasados, aunque a menudo se comportaban como tal.


Paula suspiró al recordar a su ex marido. A ella no le había importado que Butch no hubiera terminado la universidad, pero, al parecer, a él sí le molestaba. De manera extraña, parecía sentirse orgulloso y resentido a la vez porque su mujer se hubiera doctorado joven. Poco después, ella había odiado la manera burlona en que la llamaba «Doctora Sanders».


—No lo pienses —se dijo Paula.


Se sentó en una de las sillas y comenzó a leer. Sólo veinte minutos más tarde decidió que la jardinería no era tan sencilla como pensaba. Entre los distintos tipos de tierra, la concentración de humedad y el grado de acidez, la cantidad de sol que debían recibir o no y otros cientos de cosas, era un milagro que algo creciera.


Paula cerró los ojos y pudo ver colores y texturas de plantas y se imaginó el tacto de la tierra entre sus dedos. Se levantó, miró por la ventana y se movió de un cuarto a otro, buscando más ventanas. Las ventanas eran como marcos de cuadros y se imaginaba pintando un jardín entre aquellos marcos: flores, caminos serpenteantes, agua saltando en fuentes y estanques y una miríada de colores y formas.


—Si cuesta tanto trabajo pensar, no sé por qué alguien debería molestarse —interrumpió Pedro.


—¿Por qué entras a hurtadillas?


—No he entrado a hurtadillas, he entrado andando.


—Probablemente, para ti sea lo mismo.


—Sigue así y no te daré de comer.


—Iré por algo —dijo Paula sorprendida al ver que era casi la una.


—He encargado comida china.


—No espero que me des de comer. Puedo traerme algo.


—Claro que te voy a dar de comer. Pero no te preocupes, puedes llevarte la comida a otra habitación si soy tan mala compañía.


No respondió y cuando llegó la comida, los tres se sentaron en la mesa de la cocina. El profesor Alfonso comió mecánicamente sin mirar nada, mientras que Paula comió tratando de mirar cualquier cosa que no fuera Pedro. Por alguna razón el muy cínico se estaba divirtiendo a su costa, aunque no era nada nuevo. Siempre había bromeado sobre su ropa, su pelo y todo lo demás. 


Paula se entristeció al recordar que todavía le ponía fácil a Pedro que se riera de ella. Su ropa tenía demasiada tela… colgaba de ella como si hubiera perdido veinte kilos.


¿Pantalones cortos?


Pensó si tenía algún par de pantalones cortos que fueran sexys sin ser escandalosos para no ofender al profesor Alfonso. El día anterior, Silvia llevaba pantalones cortos y una camiseta ajustada, aunque con las nietas probablemente se fuera más flexible.


—No has comido casi nada —observó Pedro mientras Paula ponía las sobras en la nevera, donde había más sobras.


—Estoy a dieta. Esta camisa solía quedarme bien y estoy intentando no volver a rellenarla.


Era una mentira, pero, por primera vez, no le importaba.


—¿Te valía? —la miró y se rió—. Ni hablar. Nunca has sido lo suficientemente grande como para llenar esa camisa.


—Y tú qué sabes —murmuró ella.


—Lo sé.


Riéndose entre dientes y agitando la cabeza, Pedro encendió el aire acondicionado y se dirigió a su ordenador y su fax mientras Paula regresaba a su inventario. 


Cuidadosamente, documentaba la información de cómo iba realizando su evaluación y anotaba temas sobre los que investigar… sólo para encontrarse golpeando el papel con el lápiz y pensando sobre su vestuario.


¿Tenía unos pantalones cortos decentes? No los desgastados y cortados que se había puesto para ayudar a los jóvenes de la iglesia a limpiar coches y así recaudar fondos, sino unos que hicieran que Pedro se tragara sus palabras sobre su manera de vestir.


Paula apoyó la barbilla en una mano. 


Haber vuelto a ver a Pedro había desencadenado una serie de pensamientos junto con una serie de altibajos emocionales. Parecía como si toda su vida hubiera evitado ser advertida. Se habían movido de un lado a otro. La salud había apartado a su padre del trabajo frecuentemente y finalmente, se habían establecido en Divine cuando ella estaba en el octavo curso. La ropa le llegaba, principalmente, de tiendas de segunda mano y había sido humillada cuando una compañera se había metido con ella por llevar ropa que había pertenecido a su hermana mayor. Así que, para evitar que aquello volviera a suceder, elegía ropa que las niñas de su edad no se pondrían.


Por supuesto que Paula pensaba que había otra explicación sobre las elecciones que hacía, probablemente fuera una de esas cosas psicológicas, como miedo a resultar ridícula si intentaba estar atractiva y fallaba. Pero aquélla no era una razón para continuar vistiendo mal. ¿Verdad? No tenía que dejarse guiar por los resquicios que su infancia y su matrimonio habían dejado en su subconsciente. Probablemente no fuera la mujer más sexy del mundo, pero tampoco era la más fea. Estaba bien ponerse algo bonito que la complaciera, decidió finalmente.



EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 12




Pedro agradeció la información, pero quería saber por qué no eran compatibles. ¿Quería decir que no eran compatibles en la cama o en otro aspecto? Quería detalles. Estaba acostumbrándose a la curiosidad del pueblo muy deprisa, así que se sentó sonriendo y esperando que Paula, por su carácter hablador le respondiera a sus preguntas sin tener que preguntarlas.


—Tendré que venir muy temprano si voy a trabajar en el jardín —dijo ella decepcionándolo.


Obviamente no quería hablar de su divorcio. No podía culparla, a él tampoco le gustaba hablar sobre su ex prometida y las razones por las que habían roto.


—¿Por qué tan temprano?


—No me gusta el calor.


—Vives en Illinois —le recordó Pedro—. Los veranos aquí son cálidos y húmedos.


—Estamos a finales de mayo, sufrimos una ola de calor y yo me quemo en cinco minutos. Si tú quieres trabajar a mediodía, hazlo. Yo soy más sensata.


—No. Yo no tengo ni idea.


—¿Quieres decir que hay algo que el magnífico y poderoso Pedro Alfonso no puede hacer? ¿O es que no quieres ensuciarte las manos estos días? Supongo que estás demasiado ocupado zampando propiedades y ganando tu próximo millón de dólares.


—Deberías ponerte pantalones cortos si tanto te molesta el calor —respondió Pedro con el mismo tono irónico. Intentó imaginar a Paula con algo que no le estuviera cuatro tallas grande, pero no pudo—. Algo con menos… tela.


Paula tenía la piel más suave que había tocado. Se acordó de su tacto en sus callosos dedos adolescentes y de la frustración que sentía cuando se apartaba de él, asustada, cuando la cosa se ponía interesante. 


Aparentemente, y según la ropa que llevaba, todavía se sentía insegura con su cuerpo, aunque Pedro apostaría cualquier cosa a que era sensual. La forma que tenía de tocar las cosas, acariciando superficies con los dedos con un placer inconsciente, era lo que hacía que Pedro pensara de ese modo.


—No puedo llevar pantalones cortos. No quiero asustar a tu abuelo.


Pedro no pudo evitar reírse.


—El abuelo no es un mojigato. Quizá yo no haya prestado demasiada atención a sus obras de arte, pero sé que le gustan los desnudos.


Pedro sonrió al recordar a su abuelo enseñándole pinturas de mujeres desnudas, quizá porque sabía que eran más atractivas para un adolescente que los bodegones o las imágenes en las mañanas.


—Había una con el pelo largo que estaba de pie sobre una concha.


—El Nacimiento de Venus de Boticelli —dijo Paula. Se levantó y sacó un libro de una de las estanterías—. Aquí está.


—Es bonito.


—Lo sé. No tiene los pechos lo suficientemente grandes como para que te guste —comentó Paula al oír el poco entusiasmo de su voz—, pero la mayoría de las mujeres no pueden estar delgadas y llenar una talla cien de sujetador al mismo tiempo. No sin cirugía. Entonces, su pecho ni parece ni tiene un tacto natural, pero supongo que eso no te importa.


—No estoy tan obsesionado por los pechos grandes como tú crees —se defendió.


—Ya, claro.


—No, no lo estoy —le gustaban los pechos y punto. Era cierto que en una época había estado obsesionado, pero en aquellos momentos, la talla no lo era todo.


—Vale —Paula cruzó los brazos y lo miró con dureza—. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con una mujer que no pareciera el póster central de Playboy?


Pedro lo pensó y se dio cuenta de que Paula tenía razón. Sólo había salido con mujeres que tenían medidas de un póster. La miró molesto y avergonzado al mismo tiempo.


—¿Se te ha ocurrido que he podido crecer un poco desde el instituto? —preguntó evitando responder.


—No. Los deportistas nunca crecen.


—A veces no tenemos otra opción.


Pedro se frotó la rodilla. Todavía le dolía de vez en cuando, cuando hacía frío en Chicago y soplaba aire del lago. Las antiguas heridas no lo molestaban normalmente, pero habían terminado con su carrera antes de que empezase.


Pedro


—Tengo que hacer una llamada —dijo odiando la forma en la que Paula lo había mirado. No había querido compasión por aquel entonces y no la quería ahora—. Pero si te molesta tanto el calor, deberías pensar en ponerte pantalones cortos —añadió suavemente.


—Sí, vale.


Pedro no sabía si se refería a ponerse pantalones cortos o a dejar un tema sobre el que no quería discutir. Paula era más directa que cuando eran niños, pero se daba cuenta, mejor que nadie, de lo que eran asuntos privados; aunque a veces continuara interrogando.



sábado, 8 de agosto de 2020

EL HÉROE REGRESA : CAPÍTULO 11




Pedro tomó a Paula de la mano y tiró de ella hacia la biblioteca, donde había libros ordenados en estanterías que iban del suelo al techo. Se sentó en una silla y se frotó las sienes. Paula lo observaba mientras intentaba entender cómo había dejado que él la afectara tanto, creando un ambiente que no deseaba. Pedro era un tipo ruin. Ella había devuelto aquel bonito cuadro y lo único que había llamado la atención de él era su valor económico. Pedro Alfonso era el último hombre que Paula podía encontrar atractivo, en parte por su parecido a su ex marido y en parte porque era muy diferente a ella. A Pedro no le gustaban los pueblos pequeños, no le interesaba para nada el arte. Le preocupaba su abuelo, pero era conocido por ser un hombre de negocios sin sentimientos. 


Paula tenía la impresión de que si se enamoraba del Pedro adulto sería mucho más difícil sobrevivir que a su desengaño infantil.


La atracción física era agradable, pero era más importante respetar a alguien y tener cosas en común con esa persona.


Paula se mordió el labio y se sentó en una silla cercana, pensando en cómo en menos de una hora había pasado de no gustarle nada Pedro a… admirar sus bíceps. Necesitaba encontrar su fuerza de voluntad rápidamente. Pensar en tener una relación con alguien como su ex marido hizo que se le encogiera el estómago. No servía de nada que Pedro se hubiera disculpado. Bueno, que se hubiera disculpado, de alguna manera.


—Gracias por la ayuda —dijo Pedro después de un largo minuto—. Intentamos contratar un servicio de jardinería cuando murió la abuela, pero el abuelo no quiso. Él se las apañaba para cortar el césped y regar, pero no quería extraños en el jardín de la abuela ni en la casa.


—Pero yo soy tan extraña como cualquier otra persona de Divine. Aquí nos conocemos los unos a los otros y probablemente se familiarizaría con la persona que trabajara en el jardín.


—Contigo es diferente. No sé por qué. Quizá sea porque fuiste alumna suya y porque te recomendó para el trabajo. Nos cuesta mucho arrancarle alguna palabra, pero cuando se ha dado cuenta de que estabas aquí ha empezado a hablar.


—Es porque tenemos algo en común.


—Lo sé. El arte. Pero he intentado que viera a sus amigos y a otros profesores de la universidad y nada ha funcionado. Tiene que haber algo diferente en ti.


Paula pensó que no sólo era arte, era un profundo aprecio por el amor y la belleza. A menos que alguien pudiera conectar a ese nivel, no sería lo mismo.


—El jardín parece muy importante para él.


—Sí, pero no te preocupes, no tienes que trabajar en él.


—¿Y si quiero trabajar en él? ¿Y si cumplir mi palabra es importante para mí?


—El abuelo no es él mismo. Mañana no recordará lo que ha ocurrido, probablemente no lo recuerde ahora.


—Yo no estoy tan segura de eso. Pero no importa porque yo sí que lo recordaré —dijo Paula lo más amablemente posible. No estaba tan convencida como Pedro de que su abuelo lo olvidaría. Algo en la cara del viejo profesor había indicado más lucidez de la que su familia parecía creer.


—Te estoy diciendo que es igual —respondió Pedro exasperado.


Paula intentó no enfadarse. Aun si Pedro era un insensible deportista, ella debía ser comprensiva. Después de todo, había regresado a Divine para ayudar a su abuelo. Mucha gente no se hubiera molestado o hubiera contratado a alguien que se ocupara de todo.


—Si no quieres tenerme cerca tanto tiempo me podrías ayudar a hacerlo más rápido.


—No es que no quiera tenerte cerca. Pero el jardín tiene más trabajo del que piensas.


—Eso no importa. Me gusta estar ocupada y tener cosas que hacer. Mis clases han terminado y tengo mucho tiempo libre, excepto los jueves que reparto comida a los presos o cuando tengo reuniones. También trabajo como voluntaria en la residencia de ancianos dos veces al mes, pero, de todas formas, no se trabaja en el jardín por la noche.


—¿Qué haces en la residencia de ancianos? Supongo que impartes alguna clase.


La cara de Paula se ablandó. Pedro no tenía por qué saber de sus múltiples actividades como voluntaria, probablemente pensaría que era provinciano estar involucrado en asuntos de la comunidad a pequeña escala.


—Soy la encargada de leer los números del bingo.


—¿La encargada de leer los números del bingo?


—Sí. Es mejor que el strip póquer.


—No me gusta el bingo, pero no me importaría jugar al strip póquer. Podríamos jugar ahora si quieres, pero tengo que advertirte que soy muy bueno formando escaleras.


—Eres patético. Ve a jugar con una de tus ex novias.


—Están todas casadas.


—Afortunadamente no contigo.


—Sí, hice bien en escapar. ¿Tú me ves conduciendo una furgoneta y bañando al perro todos los domingos?


—Sólo si desarrollas amnesia o te hacen un transplante de personalidad.


—¿Has visto lo que es la vida? He estado a salvo de que alguien llegara a domesticarme.


Pedro sonrió mientras que Paula puso los ojos en blanco, aunque pudo ver un indicio de risa en ellos. Después de la escena con su abuelo, se sentía como si lo hubiera atropellado un camión. Pero Paula era aire fresco. Quizá no fuera mala idea tenerla por allí algunos días y si quería trabajar en el jardín de su abuelo, estaba bien. Se daría por vencida enseguida. Estaba acostumbrada a enseñar, no al trabajo físico.


—¿Por qué no te has casado? —preguntó Pedro.


—¿Quién dice que no lo he hecho?


La idea de que Paula pudiera estar casada o incluso, que podía haber estado casada alguna vez, lo molestaba.


—Es que utilizas tu apellido de soltera y no llevas anillo.


—Y tú piensas que eres moderno. Vivimos en el siglo XXI, muchas mujeres no llevan anillo o no se ponen el apellido de sus maridos —Paula giró la cabeza, sus rizos rubios volaron por el aire y Pedro recordó cómo solía recogerse el pelo en una coleta dejando un flequillo que le tapaba los ojos.


Nadie había mirado sus ojos en los viejos tiempos y también era una pena. 


Eran claros, azules y brillantes y emitían cualquier emoción que ella intentaba ocultar. A él le gustaban los ojos grandes. También le gustaba que las mujeres tuvieran otras partes de su cuerpo grandes, pero los ojos eran importantes.


—¿Me estás diciendo que estás casada? —la miraba convencido de que la respuesta era no, pero queriendo oír la confirmación. Había tonteado con ella y tontear con mujeres casadas se lo tenía prohibido.


—Divorciada —respondió con la boca pequeña— y antes de que hagas una asunción estúpida, fui yo quien lo dejó. Éramos incompatibles.